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Publicada por primera vez, en traducción de Max Eastman, como The History of the Russian Revolution vols I-III, en Londres 1932-33. Digitalizado por Julagaray en julio de 1997, para la Red Vasca Roja, con cuyo permiso aparece aquí. Recodificado para el MIA por Juan R. Fajardo en octubre de 1999.
La disciplina dentro del ejército se quebrantó ya considerablemente en los meses que precedieron a la revolución. Las quejas de los oficiales con ya cosa frecuente en estos meses: los soldados no guardan el debido respeto a sus jefes; se observa en ellos una gran desidia en el cuidado de los caballos, los bagajes e incluso las armas; se registran desórdenes en los trenes militares. No en todas partes marchaban las cosas tan mal. Pero por dondequiera que se tendiese la vista, la impresión era la misma: desmoronamiento.
A esto venía a añadirse ahora la sacudida de la revolución. La guarnición de Petrogrado no sólo se sublevó sin el concurso de la oficialidad, sino incluso contra ella. En los momentos críticos, los jefes no sabían cosa mejor que esconderse. El 27 de febrero, el diputado octubrista Schidlovski se puso al habla con los oficiales del regimiento de Preobrajenski con el fin, por lo visto, de pulsar su actitud frente a la Duma, pero halló entre los aristócratas de la Guardia una completa incomprensión de lo que ocurría -tal vez, dicho sea de paso, más fingida que real, pues no hay que olvidar que se trataba de monárquicos asustados-. «¡Cuál sería mi asombro -cuenta Schidlovski- cuando, al día siguiente por la mañana, vi en la calle formado a todo el regimiento de Preobrajenski marchando en un orden perfecto, con la música al frente y sin un solo oficial!» Hubo algunos regimientos que se presentaron en el palacio de Táurida con sus jefes, aunque más exacto sería decir que los arrastraron consigo. Los oficiales se sentían como prisioneros en aquellas manifestaciones de entusiasmo. La condesa de Kleinmichel, que observaba estas escenas en calidad de detenida, se expresaba de un modo más concreto: «Los oficiales parecían ovejas conducidas al matadero.»
La revolución de Febrero no creó el divorcio entre los soldados y los oficiales: no hizo más que exteriorizarlo. En la conciencia de los soldados, la sublevación contra la monarquía era, ante todo y sobre todo, la sublevación contra el mando. «Desde la mañana del 28 de febrero -recuerda el kadete Nabokov, que vestía aquellos días el uniforme de oficial- era peligroso salir a la calle, pues ya empezaban a arrancar las charreteras a los oficiales.» He aquí la faz que presentaba el primer día del nuevo régimen en la guarnición.
De lo primero que se preocupó el Comité ejecutivo fue de reconciliar a los soldados con los oficiales. O dicho en otros términos, de someter los regimientos a sus jefes anteriores. El retorno de los oficiales a los regimientos tendía, según Sujánov, a preservar al ejército de «la anarquía general, a la dictadura de la soldadesca ignorante». Los que infundían pánico a estos revolucionarios, lo mismo que a los liberales, no eran, como se ve, los oficiales, sino los soldados. Sin embargo, donde los obreros y la «soldadesca ignorante» veían el peligro era, precisamente, en la brillante oficialidad. La reconciliación no podía ser, pues, duradera.
Stankievich describe del modo siguiente la actitud de los soldados ante los oficiales que volvían a los cuarteles, después de la revolución: «Los soldados, al violar la disciplina y al salir de los cuarteles, no sólo sin los oficiales, sino... en muchos casos contra los mismos, llegando incluso a matarlos por cumplir con su deber, creían realizar un gran acto de emancipación. Si era así, como la misma oficialidad sostiene, ¿por qué no sacó a los soldados a la calle, puesto que esto era lo más fácil y menos peligroso? Ahora, después de la victoria, la oficialidad se ha adherido a la hazaña. Pero, ¿lo ha hecho sinceramente y con carácter estable?» Estas palabras son tanto más elocuentes cuanto que su propio autor se contaba entre esos oficiales de «izquierda» a los que ni siquiera se les pasó por las mientes echar a la calle a sus soldados.
El día 28, por la mañana, el comandante de un regimiento de Ingenieros decía a sus soldados, en la avenida de Sampsonievski, que «el gobierno odiado por todos había sido derribado», que se había formado otro presidido por el príncipe Lvov y que era preciso que los soldados siguieran obedeciendo a los oficiales. «Y ahora, ¡todo el mundo a los cuarteles!» Algunos soldados gritaron: «Así lo haremos.» La mayoría estaba desconcertada: «¿Y esto era todo?» Kajurov, que observaba casualmente esta escena, se indignó. «Permítame usted una palabra, señor comandante...», y, sin esperar la venia, dijo: «¿Es que acaso ha corrido en las calles de Petrogrado la sangre de los obreros durante todos estos días para reemplazar a un terrateniente por otro?» También aquí Kajurov daba en el blanco. En torno a esta cuestión planteada por él había de girar la lucha en los meses siguientes. La enemiga entre soldados y oficiales no era más que el reflejo de la hostilidad entre el campesino y el terrateniente.
En provincias, los comandantes, que por lo visto habían tenido ya tiempo de recibir instrucciones, describían los sucesos con sujeción a un esquema único: «El monarca, agotado por sus esfuerzos en favor del país, se ha visto obligado a transmitir la carga del poder a su hermano(!).» En los rostros de los soldados -se lamenta uno de los oficiales desde un rincón de Crimea- se veía que pensaban: «Nicolai o Mijail, ¿qué más da?» Pero cuando este mismo oficial se vio obligado a comunicar a su batallón, al día siguiente por la mañana, el triunfo de la revolución, los soldados, según sus propias palabras, se transfiguraron. Sus preguntas, sus gestos, sus miradas, atestiguaban «una labor prolongada y tenaz que alguien realizaba en aquellos cerebros ignorantes, grises, no acostumbrados que alguien realizaba en aquellos cerebros ignorantes, grises, no acostumbrados a pensar.» ¡Qué abismo entre el oficial, cuyo cerebro se adapta sin esfuerzo al último telegrama recibido de Petrogrado y aquellos soldados que, trabajosa, pero honradamente, definen su actitud ante los acontecimientos, sopesándolos por cuenta propia en sus toscas manos!
El alto mando, al mismo tiempo que aceptaba formalmente la revolución, decidía no dejarla llegar al frente. El jefe del Cuartel general dio orden a los generalísimos de los frentes para que, en caso de que se presentaran en sus territorios delegaciones revolucionarias, delegaciones que el general Alexéiev, en gracia sin duda a la brevedad, calificaba de pandillas, fueran inmediatamente detenidas y juzgadas en Consejo de guerra sumarísimo. Al día siguiente, este mismo general, en nombre de «Su Alteza» el gran duque Nikolai Nikolaievich, exigía del gobierno que «pusiese fin a todo lo que ocurre actualmente en las regiones del interior»; dicho en otros términos, que pusiese fin a la revolución.
El mano no se apresuraba a dar al ejército cuenta de la revolución, no tanto por fidelidad a la monarquía como por miedo de aquélla. En algunos frentes se estableció un verdadero sistema de cuarentena: no se dejaban pasar las cartas de Petrogrado, se retenía a los recién llegados; con estos ardides, el viejo régimen robaba algunos días a la eternidad. La noticia de la revolución no llegó a la línea de combate hasta el 5 o 6 de marzo. Y ¿en qué forma? Poco más o menos, lo sabemos ya: el gran duque ha sido nombrado generalísimo, el zar ha abdicado en aras de la patria, y lo demás sigue como antes. En muchas trincheras, acaso la mayoría, las noticias de la revolución las transmitían los alemanes antes de que llegaran de Petrogrado. ¿Podían dudar los soldados de que los jefe se habían puesto de acuerdo para ocultar la verdad? ¿Y podían dar el menor crédito a aquellos oficiales que, dos o tres días después, aparecían ante ellos adornados con cintas rojas?
El jefe del estado mayor de la escuadra del Mar Negro, cuenta que la noticia de los acontecimientos de Petrogrado no ejerció, en un principio, una influencia visible sobre los marineros. Pero tan pronto como llegaron de la capital los periódicos socialistas, «el estado del espíritu de la tripulación se transformó en un instante, empezaron los mítines y no se sabe por qué resquicios aparecieron un tropel de agitadores criminales». El almirante no se daba cuenta, sencillamente, de lo que estaba ocurriendo ante sus ojos. No es que los periódicos determinaran el cambio de estado de espíritu; lo que ocurría era que disipaban las dudas de los marineros respecto al alcance de la revolución, y les permitían manifestar abiertamente sus verdaderos sentimientos sin miedo a ser víctimas de represalias por parte de sus jefes. Este mismo autor a que nos referimos, caracteriza con una frase la fisonomía política de la oficialidad del mar Negro, y, por consiguiente, la suya propia: «La mayoría de los oficiales de la escuadra estaba persuadida de que, sin zar, la patria se hundiría.» Por su parte, los demócratas estaban firmemente convencidos de que la patria estaba perdida, si esta magnífica oficialidad no retornaba al lado de los «ignorantes marineros».
El mando del ejército y de la armada no tardó en dividirse en dos alas: unos, intentaban mantenerse en sus puestos plegándose a la revolución y afiliándose al partido de los socialrevolucionarios; posteriormente, parte de ellos, intentó incluso deslizarse en las filas del partido bolchevique. Otros, por el contrario, adoptaban una actitud de soberbia, intentaban oponer resistencia al nuevo orden de cosas; pero pronto se veían metidos en algún conflicto agudo y eran arrastrados por la avalancha de los soldados. Estas estratificaciones son tan naturales, que en todas las revoluciones se dan. Los oficiales intransigentes de la monarquía francesa, aquellos que, según las palabras de uno de ellos, «lucharon mientras pudieron», sufrían menos viendo la insubordinación de los soldados que contemplando el servilismo de sus colegas ante el nuevo poder. En fin de cuentas, la mayoría del viejo mando quedó eliminada, aplastada, y sólo una pequeña parte se reajustó y asimiló al nuevo estado de cosas. La oficialidad compartía, en una forma más dramática, la suerte de las clases de que se reclutaba.
El ejército es, en general, una copia de la sociedad a la cual sirve, con la diferencia de que da un carácter concentrado a las relaciones sociales, llevando sus rasgos positivos y negativos hasta su límite máximo de expresión. Se explica perfectamente que en Rusia, la guerra no diera ni un solo prestigio militar. El alto mando ha sido caracterizado con suficiente elocuencia por uno de los de su casta: «Muchas aventuras, mucha ignorancia, mucho egoísmo, intrigas, arribismo, codicia, ineptitud y estrechez de horizontes -dice el general Zaleski- y muy pocos conocimientos y talentos, ningún deseo de correr riesgos o de poner en peligro la comodidad y la salud.» Nikolai Nikolaievich, primer generalísimo, se distinguía únicamente por su elevada estatura y su grosería augustísima. El general Alexéiev, antiguo escribiente del ejército, era una mediocridad gris, que si sabía algo era a fuerza de aplicación; a Kornílov, que era un jefe militar, valiente, incluso sus devotos le consideraban como a un hombre de cortos alcances; Verjovksi, ministro de la Guerra de Kerenski, hablando más tarde de Kornílov, decía que era un hombre con corazón de león y cabeza de carnero. Brusílov y el almirante Kolchak eran sólo un poco más inteligentes que los otros, un poquito nada más. Denikin no carecía de carácter, pero, en lo demás, era un general completamente ordinario que habría leído cinco o seis libros en toda su vida. Y después venían ya los Yudenich, los Dragomirov, o los Lukomski, que no se distinguían unos de otros más que por saber francés o no saberlo, por beber poco o beber mucho, pues en lo demás eran todos unas perfectas nulidades.
Hay que decir que en el cuerpo de oficiales hallaba cumplida representación, no sólo la Rusia aristocrática, sino también la burguesa y la democrática. La guerra derramó en las filas del ejército a docenas de miles de pequeños burgueses bajo la forma de oficiales, funcionarios militares, médicos e ingenieros. Estos elementos, que casi todos sin excepción sostenían la necesidad de proseguir la guerra hasta el triunfo final, sentían la necesidad de ciertas medidas amplias, pero acababan siempre sometiéndose a los elementos reaccionarios de arriba, bajo el zarismo, por miedo, y, después de la revolución, por convicción, del mismo modo que en el interior la democracia se sometía a la burguesía. Los elementos colaboracionistas de la oficialidad compartieron luego la suerte infortunada de los partidos conciliadores, con la diferencia de que en el frente la situación revestía formas incomparablemente más agudas. En el Comité ejecutivo cabía mantenerse en una actitud equívoca durante mucho tiempo; ante los soldados, era más difícil.
Los rozamientos y la enemistad entre los oficiales demócratas y aristocráticos, incapaces todos ellos de renovar el ejército, no hacían más que introducir en él un elemento más de descomposición. La fisonomía del ejército había sido trazada por la vieja Rusia, y era feudal hasta la médula. Los oficiales seguían teniendo por el mejor soldado al mucho campesino sumiso, que no razonaba, y en el cual no había despertado aún la conciencia de la personalidad humana. Era la tradición «nacional» imbuida por Suvórov al ejército ruso, y que tenía sus raíces en el primitivo régimen agrario, en la servidumbre de la gleba y en la comuna rural. En el siglo XVIII, Suvórov hizo milagros con este material. Tolstoy idealizó en su Platon Karataiev de La guerra y la paz, con un cariño de gran señor, el viejo tipo de soldado ruso que se sometía sin rechistar a la naturaleza, la arbitrariedad y la muerte. La Revolución Francesa, que abrió las puertas a aquella magnífica irrupción del individualismo en todas las esferas de la actividad humana, liquidó el arte militar de Suvórov. En el transcurso del siglo XIX, lo mismo que en el XX, n todo el espacio de tiempo comprendido entre la Revolución Francesa y la rusa, el ejército zarista fue invariablemente derrotado, gracias a sus características de ejército servil. El mando formado sobre aquélla «base nacional», se distinguía por su desprecio hacia la personalidad del soldado, por su espíritu de mandarinato pasivo, de ignorancia del oficio, de completa ausencia de heroísmo y de manifiesta rapacidad. El imperio de la oficialidad se mantenía en los signos exteriores de distinción, en el ritual de la graduación, en el sistema de represiones y hasta en un lenguaje convencional especial, lleno de expresiones de esclavitud: «A la orden de usía, mi capitán», y otras semejantes que el soldado tenía que emplear cuando hablaba, cuadrado, con sus oficiales.
Al aceptar la revolución de labios afuera y presta juramento de fidelidad al nuevo gobierno, los mariscales zaristas hicieron recaer, sencillamente, sobre la dinastía derrumbada, sus propios pecados, accediendo misericordiosamente a que Nicolás II fuera declarado responsable por todo el pasado. Pero ¡ni un paso más adelante! ¿Cómo iban ellos a comprender que la esencia moral de la revolución consistía en dar un alma a aquella masa humana, en cuya inmovilidad espiritual se basaba su bienestar? Denikin, nombrado comandante del frente, declaraba en Minsk: «Acepto entera incondicionalmente la revolución, pero entiendo que sería ruinoso para el país revolucionar al ejército e introducir en él la demagogia.» ¡Fórmula clásica de la estulticia generalesca! En cuanto a los generales de filas, según la expresión de Zaleski, no exigían más que una cosa: «¡Dejadnos tranquilos; lo demás nos tiene sin cuidado!» Pero no, la revolución no podía dejarles tranquilos. Procedentes de las clases privilegiadas, estos hombres no podían ganar nada y, en cambio, podían perder mucho. Se veían amenazados con perder no sólo los privilegios del mando, sino también la propiedad de sus tierras. Bajo el manto de lealtad hacia el gobierno provisional, la oficialidad reaccionaria sostuvo una lucha encarnizadísima contra los soviets. Cuando se persuadió de que la revolución penetraba irresistiblemente en las masas de soldados y en las aldeas, vio en ello una perfidia inaudita de Kerenski, Miliukov y aun Rodzianko, y no digamos de los bolcheviques.
Las condiciones de vida de la Marina llevaban aparejados, en mayor grado aún que las del ejército de tierra, gérmenes vivos de guerra civil. La vida de los marineros en aquellas cárceles de acero donde les encerraban por la fuerza durante varios años, no se distinguía gran cosa, incluso desde el punto de vista de la alimentación, de la vida de los presidiarios. A su lado, vivía la oficialidad, procedente en su mayoría de los sectores privilegiados, que escogía el servicio marítimo voluntariamente, por vocación, identificaba la patria con el zar y a éste con él, y entendía que el marinero era la parte más deleznable en un barco de guerra. Dos mundos extraños que convivían en estrecho contacto, sin perderse nunca de vista. Los buques de la escuadra tenían su base en las ciudades industriales de la costa, pues necesitaban de gran número de obreros para su construcción y reparación. Además, en los mismos buques, en la sección de máquinas y los servicios técnicos, navegaban no pocos obreros calificados. Tales eran las condiciones que convertían a la escuadra en una mina revolucionaria. En las revoluciones y sublevaciones militares de todos los países, los marineros han representado siempre la materia más explosiva; casi siempre, tan pronto se les brinda ocasión propicia, se apresuran a liquidar severamente sus cuentas con la oficialidad. Los marineros rusos no constituyeron una excepción.
En Kronstadt, la revolución encendió la mecha a una explosión de sangrienta venganza contra la oficialidad, la cual, horrorizada de su propio pasado, intentaba ocultar a los marineros la revolución. Una de las primeras víctimas que cayó fue el comandante de la escuadra, almirante Viren, blanco de un odio muy merecido. Parte del mando fue detenida por los marineros. A los oficiales dejados en libertad les fueron quitadas las armas.
En Helsingfors y Sveaborg, el almirante Nepenin no dejó llegar ninguna noticia del Petrogrado alzado en armas hasta la noche del 4 de marzo, intimidando a los marineros y soldados con represiones. Razón de más para que la sublevación tomase aquí un carácter más encarnizado, prolongándose un día y una noche. Muchos oficiales fueron detenidos. Los más odiados fueron arrojados bajo el hielo. «A juzgar por el relato de Skobelev sobre la conducta de las autoridades de Helsingfors y de la escuadra -dice Sujánov, que peca de todo menos de benevolencia hacia la soldadesca ignorante-, sólo hay que extrañarse de que estos excesos fueran tan poco considerables.»
Tampoco entre las fuerzas de tierra pudieron evitarse las represalias sangrientas. En un principio, eran una venganza por el pasado, por el constante abofeteamiento de los reclutas por los oficiales. No faltaban recuerdos dolorosos como llagas. Desde 1915, había sido oficialmente introducido en el ejército zarista el azote con vergas como castigo disciplinario. Los oficiales azotaban a discreción a los soldados, que eran no pocas veces padres de familia. Pero no siempre se trataba de vengarse del pasado. En la asamblea de los soviets, el ponente encargado de informar sobre el problema del ejército comunicó que aun en los días 16 y 17 de marzo se aplicaban en el ejército castigos corporales contra los soldados. Un diputado de la Duma contaba, a su regreso del frente, que los cosacos, en ausencia de los oficiales, le habían declarado: «Dice usted que hay un decreto (por lo visto se refiere al famoso «decreto número 1», del cual se hablará más adelante). Se recibió ayer; pero hoy el comandante me ha abofeteado.» Los bolcheviques iban al frente con tanta frecuencia como los colaboracionista, para evitar que los soldados cometiesen excesos. Pero las venganzas sangrientas eran tan inevitables como lo es el culatazo después del disparo. Desde luego, los liberales no tenían motivo alguno para calificar de incruenta la revolución de Febrero, como no fuera el de haberles regalado el poder.
Algunos oficiales provocaban conflictos agudos con motivo de las cintas rojas, que eran, a los ojos de los soldados, un símbolo de la ruptura con el pasado. Con motivo de uno de estos disturbios, fue muerto el comandante del regimiento de Sumski. Un comandante del cuerpo de ejército que exigió a las fuerzas de refresco que acababan de llegar que se quitaran las cintas rojas, fue detenido por los soldados. También se produjeron no pocos choques a causa de los retratos del zar, que seguían colgados en los cuartos de banderas. ¿Se trataba de rendir un homenaje de fidelidad a la monarquía? No; en la mayoría de los casos no era más que falta de confianza en la estabilidad de la revolución y una especie de seguro peatonal. Pero los soldados, no sin motivo, veían acechar detrás de aquellos retratos el espectro del antiguo régimen.
El nuevo régimen no fue implantado en el ejército por medio de medidas reflexivas aplicadas desde arriba, sino por movimientos impulsivos desde abajo. La autoridad disciplinaria de los oficiales no fue abolida, sino que se hundió sencillamente por sí misma en las primeras semanas de marzo. «Era evidente -dice el jefe del Estado Mayor del mar Negro- que si un oficial hubiera intentado imponer una sanción disciplinaria al marinero, no habría tenido fuerzas para llevar a la práctica el castigo.» En esto consiste uno de los signos de la revolución verdaderamente popular.
Al desaparecer la autoridad disciplinaria, se puso de manifiesto la incapacidad práctica de la oficialidad. Stankievich, al cual no se puede negar ni espíritu de observación ni interés por los asuntos militares, da una opinión aniquiladora sobre el mando, en este respecto: la instrucción seguía haciéndose con sujección a los viejos reglamentos, que no respondían en lo más mínimo a las necesidades de la guerra. «Estos ejercicios no servían más que para someter a prueba la paciencia y la sumisión de los soldados.» Huelga decir que la oficialidad se esforzaba en hacer recaer sobre la revolución las culpas de su propia incapacidad.
Los soldados, rápidos en la represalia cruel, propendían asimismo a la credulidad infantil y a la gratitud incondicional. Por un momento muy breve, los soldados del frente vieron en el cura Filonenko, diputado liberal, el depositario de las ideas de emancipación, algo así como el pastor de la revolución. Las viejas ceremonias religiosas se unían estrambóticamente con la nueva fe. Los soldados levantaban al cura en sus brazos, lo instalaban celosamente en el trineo, y el cura contaba después en la Duma con entusiasmo: «No acabábamos nunca de separarnos, y, al marcharme, me besaban las manos y los pies.» A aquel diputado de sotana le parecía que la Duma tenía un inmenso prestigio en el frente. En realidad, la que lo tenía era la revolución, que proyectaba su brillo deslumbrador sobre algunas figuras sin importancia.
La depuración simbólica realizada por Guchkov en el ejército -destitución de algunas docenas de generales- no dio la menor satisfacción a los soldados, y, en cambio, sembró un estado de inquietud en la alta oficialidad. Todo el mundo temía verse separado, la mayoría seguía la corriente, se adaptaba y apretaba el puño dentro del bolsillo. La situación era aún peor en lo tocante a la baja y mediana oficialidad, que se hallaba en contacto directo con los soldados. Aquí, el gobierno no hizo limpia alguna. Buscando caminos legales, los artilleros de una batería del frente escribían al Comité ejecutivo y a la Duma nacional, a propósito de su comandante: «Hermanos..., os pedimos humildemente que nos libréis de nuestro enemigo Vanchejaus.» Como no recibieran contestación, los soldados empezaban generalmente a obrar por su cuenta, valiéndose de sus propios medios: insubordinación, separación e incluso detención. Sólo entonces las autoridades se decidían a intervenir, separaban del ejército a los detenidos o apaleados, intentando a veces castigar a los soldados, pero dejándoles en la mayor parte de los casos impunes, para no complicar más las cosas. Esto creaba una situación insoportable para la oficialidad, sin aclarar por ello en nada la situación de los soldados.
Muchos oficiales combativos, que tomaban en serio la suerte del ejército, insistían en la necesidad de hacer una limpia general de mando: según ellos, sin esto no se podía ni siquiera pensar en restablecer la capacidad combativa del ejército. Los soldados presentaban a los diputados de la Duma argumentos no menos convincente. Antes, cuando se sentían ofendidos, tenían que dirigirse a unos superiores que, habitualmente, no hacían caso alguno de sus quejas. ¿Y ahora? Si los superiores siguen siendo los mismos de antes, la suerte que sigan sus reclamaciones serán la misma. «Era muy difícil contestar a esta pregunta» -reconoce un diputado-. Eta cuestión tan simple atañía a todo el destino del ejército y predeterminaba su porvenir.
No vayamos a creer que las relaciones dentro del ejército eran las mismas en toda la extensión del país, en todas las armas y en todos los regimientos. No, reinaba una heterogeneidad muy considerable. Si los marineros de la escuadra del Báltico acogieron las primeras noticias de la revolución tomando represalias contra los oficiales, allí, al lado mismo, en la guarnición de Helsingfors, los oficiales seguían ocupando todavía a principios de abril puestos dirigentes en el soviet de soldados, y, en las grandes solemnidades, hablaba en nombre de los socialistas revolucionarios un imponente general. Estos contrastes de odio y credulidad abundaban no poco. Pero así y todo, el ejército seguía siendo algo así como un sistema de vasos comunicantes, y el estado de espíritu político de los soldados y marineros tendía a alcanzar el mismo nivel.
La disciplina fue manteniéndose mal o bien mientras los soldados confiaban en la implantación de medidas prontas y decididas. «Pero cuando los soldados vieron -según cuenta un delgado del frente- que todo seguía como antes, que persistían el mismo yugo, la misma esclavitud, la misma ignorancia y el mismo escarnio, empezaron los desórdenes.» La naturaleza, a la cual no se le ha ocurrido armar de jorobas a una gran parte de la humanidad, tuvo, en cambio, la ocurrencia de dotar de sistema nervioso a los soldados. Las revoluciones vienen a recordar, de tarde en tarde, este doble descuido de la naturaleza.
Tanto en el interior como en el frente, cualquier bagatela desencadenaba fácilmente un conflicto. Se había concedido a los soldados derecho a frecuentar libremente «igual que todos los ciudadanos», los teatros, mítines, conciertos, etc. Muchos soldados interpretaban esta disposición como el derecho de asistencia gratuita a los teatros. El ministro les explicaba que había que interpretar la «libertad» en un sentido teórico. Pero las masas populares sublevadas no han manifestado nunca una gran inclinación hacia el platonismo ni hacia el kantianismo.
El tejido, ya muy desgastado, de la disciplina se fue rompiendo, a lo primero poco a poco, en diferentes puntos, en diferentes guarniciones y regimientos. Muchas veces, el comandante se imaginaba que, en su regimiento o división, todo había marchado bien, hasta la llegada de los periódicos o de un propagandista. En realidad, se estaba efectuando un proceso paciente de fuerzas subterráneas e inexorables.
El diputado liberal Januschkevich trajo del frente la impresión de que donde la desorganización alcanzaba un grado mayor era en los regimientos «verdes», aquellos en que abundaban los campesinos. «Los regimientos más revolucionarios conviven muy bien con los oficiales.» En realidad, donde se mantuvo más tiempo la disciplina fue en los dos polos: en la Caballería privilegiada, compuesta de campesinos acomodados, y en la Artillería y, en general, en las fuerzas técnicas, con un tanto por ciento elevado de obreros e intelectuales. Los que más resistieron fueron los cosacos-propietarios, que temían a la revolución agraria, en que la mayoría de ellos tenía que perder. Algunas fuerzas cosacas fueron, incluso después de la revolución, más de una vez, instrumentos de represión. Pero así y todo, la diferencia residía únicamente en la mayor o menor rapidez con que se efectuaba el proceso de descomposición.
En esta lucha sorda había sus flujos y reflujos. Los oficiales intentaban adaptarse a la nueva situación. Los soldados tornaban a confiar. Pero, a la vuelta de estas crisis y depresiones temporales, de los días y semanas de armisticio, el odio social, que descomponía el ejército del antiguo régimen, iba adquiriendo una tensión cada vez mayor, que estallaba muchas veces con fulgores trágicos. En Moscú se reunió en uno de los circos una asamblea de soldado y oficiales inválidos. Uno de los oradores habló desde la tribuna, en tonos duros, de la oficialidad. Se armó gran ruido de protestas; los reunidos empezaron a golpear el suelo con las piernas, los bastones, las muletas. «¿Acaso hace tiempo, señores oficiales, que azotabais a los soldados con las vergas y el puño?» Heridos, contusionados, mutilados, se levantaban unos frente a otros, soldados inválidos contra oficiales inválidos, mayoría contra minoría, muletas contra muletas. En esta feroz escena desarrollada en un circo se contenía ya en germen la ferocidad de la guerra civil que se avecinaba.
Sobre todas las relaciones y contradicciones imperantes en el ejército, lo mismo que en el país, se cernía un problema que se encerraba en una palabra bien corta: la guerra. Desde el mar Báltico al mar Negro, desde el mar negro hasta el Caspio y más allá, hacia el fondo de Persia, en un frente inmenso, había regados sesenta y ocho cuerpos de Infantería y nueve de Caballería. ¿Qué se hará con ellos? ¿Cómo se resolverá el pleito de la guerra?
En los comienzos de la revolución, el ejército se había reforzado considerablemente, desde el punto de vista del suministro de armas y municiones. La producción interior para las necesidades de la guerra se había elevado, y, al mismo tiempo, se intensificaba el transporte de material de guerra, sobre todo de Artillería, enviado por los aliados sobre los puertos de Murmansk y Arkángel. Había una cantidad de fusiles, cañones, obuses, incomparablemente mayor que en los primeros años de la guerra. Se ampliaban las divisiones de Infantería y las intentaron posteriormente demostrar que Rusia se hallaba en vísperas de la victoria y que sólo la revolución lo había impedido. Doce años antes, Kuropatkin y Linievich afirmaban, basándose en los mismos motivos, que Witte les había impedido derrotar a los japoneses.
En realidad, a principios de 1917, Rusia se hallaba más lejos de la victoria que nunca. Paralelamente con el incremento de armas y municiones, se notaba en el ejército, a fines de 1916, una crisis aguda de productos alimenticios; el tifus y el escorbuto provocaban más víctimas que las batallas. La desorganización del transporte iba entorpeciendo cada vez más los movimientos de las tropas, lo cual bastaba para reducir a cero las combinaciones estratégicas que implicaban la movilización de las grandes masas de soldados. Por añadidura, la aguda crisis de caballos condenaba a menudo a la Artillería a la inmovilidad. Pero, así y todo, lo pero era la moral del ejercito, que se puede resumir así: el ejército como tal ya no existía. Las derrotas, las retiradas, la indignidad de los dirigentes, acabaron por desmoralizar completamente a las tropas. Y esto no había modo de corregirlo con ayuda de medidas administrativas, del mismo modo que no puede modificarse por medio de decretos el sistema nervioso del país. Los soldados miraban ahora los montones de obuses con la misma repugnancia que si fueran montones de carne llena de gusanos. Todo les parecía inútil, inservible, engaño y robo. Y el oficial no podía decirles nada convincente, ni se atrevía tampoco ya a ponerles la mano en la mejilla. El mismo se consideraba engañado por el viejo mando, a la par que se sentía culpable ante el soldado. El ejército estaba incurablemente enfermo, y únicamente era útil para decidir de la suerte de la revolución; pero para la guerra era como si no existiese. Y nadie creía ya en el triunfo; los oficiales tampoco, como los soldados. Ni el pueblo ni el ejército querían seguir combatiendo.
Claro está que en las altas esferas administrativas, donde la vida llevaba un ritmo peculiar, seguía hablándose, por la fuerza de la inercia, de grandes operaciones, de la ofensiva de primavera, de la ocupación de los estrechos turcos, etc. En Crimea, se preparaban incluso grandes fuerzas para acometer esta última empresa. Se decía que, con este fin, habían sido designados los mejores elementos del ejército. De Petrogrado enviaban fuerzas de la Guardia. Sin embargo, según cuenta un oficial que había iniciado la preparación de dichas fuerzas, el 25 de febrero, es decir, dos días antes de la revolución, todos estos elementos resultaron pésimos. En la indiferencia de aquellos ojos azules, castaños y grises no se leía el menor deseo de combatir... «Todos sus pensamientos, todas sus aspiraciones estaban concentrados en la paz.»
Testimonios de éstos, o parecidos, se conservan no pocos. La revolución no hizo más que poner al descubierto lo que se venía gestando de atrás. Por esto, el grito de: «¡Abajo la guerra!» fue uno de los que más resonaron durante las jornadas de Febrero. Este grito se oía en las manifestaciones de mujeres, lo lanzaban los obreros de Viborg y los soldados de los cuarteles de la Guardia.
Cuando los diputados recorrieron el frente, a principios de marzo, los soldados, sobre todo los que llevaban más tiempo de servicio, preguntaban invariablemente: «¿Y qué hay de la tierra?» Los diputados contestaban evasivamente que la cuestión agraria sería resuelta por la Asamblea constituyente. Entonces, surge una voz que revela un pensamiento general oculto: «¿Y para qué me sirve la tierra, si cuando me la den ya no existo? ¿Para qué la quiero entonces?» Tal era el programa de la revolución que alzaban en un principio los soldados: primero, la paz; después, la tierra.
En la asamblea de los soviets de toda Rusia, celebrada a fines de marzo, en la que hubo no poca fanfarronería patriótica, uno de los delegados, que representaba directamente a los soldados de los trincheras, expresó de un modo muy justo la manera como el frente había acogido la noticia de la revolución: «Todos los soldados dijeron: ¡Gracias a Dios, a ver si ahora tenemos pronto paz!» Las trincheras encargaron a su delegado que dijera al Congreso lo siguiente: «Estamos dispuestos a dar la vida por la libertad; pero, pase lo que pase, camaradas, queremos que se acabe la guerra.» Era la voz viva de la realidad, sobre todo en la segunda parte del mensaje. Si es necesario sufrir, sufriremos; pero que los de arriba se apresuren a negociar la paz.
Las tropas zaristas que se hallaban destacadas en Francia, es decir, en un medio completamente artificial para ellas, estaban movidas por los mismos sentimientos y seguían exactamente las mismas etapas de descomposición del ejército de su país. «Cuando oímos decir que el zar había abdicado -explicaba en el extranjero a un oficial un viejo soldado campesino analfabeto-, pensamos que esto quería decir que la guerra iba a acabarse... Al fin y al cabo, el zar era el que nos había mandado a la guerra... ¿Qué necesidad tengo yo de la libertad, si he de seguir pudriéndome en las trincheras?» Tal era la filosofía auténticamente revolucionaria de los soldados, innata y no imbuida: no hay agitador capaz de encontrar palabras tan simples y convincentes.
Los liberales y los socialistas semiliberales intentaban presentar la revolución como un levantamiento de carácter patriótico. El 11 de marzo, Miliukov decía a los periodistas franceses: «La revolución rusa se ha hecho para suprimir los obstáculos que se interponían en el camino de Rusia hacia la victoria.» Aquí, la hipocresía va asociada a la ilusión, aunque hay que suponer que en estas palabras hay más hipocresía que otra cosa.
Los reaccionarios declarados veían las cosas con más claridad. Von Struve, paneslavista de estirpe alemana, ortodoxo de procedencia luterana y monárquico de extracción marxista, fue el que puso al desnudo de un modo más acertado, aunque fuera en el lenguaje del odio reaccionario, las verdaderas raíces de la revolución. «La revolución, en la que participaron las masas populares y principalmente los soldados -decía Struve-, no era una explosión patriótica; la desmovilización espontánea iba dirigida concretamente contra la continuación de la guerra, es decir, se hacía para poner fin a ésta.»
Aunque la idea sea exacta, en esta palabras se encierra, sin embargo, una calumnia. En realidad, la desmovilización espontánea surgió de la guerra. La revolución no la creó; lo que hizo fue, por el contrario, contenerla. El movimiento de deserción, extraordinariamente acentuado en vísperas de la revolución, se atenuó en las primeras semanas que siguieron a ésta. El ejército esperaba. Confiando en que la revolución traería la paz, el soldado no se negaba a sostener el frente sobre sus hombros: de otro modo, tal vez, el nuevo gobierno -pensaba él- no podría concertar la paz.
«Los soldados -informa el 23 de marzo el jefe de la división de Granaderos- expresan de un modo inequívoco el parecer de que no debemos atacar, sino mantenernos a la defensiva.» Los informes militares y políticos repiten esta idea en distintos tonos. El teniente Krilenko, viejo revolucionario y futuro generalísimo bajo los bolcheviques, atestiguaba que, para los soldados, la cuestión de la guerra se resolvía en aquel tiempo en esta fórmula: «Mantener el frente, pero no atacar.» En un lenguaje más solemne y completamente sincero, esto significaba: defender la libertad.
«¡No se puede enterrar la bayoneta en el suelo!» En aquellos días, los soldados, bajo la influencia de impresiones confusas y muchas veces contradictorias, se negaban incluso a escuchar a los bolcheviques. Es posible que se les antojara, bajo la impresión de algunos discursos poco felices, que los bolcheviques no se preocupaban de la defensa de la revolución ni podían impedir que el gobierno concertase la paz. Los periódicos y los agitadores socialpatriotas se esforzaban en convencer de esto a los soldados; pero, aunque a veces no permitieran que los bolcheviques hablasen, los soldados rechazaron, desde los primeros días de la revolución, toda idea de ofensiva. A los políticos de la capital, esto les parecía un equívoco que se podía vencer ejerciendo sobre los soldados la presión necesaria. La agitación en favor de la guerra aumentaba en un grado extremo. La prensa burguesa explicaba en millones de ejemplares, a la luz de la guerra hasta el triunfo final, los fines de la revolución. Los colaboracionistas estimulaban esta propaganda, en un principio a media voz, y luego ya más audazmente. La influencia de los bolcheviques, muy tenue en el momento de la revolución, disminuyó más aún cuando millares de obreros mandados al frente por haber participado en huelgas, abandonaron las filas del ejército. De este modo, las aspiraciones de paz no encontraban expresión franca y clara allí donde más intensas eran: en el frente. Esta situación daba a los comandantes y comisarios que buscaban ilusiones consoladoras, la posibilidad de engañarse respecto a la verdadera situación. En los artículos y discursos de la época, es frecuente la afirmación de que los soldados, repudiaban la ofensiva pura y exclusivamente por una interpretación errónea de la fórmula «sin anexiones ni indemnizaciones». Los colaboracionistas se esforzaban en explicar que también las guerras puramente defensivas eran compatibles en la ofensiva y, en ocasiones, incluso la exigían. ¡Como si la cuestión versara realmente en torno a esta escolástica estratégica! Los soldados sabían que la ofensiva implicaba la reanudación de la guerra. La actitud expectante del frente equivalía a un armisticio. La teoría y la práctica adoptadas por los soldados respecto a la guerra defensiva eran una fórmula establecida de acuerdo con los alemanes, acuerdo en un principio implícito y luego explícito: «Dejadnos tranquilos, y nosotros os dejaremos tranquilos a vosotros.» El ejército no podía dar más a la guerra.
Los soldados se mostraban tanto menos propicios a dejarse arrastrar por las exhortaciones guerras cuanto que, bajo pretexto de preparar la ofensiva, la oficialidad reaccionaria intentaba, evidentemente, tomar en sus manos las riendas del poder. Entre los soldados empezó a circular y se generalizó la frase siguiente: «La bayoneta contra los alemanes; la culata contra el enemigo interior.» La bayoneta tenía, desde luego, una misión puramente defensiva. Los soldados de las trincheras no pensaban en la anexión de los Estrechos. Las aspiraciones de paz constituían una profunda corriente subterránea que no había de tardar en salir a la superficie.
Sin negar que ya antes de la revolución, se «notaban» en el ejército síntomas negativos, Miliukov se atrevió a afirmar, mucho tiempo después de la revolución, que el ejército era capaz de realizar los objetivos que la Entente le había asignado. «La propaganda bolchevista -escribía este personaje en funciones de historiador- no penetró inmediatamente en el frente. Durante el primer mes o mes y medio que siguió a la revolución el estado del ejército era sano.» todo el problema se enfoca desde el punto de vista de la propaganda, como si esto bastara para explicar el proceso histórico. Aparentando luchar contra los bolcheviques, a los cuales atribuye una fuerza mítica, Miliukov lucha, en realidad, contra los hechos. Ya hemos visto cuál era la verdadera situación del ejército. Veamos ahora cómo apreciaban los propios jefes su capacidad combativa en las primeras semanas y aun en los primeros días que siguieron a la revolución.
El 6 de marzo, el generalísimo del frente septentrional, general Ruski, comunica al Comité ejecutivo que se está manifestando una insubordinación completa de los soldados con respecto a los superiores; es necesario que se manden al frente elementos para tranquilizar al ejército.
El jefe del Estado Mayor de la escuadra del mar Negro dice en sus Memorias: «Desde los primeros días de la revolución, comprendí claramente que no era posible continuar la guerra y que ésta estaba perdida.» Según él, Kolchak opinaba lo mismo y, si seguía en su puesto de jefe del frente, sólo era para proteger a la oficialidad contra las violencias.
El conde Ignatiev, que ocupaba un puesto elevado en la Guardia, escribía en marzo a Nabokov: «Hay que hacerse a la idea de que la guerra está terminada, de que no podemos seguir combatiendo, y no combatiremos. Los hombres inteligentes deben buscar el modo de liquidar la guerra del mejor modo posible, pues de lo contrario se producirá una catástrofe...» También Guchkov dijo en aquel entonces a Nabokov que había recibido numerosísimas cartas concebidas en los mismos términos.
Las rarísimas opiniones aparentemente más favorables quedan casi todas desvirtuadas por las aclaraciones suplementarias. «El deseo d vencer de la tropa persiste -informa el jefe del segundo ejército, Danilov-, y en algunos regimientos incluso se ha acentuado.» Pero inmediatamente observa: «La disciplina decae... Convendría aplazar las acciones ofensivas hasta que la situación se normalice (de uno a tres meses).» Y siguen unas líneas inesperadas: «De los refuerzos sólo llegan el cincuenta por ciento; si siguen derritiéndose así y continúan en los sucesivo siendo tan indisciplinados, no se podrá confiar en el éxito de la ofensiva.»
«La división es completamente capaz de librar acciones defensiva», informa el valeroso general de la 51ª división de Infantería, e inmediatamente añade: «Es necesario librar al ejército de la influencia de los diputados soldados y obreros.» Sin embargo, esto no era tan fácil como parecía.
El jefe de la 182ª división informa al comandante del cuerpo: «Cada vez se producen con más frecuencia equívocos por cuestiones insignificantes en esencia, pero amenazadores por su carácter; cada vez es mayor la excitación nerviosa de los soldados, y, con mayor razón, de los oficiales.»
Hasta aquí, sólo se trata de testimonios dispersos, aunque numerosos. Pero he aquí que el 18 de marzo se celebra en el Cuartel general una conferencia del mando para examinar la situación del frente. Las conclusiones a que llegan los organismos administrativos centrales son unánimes: «En los meses próximos es imposible completar las fuerzas del frente en las proporciones necesarias, pues reina una gran fermentación en todos los regimientos de reserva. El ejército está pasando por una enfermedad. Probablemente no se conseguirá antes de dos o tres meses normalizar las relaciones entre los soldados y la oficialidad. (Los generales no comprendían que la enfermedad, lejos de decrecer, seguía progresando.) Por el momento, se nota algún decaimiento entre los oficiales, efervescencia en las tropas y numerosas deserciones. La capacidad combativa del ejército ha disminuido y es muy difícil contar con que la guerra pueda seguir adelante en el momento actual.» Conclusión: «Es inadmisible que actualmente se puedan llevar a la práctica las operaciones activas señaladas para esta primavera.»
Durante las siguientes semanas, la situación sigue empeorando rápidamente y los testimonios que lo abonan se multiplican sin cesar.
A fines de marzo, el general del 5º ejército, Dragomirov, escribía al general Ruski: «El espíritu bélico ha decaído. No sólo los soldados no tienen ningún deseo de atacar, sino que aun la facultad de mantenerse sencillamente a la defensiva ha disminuido, hasta el punto de poner en peligro los objetivos de la guerra... La política, que se ha extendido de poner en peligro los objetivos de la guerra... La política, que se ha extendido enormemente por todos los sectores del ejército... ha arrastrado a toda la masa de los soldados a no desear más que una cosa: que acabe la guerra y volverse a casa.»
El general Lukomski, una de las más firmes columnas de la reacción en el Cuartel general, descontento del nuevo orden de cosas, pasó a principios de la guerra a mandar un cuerpo de ejército, y, según él mismo nos cuenta, comprobó que la disciplina sólo seguía manteniéndose en los regimientos de Artillería y de Ingenieros, en los cuales había muchos oficiales y soldados de oficio: «Por lo que se refiere a las tres divisiones de Infantería, se estaban desmoronando por completo.»
Las deserciones, que disminuyeron después de la revolución bajo el signo de la esperanza, volvieron a aumentar bajo la presión del desencanto. Según el general Alexéiev, en la semana comprendida entre el 1 y el 7 de abril desertaron del frente septentrional y occidental cerca de ocho mil soldados. «Leo con gran asombro -escribía a Guchkov- informes de gente irresponsable sobre la «magnífica» moral del ejército. ¿Qué fines persiguen con esto? A los alemanes no conseguiremos engañarles, y, en cambio, para nosotros el engaño sería fatal.»
Conviene señalar que hasta ahora casi en ninguna parte se habla de los bolcheviques: la mayoría de los oficiales no se habían hecho aún a este extraño nombre. Cuando los informes hablan de las causas de la descomposición del ejército, señalan como tales a los periódicos, a los propagandistas, a los soviets, a la «política»; en una palabra, a la revolución de Febrero.
Aún había algunos jefes optimistas que confiaban en que todo se arreglaría. Había muchos más que cerraban deliberadamente los ojos ante los hechos para no causar disgustos a las nuevas autoridades. Y, a la inversa, un número considerable de jefes que exageraban conscientemente los síntomas de dsmoralización para obtener de las autoridades medidas decisivas que ellos, sin embargo, no podían o no se atrevían a llamar por su nombre. Pero el estado general del ejército, tal como lo dejamos señalado, es indiscutible. Al sobrevenir la caída del antiguo régimen, el ejército estaba enfermo y la revolución imprimió al irresistible proceso de su desmoronamiento formas políticas que fueron tomando poco a poco un carácter más implacablemente definido. La revolución llevó hasta sus últimas consecuencias no sólo las ansias apasionadas de paz, sino también la hostilidad de la masa de los soldados hacia el mando y las clases gobernantes en general.
A mediados de abril, Alexéiev informó personalmente al gobierno -al cual, por lo visto, no disimulaba- sobre el estado de espíritu del ejército. «Me acuerdo -dice Nabokov- del sentimiento de miedo y de desesperación que, al escuchar aquello, se apoderó de mí.» Hay que suponer que cuando se expuso este informe, que sólo pudo ser en las primeras seis semanas que siguieron a la revolución, estaría también presente Miliukov; lo más probable es que fuera precisamente él el que trajera a Alexéiev del frente, con el fin de asustar a sus colegas y por medio de ellos a sus amigos los socialistas. Guchkov sostuvo, efectivamente, después de esto, una conversación con los representantes del Comité ejecutivo. «Han empezado -se lamenta- las funestas fraternizaciones y se registran numerosos casos de insubordinación directa. Las órdenes superiores pasan previamente por el tamiz de las organizaciones del ejército y de los mítines. En algunos regimientos no quieren ni oír hablar de las operaciones activas... Cuando la gente confía en que mañana habrá paz -dice, no sin fundamento, Guchkov-, es imposible obligarla hoy a arriesgar la cabeza. De aquí, el ministro de la Guerra sacaba esta conclusión: hay que dejar de hablar de paz en voz alta. Y como precisamente la revolución había enseñado a la gente a decir en voz alta lo que antes se guardaba para sus adentros, esto equivalía a decir: hay que acabar con la revolución.
El soldado, naturalmente, no tenía deseo alguno, ya desde el primer día de la guerra, de morir ni de pelear. Pero se resistía a ello del mismo modo que el caballo de batería se resistía a arrastrar un cañón pesado por el barro. Lo mismo que el caballo, no creía que pudiera verse nunca libre de la carga que le habían echado encima. Entre su voluntad y los sucesos de la guerra no había ningún nexo. La revolución se lo descubrió. Para millones de soldados, ésta significaba el derecho a una vida mejor y, sobre todo, el derecho a la vida escueta, el derecho a proteger su existencia de las balas y los obuses y, a la par, a proteger su cara del puño del oficial. En este sentido, decíamos más arriba que el proceso sicológico sustancial que se estaba operando en el ejército consistía en el despertar de la personalidad. Las clases cultas creían ver una traición contra la nación en aquella irrupción volcánica de individualismo, que revestía muchas veces formas anárquicas. En realidad, en los actos turbulentos de los soldados, en sus protestas desmandadas, hasta en sus excesos sangrientos se estaba gestando sencillamente aquella nación que se creía traicionada, a base de unos materiales grises, impersonales y prehistóricos. El desbordamiento, tan odiado por la burguesía, del individualismo de la masas respondía precisamente al carácter de la revolución de Febrero, como revolución burguesa que era.
Pero no era éste su único contenido, pues en la revolución, además del campesino y de su hijo el soldado, participaba el obrero. Este hacía ya tiempo que sentía su personalidad, y había ido a la guerra no sólo odiándola, sino con la idea preconcebida de luchar contra ella, y la revolución no significaba para él, pura y simplemente, el hecho escueto de la victoria, sino también el triunfo parcial de sus ideas. El derrumbamiento de la monarquía era, para él, el primer peldaño, en el cual no se detenía, pues, una vez remontado, se apresuraba a lanzarse tras otros objetivos. Para él todo el problema estaba en saber hasta qué punto seguirían apoyándole en sus luchas el soldado y el campesino. «¿Para qué quiero yo la libertad -decía, repitiendo las palabras oídas al obrero a la puerta del teatro, al que no le daban acceso- si las llaves de la libertad las tienen en sus manos los señores?» A través del inmenso caos de la revolución de Febrero se veían resplandecer los rasgos acerados de la de Octubre.