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Publicada por primera vez, en traducción de Max Eastman, como The History of the Russian Revolution vols I-III, en Londres 1932-33. Digitalizado por Julagaray en julio de 1997, para la Red Vasca Roja, con cuyo permiso aparece aquí. Recodificado para el MIA por Juan R. Fajardo en octubre de 1999.
El organismo creado en el palacio de Táurida el 27 de febrero con el nombre de «Comité ejecutivo del Soviet de Diputados obreros» tenía, en el fondo, muy poco que ver con esta denominación que se asignaba. El Soviet de Diputados obreros de 1905, con el cual se inició el sistema, surgió de la huelga general como representante directo de las masas en lucha. Los caudillos de la huelga se convirtieron en diputados del Soviet. La selección de las personas que lo componían se hizo bajo el fuego. El órgano directivo fue elegido por el Soviet para la dirección ulterior de la lucha. Y fue el Comité ejecutivo de 1905 el que acaudilló y puso a la orden del día la insurrección.
La revolución de Febrero triunfó gracias a la sublevación de los regimientos, antes de que los obreros crearan los soviets. El Comité ejecutivo se constituyó por sí mismo, antes del Soviet, sin la intervención de las fábricas y de los regimientos, después del triunfo de la revolución. Nos hallamos en presencia de la iniciativa clásica de los radicales, que se quedan al margen de la lucha revolucionaria, pero se disponen a aprovecharse de sus frutos. Los caudillos efectivos de los obreros estaban aún en la calle, desarmando a los unos, armando a los otros, consolidando la victoria. Los mas perspicaces se inquietaron al recibir la noticia de que en el palacio de Táurida había surgido un Soviet de diputados obreros. De la misma manera que la burguesía liberal, en espera de la revolución palaciega que «se» iba a realizar, preparaba en otoño de 1916 un gobierno de reserva con el fin de imponérselo al nuevo zar en caso de éxito, los intelectuales radicales formaban un subgobierno de reserva propio al triunfar el movimiento de febrero. Y como todos ellos, por lo menos en el pasado, habían participado en el movimiento obrero y tendían a cubrirse con sus tradiciones, dieron a su engendro el nombre de «Comité ejecutivo del Soviet.» Era una de aquellas falsificaciones semideliberadas, semiinconscientes, de que está llena la historia, la de los alzamientos populares inclusive. Cuando los acontecimientos toman un giro revolucionario y se rompe la continuidad jurídica, las clases «cultas» que quieren llegar al poder se agarran de buena gana a los nombres y símbolos ligados con los recuerdos heroicos de las masas. Gustan de cubrir con el manto de la palabra la verdadera realidad de las cosas, sobre todo cuando esto responde a los intereses de las clases influyentes. La enorme autoridad conquistada por el Comité ejecutivo ya en el mismo día de constituirse se basa en la ficción de que venía a recoger la herencia del Soviet de 1905. El Comité, sancionado por la primera Asamblea caótica del Soviet, ejerció luego una influencia decisiva tanto en la composición de este último como en su política. Esta influencia era tanto más conservadora cuanto que ya no podía realizarse la selección natural de los representantes revolucionarios garantizada por la atmósfera candente de la lucha. La insurrección había pasado, todo el mundo estaba embriagado por el triunfo, la gente se disponía a organizar las cosas de un modo nuevo. Fueron necesarios meses enteros de nuevos conflictos y de lucha y de nuevas circunstancias, con las modificaciones personales resultantes de ello, para que los Soviets, que en un principio no era más que unos órganos que venían a coronar el triunfo después de la insurrección, se convirtiesen en órganos auténticos de lucha y de preparación de un nuevo alzamiento. Creemos necesario insistir en este aspecto de la cuestión con tanta mayor razón cuanto que hasta ahora se ha dejado en la sombra.
Pero no fueron sólo las condiciones en que aparecieron el Comité ejecutivo y el Soviet las que determinaron su carácter moderado y conciliador: había causas más profundas y permanentes que obraban en el mismo sentido.
En Petrogrado estaban concentrados más de ciento cincuenta mil soldados y por lo menos cuatro veces más obreros y obreras de todas las categorías. No obstante por cada dos delegados obreros había en el Soviet cinco soldados. Las normas de representación tenían un carácter extraordinariamente elástico. Todo se hacía para complacer a los soldados. Mientras que los obreros elegían un representante por cada mil electores, los pequeños destacamentos enviaban a menudo dos. El uniforme gris de los soldados se convirtió en el color dominante en el Soviet.
Pero aun entre los delegados civiles no todos eran elegidos por los obreros. Al Soviet fueron a parar no pocas personas por invitación individual, por protección o, sencillamente, gracias a sus intrigas; muchos abogados y médicos radicales, estudiantes, periodistas, que representaban a distintos grupos problemáticos, y que no pocas veces no tenían más mandante que sus propias ambiciones. Esta falsificación evidente del carácter del Soviet era tolerada de buen grado por los dirigentes, los cuales no veían inconveniente alguno en rebajar la esencia excesivamente fuerte de las fábricas y cuarteles con el jarabe tibio de la pequeña burguesía ilustrada. Muchos de estos elementos de aluvión, buscadores de aventuras, impostores y charlatanes habituados a la tribuna, apartaron durante mucho tiempo con sus codos a los obreros silenciosos y a los soldados indecisos.
Y si así ocurría en Petrogrado, no es difícil imaginarse lo que sería en provincias, donde el triunfo se obtuvo sin ningún género de lucha. Todo el país estaba lleno de soldados. Las guarniciones de Kiev, Helsingfors y Tiflis no eran numéricamente inferiores a la de Petrogrado; en Saratov, Samara, Tambov, Omsk se concentraban de sesenta a ochenta mil soldados; en Yaroslav, Yekaterinoslav, Yekaterinburg, unos sesenta mil y en otra serie de ciudades, cincuenta, cuarenta y treinta mil. En las distintas localidades la representación soviética no estaba organizada de un modo uniforme, pero los soldados gozaban en todas partes de una situación de privilegio. Políticamente, esto era fruto de la tendencia de los propios obreros a complacer en lo posible a los soldados. Los dirigentes hacían lo mismo con respecto a los oficiales. Además del número considerable de tenientes y sargentos, elegidos por los soldados, solía otorgarse, sobre todo en provincias, una representación especial a la oficialidad. Resultado de esto era que los elementos del ejército tuviesen en muchos soviets una mayoría aplastante. Las masas de soldados que no habían adquirido aún la fisonomía política propia marcaban, a través de sus representantes, la fisonomía de los soviets.
Toda representación entraña un germen de desproporción. Esta desproporción se acentúa de un modo muy especial a raíz de una revolución. En los primeros momentos, los diputados de los soldados, políticamente confusos, eran muchas veces elementos completamente ajenos a sus intereses y a los de la revolución, intelectuales y semiintelectuales de toda laya que se refugiaban en las guarniciones del interior y que, por este motivo, se manifestaban como patriotas extremos. Así se creó una divergencia entre el estado de espíritu de los cuarteles y el de los soviets. El oficial Stankievich, acogido por los soldados de su batallón sombría y recelosamente, habló con éxito en la sección de los soldados sobre el tema agudo de la disciplina. «¿Por qué en el Soviet -se preguntaba- el estado de espíritu es más suave y agradable que en el batallón?» Esta ingenua perplejidad atestigua una vez más lo difícil que resulta para los sentimientos auténticos de abajo abrirse paso hacia las alturas.
Sin embargo, ya a partir del 3 de marzo los mítines de soldados y obreros empiezan a exigir del Soviet que destituya inmediatamente al gobierno provisional de la burguesía liberal y se haga cargo del poder. Esta iniciativa parte, como tantas otras, de la barriada de Viborg. ¿Acaso podía haber una demanda más comprensible para las masas? Pero esta agitación no tardó en ser interrumpida, no sólo porque los defensores de la patria le opusieron una resistencia encarnizada, sino porque, y esto era lo peor, la dirección bolchevique ya en la primera mitad de marzo se inclinaba de hecho ante el régimen de la dualidad de poderes. Y, fuera de los bolcheviques, nadie podía plantear en toda su crudeza el problema de la toma del poder. Los militantes de Viborg tuvieron que batirse en retirada. Sin embargo, los obreros petersburgueses no tuvieron confianza ni un instante en el nuevo gobierno, ni lo consideraban como propio. Pero tenían la atención fija en el estado de espíritu de los soldados y se esforzaban en no oponerse de un modo excesivamente acentuado a estos últimos. Los soldados, que no hacían más que deletrear las primeras fases de la política, aunque, como buenos campesinos, no daban crédito a los señores, escuchaban atentamente a sus representantes, los cuales, a su vez, se inclinaban respetuosamente ante los prestigiosos prohombres del Comité ejecutivo. Por lo que a estos últimos se refiere, no hacían otra cosa que observar inquietos el pulso de la burguesía liberal. Y esta pulsación de abajo arriba era la que daba el tono... hasta nueva orden.
Sin embargo, el estado de espíritu de la masa brotaba a la superficie, y la cuestión del poder, retirada artificialmente, se reproducía una y otra vez, aunque en forma disimulada. «Los soldados no saben a quién escuchar», se lamentan las barriadas y las provincias, haciendo llegar de este modo hasta el Comité ejecutivo el descontento producido por la dualidad de poderes. Las delegaciones de las escuadras del Báltico y del mar negro declaran el 16 de marzo que sólo tomarán en cuenta al gobierno provisional en tanto que éste marche de acuerdo con el Comité ejecutivo. En otros términos, que no están dispuestos a tomarle en cuenta para nada. Esta nota va acentuándose de un modo cada vez más insistente. «El ejército y la población sólo deben someterse a las disposiciones del Soviet», decide el regimiento de reserva 172, e inmediatamente formula el teorema inverso: «No hay que someterse a las disposiciones del Soviet, que se hallen en contradicción con las del gobierno provisional.» El Comité ejecutivo sancionaba este estado de cosas, a la par con un sentimiento de satisfacción y de inquietud. El gobierno lo soportaba rechinando los dientes. Tanto al uno como al otro, no les quedaba más recurso que aguantarse.
Ya a principios de marzo, surgen soviets en todas las ciudades y centros industriales importantes, desde donde, en el transcurso de las semanas próximas, se extienden por todo el país. Las aldeas no empiezan a seguir este camino hasta abril y mayo. En un principio, es casi siempre el ejército quien habla en nombre de los campesinos.
El Comité ejecutivo del Soviet de Petrogrado adquirió, naturalmente, una significación nacional. Los demás soviets imitaron a la capital, y, uno tras otro, fueron tomando acuerdos sobre el apoyo condicional que había de prestarse al gobierno provisional. Si bien en los primeros meses las relaciones entre el Soviet de Petrogrado y los de provincias se desarrollaban sin conflictos ni desavenencias de monta, la situación dictaba la necesidad de una organización nacional. Un mes después del derrumbamiento de la autocracia, fue convocada la primera asamblea de soviets, a la cual acudió una representación incompleta y unilateral. Y aunque de las ciento ochenta y cinco organizaciones representadas, los dos tercios estaban compuestos de soviets locales, se trataba principalmente de soviets de soldados; con los representantes de las organizaciones del frente, los delegados militares, principalmente los oficiales, tenían una aplastante mayoría. Se pronunciaron discursos sobre la guerra hasta el triunfo final, y resonaron gritos contra los bolcheviques, a pesar de la conducta más que moderada seguida por estos últimos. La Asamblea completó con dieciséis representantes conservadores de provincias el Comité ejecutivo, legitimando así su carácter nacional.
El ala derecha se reforzó aún más. En lo sucesivo, se asustará con frecuencia a los descontentos con las provincias. Las normas acordadas ya el 14 de marzo sobre la composición del Soviet de Petrogrado, casi no se llevaron a la práctica. Al fin y al cabo, no era el Soviet local el que decidía, sino el Comité ejecutivo nacional. Los jefes oficiales ocupaban una posición casi inviolable. Las resoluciones más importantes se tomaban en el Comité ejecutivo, o, por mejor decir, en su núcleo dirigente, después de un acuerdo previo con el núcleo del gobierno. El Soviet quedaba al margen. Era considerado como una especie de mitin: «No es ahí, no es en las Asambleas generales donde se hace la política, y todos esos plenos no tienen decididamente ningún valor práctico.» (Sujánov). Estos árbitros de los destinos históricos hinchados de suficiencia, entendían, por lo visto, que los soviets, una vez que les habían confiado la dirección de la política, y todos esos plenos no tienen decididamente ningún valor práctico.» (Sujánov.) Estos árbitros de los destinos históricos hinchados de suficiencia, entendían, por lo visto, que los soviets, una vez que les habían confiado la dirección de la política, habían cumplido con su misión. El próximo porvenir se encargará de demostrar que no era así. La masa es muy paciente; pero, así y todo, no es una arcilla con la cual se pueda hacer lo que se quiera. Además, en las épocas revolucionarias aprende principalmente. En esto consiste precisamente la principal virtud de la revolución.
Para comprender mejor el desarrollo sucesivo de los acontecimientos hay que detenerse un momento a trazar la característica de los dos partidos que desde el principio de la revolución formaron estrecho bloque, dominando en los soviets, en los municipios democráticos, en los Congresos de la llamada democracia revolucionaria y llevando incluso una mayoría, que, por lo demás, se iba derritiendo a cada paso, a la Asamblea constituyente, último resplandor de su fuerza agonizante, como el resplandor de ocaso en la cima de una montaña iluminada por el sol poniente.
La burguesía rusa había venido al mundo demasiado tarde para ser democrática. La democracia rusa, impulsada por este mismo motivo, considerábase socialista. La ideología democrática se había agotado irremediablemente en el transcurso del siglo XIX. En los albores del siglo XX, los intelectuales radicales, si querían tener acceso a la masa, necesitaban presentarse a ella con un barniz socialista. Tal fue la causa histórica general que determinó la creación de dos partidos intermedios: los mencheviques y los socialistas revolucionarios, cada uno de los cuales tenía, sin embargo, su genealogía y su ideología propias.
Las ideas de los mencheviques se formaron sobre la base del sistema marxista. Como consecuencia del atraso histórico de Rusia, el marxismo no fue aquí, en un principio, tanto una crítica de la sociedad capitalista como una justificación fundamentada de la inevitabilidad del desarrollo burgués del país. La historia utilizó astutamente, cuando tuvo necesidad de ello, una teoría castrada de la revolución proletaria, valiéndose de ella para europeizar, con espíritu burgués, a vastos sectores de la intelectualidad, narodniki. A los mencheviques, que constituían el ala izquierda de la intelectualidad burguesa les fue reservado un papel importante en este proceso. Su misión consistió en atar a aquella intelectualidad los sectores más moderados de la clase obrera, atraídos por la actuación legal en la Duma y en los sindicatos.
Por el contrario, los socialrevolucionarios combatían teóricamente al marxismo, aunque en parte se dejaran influir por él. Se consideraban como el partido llamado a realizar la alianza entre los intelectuales, los obreros y los campesinos, bajo los auspicios, evidentemente, de la razón crítica. En el terreno económico, sus ideas representaban una mezcla indigesta de formaciones históricas diversas, que reflejaban las condiciones contradictorias de la existencia de los campesinos en un país que evolucionaba rápidamente hacia el capitalismo. Los socialrevolucionarios se imaginaban que la futura revolución no sería ni burguesa ni socialista, sino «democrática»: ellos reemplazaban el contenido social por una fórmula política. Por consiguiente, este partido se trazaba una senda, que pasaba entre la burguesía y el proletariado, y se asignaba el papel de árbitro entre las dos clases. Después de febrero, parecía a primera vista que los socialrevolucionarios se habían acercado mucho a la posición a que aspiraban.
Ya desde la época de la primera revolución tenía este partido raíces entre la clase campesina. En los primeros meses de 1917, toda la intelectualidad rural se asimiló la fórmula tradicional de los narodniki: «Tierra y libertad.» A diferencia de los mencheviques, que habían sido siempre un partido puramente urbano, los socialrevolucionarios habían hallado, al parecer, un punto de apoyo de una potencia extraordinaria en el campo. Es más, dominaban incluso en las ciudades: en los soviets, a través de las secciones de soldados, y en los primeros municipios democráticos, en los cuales tenían mayoría absoluta de votos. La fuerza del partido parecía ilimitada. En realidad, no era más que una aberración política. El partido por el cual vota todo el mundo, excepto la minoría que sabe por quién vota, no es un partido, del mismo modo que el lenguaje en que hablan los niños en todos los países no es el idioma nacional. El partido de los socialrevolucionarios aparecía como la solemne denominación de todo lo que había de incipiente, de informe y de confuso en la revolución de febrero. Todo aquel que no hubiese heredado de su pasado prerrevolucionario motivos suficientes para votar por los kadetes o los bolcheviques, votaba por los socialrevolucionarios. Los kadetes se movían en el círculo cerrado de los grandes industriales y terratenientes. Los bolcheviques eran aún poco numerosos, incomprensibles, suscitaban incluso miedo. Votar por los socialrevolucionarios era votar por la revolución en general, y no obligaba a nada. En las ciudades, la adhesión a este partido significaba la tendencia de los soldados a acercarse a un partido que defendía a los campesinos, la tendencia de la parte atrasada de los obreros a estar al lado de los soldados, la aspiración de las gentes humildes de la ciudad a no separarse de los soldados y campesinos. En este período, el carnet de socialrevolucionario era un certificado provisional que daba derecho a entrar en las instituciones de la revolución y que conservó su fuerza hasta que fue sustituido por otro carnet un poco más serio. No en vano se decía, hablando de este gran partido, que lo englobaba todo, que no era más que un inmenso cero.
Ya desde la primera revolución los mencheviques sostenían la necesidad de aliarse con los liberales, como consecuencia del carácter burgués de la revolución, y colocaban esta alianza por encima de la colaboración con los campesinos, a los cuales consideraban como a aliados poco seguros. Los bolcheviques, por el contrario, basaban toda la perspectiva de la revolución en la alianza del proletariado con los campesinos contra la burguesía liberal. Como quiera que los socialrevolucionarios se consideraban, ante todo y sobre todo, como el partido de los campesinos, parece a primera vista que había esperanzas que de la revolución saliese la alianza de los bolcheviques con los narodniki por contraposición al bloque de los mencheviques con la burguesía liberal. En realidad, la revolución de Febrero estructura las fuerzas a la inversa. Los mencheviques y los socialistas revolucionarios actúan estrechamente unidos, y completan esta alianza mediante el bloque pactado con la burguesía liberal. Los bolcheviques se encuentran completamente aislados, en el campo oficial de la política.
Este hecho, inexplicable a primera vista, es completamente lógico. Los socialistas revolucionarios no eran un partido campesino, a pesar de la simpatía que en el campo despertaban sus consignas. El núcleo del partido, el que determinaba su política efectiva y daba al gobierno ministros y funcionarios, se hallaba mucho más ligado a los círculos liberales y radicales de la ciudad, que a las masas de campesinos insurreccionados. Este núcleo dirigente, que se había dilatado enormemente, gracias a la afluencia de arribistas, estaba mortalmente asustado ante las proporciones tomadas por el movimiento campesino, que avanzaba tremolando las consignas de los socialrevolucionarios. Los narodniki de nuevo cuño sentían, naturalmente, gran simpatía por los campesinos; lo que no veían con buenos ojos eran el «gallo rojo»1. El terror de los socialrevolucionarios ante el campo en armas, era paralelo al terror de los mencheviques ante el avance revolucionario del proletariado; en su conjunto, el miedo de los «demócratas» era el reflejo del peligro completamente fundado que representaba el movimiento de los oprimidos para las clases poseedoras, englobadas en el campo único de la reacción burguesa y terrateniente. El bloque de los socialrevolucionarios con el gobierno del terrateniente Lvov señaló la ruptura con la revolución agraria, del mismo modo que el bloque de los mencheviques con los industriales y banqueros tipo Guchkov, Terecheko y Konovalov, equivalía a su ruptura con el movimiento proletario. En estas condiciones, la alianza de los mencheviques y socialrevolucionarios no significaba la colaboración en el gobierno del proletariado y los campesinos, sino, por el contrario, la coalición gubernamental de unos partidos que habían roto con el proletariado y los campesinos en aras del bloque con las clases poseedoras.
De lo dicho se deduce con toda claridad hasta qué punto era ficticio el socialismo de esos dos partidos democráticos; lo cual no quiere decir, ni mucho menos, que su democratismo fuese real y efectivo. Todo lo contrario, precisamente, porque era el suyo un democratismo caquéxico, necesitaba cubrirse con la máscara socialista. El proletariado ruso luchaba por la democracia, en un antagonismo irreconciliable con la burguesía liberal. Los partidos democráticos, coaligados con la burguesía liberal, tenían que entrar inevitablemente en pugna con el proletariado. He aquí la raíz social de la encarnizada lucha que más tarde había de librarse entre los colaboracionistas y los bolcheviques.
Reduciendo los procesos que dejamos esbozados a su mecánica externa de clase, de la cual, naturalmente, no se daban perfecta cuenta los afiliados ni aun los dirigentes de los dos partidos colaboracionistas, obtenemos sobre poco más o menos, el siguiente deslinde de funciones históricas. La burguesía liberal no era necesaria para el desarrollo burgués. De la gran burguesía se separan dos destacamentos, formados por sus hermanos menores y sus hijos. Uno de estos destacamentos fue enderazado hacia los obreros, el otro hacia los campesinos, a quienes intentaban atraerse, respectivamente, pugnando por demostrarles de un modo sincero y caluroso que eran socialistas enemigos de la burguesía. De este modo adquirieron un ascendiente efectivo sobre el pueblo. Pero pronto los efectos de sus ideas llegaron más allá de donde a ellos les convenía. La burguesía vio que se acercaba un peligro mortal y dio la señal de alarma. Las dos filiales que se habían separado de ella, los mencheviques y los socialrevolucionarios, respondieron unánimemente al llamamiento de sus mayores. Saltando por encima de las viejas desavenencias, se pusieron en estrecho contacto y, volviéndose de espaldas a las masas, corrieron en auxilio de la sociedad burguesa amenazada.
La inconsistencia y la mezquindad de los socialrevolucionarios, causa asombro, aun comparada con los mencheviques. Los bolcheviques los consideraron en todos los momentos álgidos, sencillamente, como kadetes de tercera categoría. Por su parte, los kadetes de tercera categoría. Por su parte, los kadetes los trataban como a bolcheviques de tercera clase. La segunda categoría les correspondía, en uno y otro caso, a los mencheviques. La inconsistencia de la base y el carácter indefinido de la ideología determinaron la selección personal congruente: todos los jefes socialrevolucionarios se distinguían por su superficialidad, su falta de concreción y su sentimentalismo estéril. Sin exageración puede decirse que cualquier bolchevique de filas daba pruebas de más perspicacia política, es decir, de mayor percepción para las relaciones entre las clases, que los jefes socialrevolucionarios de mayor reputación.
Faltos de criterios sólidos, los socialrevolucionarios propendían a los imperativos éticos. Huelga decir que estas pretensiones morales no eran obstáculo para que en la gran política manifestasen todas esas pequeñas astucias y bribonerías tan características, en general de los partidos intermedios sin base consistente, sin doctrina clara y sin un auténtico eje moral.
En el bloque de los mencheviques y socialrevolucionarios, el puesto dirigente correspondía a los mencheviques, a pesar de que los socialrevolucionarios tenían una superioridad numérica indiscutible. En este reparto de papeles se manifestaba, a su manera, la hegemonía de la ciudad sobre el campo, el predominio de la pequeña burguesía urbana sobre la rural, y, finalmente, la superioridad ideológica de la intelectualidad «marxista» sobre la que no profesaba la sociología puramente rusa y ostentaba orgullosa la pobreza de la vieja historia del país.
En las primeras semanas que siguieron a la revolución, ninguno de los partidos de izquierda, como ya sabemos, tenía en la capital un auténtico cuadro dirigente. Los jefes universalmente reconocidos de los partidos socialista se hallaban todos en la emigración. Los jefes de segunda fila estaban en camino, desde el Extremo Oriente a la capital. Esto obligaba a los dirigentes interinos de todos los grupos a mantener un estado de espíritu circunspecto y expectante que les acercaba. Durante esas semanas, ninguno de los grupos dirigentes desarrolló sus pensamientos hasta sus últimas consecuencias. La lucha de los partidos en el Soviet tenía un carácter extremadamente pacífico: diríase que se trataba de matices en el interior de una misma «democracia revolucionaria». Es cierto que al volver Tsereteli de la deportación (19 de marzo), el rumbo soviético dio un recio viraje a derecha, proa a la responsabilidad directa por el poder y por la guerra. También los bolcheviques, a mediados de marzo, bajo el influjo de Kámenev y de Stalin, que acababan de llegar de la deportación, se orientaron marcadamente hacia la derecha de modo que la distancia entre la mayoría soviética y la oposición de izquierda era acaso menor a principios de abril que a principios de marzo. La verdadera diferenciación empezó un poco más tarde: incluso se puede precisar la fecha: fue el 4 de abril, al día siguiente de llegar Lenin a Petrogrado.
El partido de los mencheviques tenía al frente de sus distintas tendencias a una serie de figuras preeminentes, pero no disponía ni de un solo jefe revolucionario. La extrema derecha, acaudillada por los viejos maestros de la socialdemocracia rusa, Pléjanov, Vera Zasulich y Deutch, ya había adoptado una actitud patriótica bajo la autocracia. En vísperas a la revolución de febrero, Plejánov, que había degenerado lamentablemente, escribía en un periódico americano que las huelgas y otras formas de lucha de los obreros en Rusia eran, en aquellos instantes, un crimen. Los sectores más extensos de los viejos mencheviques, entre los que figuraban hombres como Mártov, Dan y Tsereteli, se consideraban adscritos a las tendencias de Zimmerwald y declinaban toda responsabilidad por la guerra. Pero el internacionalismo de los mencheviques de izquierda, lo mismo que el de los socialrevolucionarios izquierdistas, encubría en la mayor parte de los casos, un oposicionismo democrático. La revolución de Febrero reconcilió a la mayoría de esos «zimmerwaldianos» con la guerra, en la cual veían ahora la defensa de la revolución. El que de un modo más decidido abrazó este camino fue Tsereteli, que arrastró consigo a Dan. Martov, que al estallar la guerra se hallaba en Francia y que no llegó del extranjero hasta el 9 de mayo, no podía dejar de ver que sus correligionarios de ayer retornaban después de la revolución de Febrero a la misma posición de que habían partido Guesde, Sembat y otros, en 1914, cuando tomaron sobre sus hombros la defensa de la república burguesa contra el absolutismo germánico. Mártov, que se hallaba al frente del ala izquierda de los mencheviques y que no había conseguido representar ningún papel importante en la revolución, mantenía una actitud de oposición frente a la política de Tsereteli y Dan, impidiendo, al mismo tiempo, que los menchevique de izquierda se acercasen a los bolcheviques. El portavoz del menchevismo oficial era Tsereteli, al que seguía indudablemente la mayoría del partido. Los partidos prerrevolucionarios se aliaron sin dificultad con los patriotas de Febrero. Sin embargo, Plejánov tenía su grupo propio, un grupo completamente chauvinista, que se hallaba fuera del partido y aun del Soviet. La fracción de Mártov, que no llegó a salirse del partido, no tenía periódico propio, como tampoco tenía política propia. Como siempre, durante los grandes acontecimientos históricos, Mártov se desconcertaba y se perdía en el vacío. Lo mismo en 1917 que en 1905, la revolución apenas se apercibió de que existía este hombre preeminente.
Casi automáticamente, fue nombrado presidente del soviet de Petrogrado y luego del Comité Central Ejecutivo, el que lo era de la fracción menchevique de la Duma, Cheidse, quien en el cumplimiento de su deberes se esforzaba en poner a contribución todas las reservas de su inteligencia, cubriendo su constante falta de confianza en sí mismo con chanzas superficiales. La Georgia montañosa, país del sol, de los viñedos, de los campesinos y de los pequeños aristócratas, con un reducido tanto por ciento de obreros, había ido formando un amplio sector de intelectuales de izquierda, ágiles, con temperamento, pero que en su aplastante mayoría no se habían remontado sobre el horizonte pequeño burgués. Georgia envió diputados mencheviques a las cuatro Dumas, y en las cuatro fracciones sus diputados desempeñaron el papel de prohombres. Georgia se convirtió en la Gironda de la revolución rusa. A los girondinos del siglo XVIII se les acusaba de federalismo; los girondinos de Georgia, empezando por la defensa de la Rusia una e indivisible, acabaron en el separatismo.
La figura más preeminente de la Gironda georgiana era, indudablemente, el ex diputado de la segunda Duma, Tsereteli, que, inmediatamente de regresar de la deportación, se puso al frente no sólo de los mencheviques, sino de toda la mayoría soviética de aquel entonces. Tsereteli, que no era un teórico, ni siquiera un periodista, pero sí un orador eminente, era un radical de tipo meridional francés, que hubiera vivido como el pez en el agua en un régimen de rutina parlamentaria. Pero había nacido en una época revolucionaria y en su juventud se había intoxicado con una dosis de marxismo. Desde luego, de todos los mencheviques era el que manifestaba un mayor empuje frente a la marcha de la revolución y una tendencia mayor a atar los cabos. Precisamente por eso contribuyó más que otros al fracaso del régimen de Febrero. Cheidse se sometía por entero a Tsereteli, aunque había momentos en que le asustaba su rectilínea lógica doctrinaria, que tanto acercaba al presidiario revolucionario de ayer a los representantes conservadores de la burguesía.
El menchevique Skobelev, que debía su popularidad a su condición de diputado de la última Duma, producía, y no sólo por su aspecto juvenil exterior, la impresión de un estudiante que desempeñara el papel de hombre de Estado en una representación familiar. Skobelev se especializó en la represión de los «excesos», en la liquidación de los conflictos locales y, en general, en la labor de ir tapando los agujeros del poder dual, hasta que fue incluido en el gobierno de coalición de mayo con el desventurado papel de ministro del Trabajo.
La figura más influyente entre los mencheviques era Dan, viejo militante del partido, considerado siempre como la segunda figura después de Mártov. Si el menchevismo estaba impregnado de las costumbres y el espíritu de la socialdemocracia alemana de la época de la decadencia, Dan parecía sencillamente un miembro del Comité del partido alemán, algo así como un Ebert de menos categoría. Un año después, el Dan alemán practicaba con éxito, en su país, la política que pretendiera practicar, con poca fortuna, el Ebert ruso. Pero las causas del éxito de aquél y del fracaso de éste, no deben buscarse en las personas, sino en las circunstancias.
Si en la orquesta de la mayoría del soviet Tsereteli llevaba la batuta, Liber tocaba el clarinete con toda la fuerza de sus pulmones y los ojos inyectados de sangre. Liber era un menchevique de la Unión Obrera judía (Bund), con un pasado revolucionario, hombre sincero, de gran temperamento, muy elocuente, muy limitado y que se desvivía por aparecer como un patriota inflexible y un hombre de Estado férreo. Profesaba un odio mortal a los bolcheviques.
La falange de los líderes mencheviques puede cerrarse con el ex bolchevique de la extrema izquierda Voitinski, figura prestigiosa de la primera revolución, condenado a trabajos forzados y que en marzo rompió con el partido, con motivo de su actitud patriótica. Al afiliarse a los mencheviques, Voitinski se convirtió, como era de rigor, en un tragabolcheviques profesional. No le faltaba más que el temperamento para igualar a Liber en su furor contra sus ex correligionarios.
El Estado Mayor de los narodniki era tan poco homogéneo como el de los mencheviques, pero mucho menos valioso y relevante. Los llamados socialistas populares, que constituían la extrema derecha, estaban capitaneados por el viejo emigrante Chaikovski, que igualaba a Plejánov por su chauvinismo, pero sin tener ni su talento ni su pasado. A su lado se hallaba la anciana Brechskovskay, a quien los socialrevolucionarios llamaba «la abuela de la revolución rusa», y que aspiraba celosamente a convertirse en la madrina de la contrarrevolución. El anarquista Kropotkin, anciano ya y que en su juventud había tenido una cierta debilidad por los narodniki, se aprovechó de la guerra para desautorizar lo que había enseñado en el transcurso de casi medio siglo: el negador del Estado se convirtió en un entusiasta abogado de la Entente, y si combatía el poder dual ruso no era precisamente en nombre de la anarquía, sino reclamando todos los poderes para la burguesía. Pero estos ancianos representaban un papel más bien decorativo, si bien corriendo el tiempo, durante la guerra contra los bolcheviques, Chaikovski había de acaudillar uno de los gobiernos blancos sostenidos por Churchill.
Ocupaba el primer lugar entre los socialrevolucionarios Kerenski, hombre que carecía totalmente de pasado como militante del partido. En nuestra exposición tropezaremos más de una vez con esta figura providencial, cuya fuerza e el período de la dualidad de poderes consistía en personificar las debilidades del liberalismo aliadas con las de la democracia. Su incorporación formal al partido de los socialrevolucionarios no hizo variar la actitud despectiva de Kerenski con respecto a todos los partidos: Kerenski se consideraba el elegido directo de la nación. No olvidamos que también el partido había dejado de ser, en aquellas horas, un partido, para convertirse en un grandioso cero nacional, que encontró su jefe adecuado en Kerenski.
Chernov, futuro ministro de Agricultura y luego presidente de la Asamblea constituyente, era, indudablemente, la figura más representativa del viejo partido socialrevolucionario y no en balde se le consideraba como su inspirador, teórico y jefe. Hombre de conocimientos considerables, pero no articulados en unidad, leído más que ilustrado, Chernov tenía siempre a mano una serie inacabable de extractos, adaptables a cada caso, que tuvieran impresionada durante mucho tiempo la imaginación rusa, sin enseñarle gran cosa. Sólo había una cuestión para la que este jefe elocuente no tenía respuesta: a quién conducía y a dónde. Las fórmulas eclécticas de Chernov, sazonadas con moralejas y poesías, congregaron durante algún tiempo a un público heterogéneo, que en los momentos críticos vacilaba siempre entre los distintos derroteros. Se explica que Chernov opusiera sus métodos de formación de un partido al «sectarismo» de un Lenin.
Chernov llegó del extranjero cinco días después de Lenin: Inglaterra, después de muchas vacilaciones, le dejó atravesar por sus dominios. A los numerosos saludos con que fue recibido el Soviet, el jefe del mayor partido contestó con un extenso discurso, a propósito del cual Sujánov, que era socialrevolucionario a medias, se expresa así: «No sólo yo, sino muchos otros patriotas del partido socialrevolucionario, arrugaban el ceño y meneaban la cabeza, viendo el modo cómo hablaba, su extraña afectación declamando sin fin, con los ojos en blanco y sin decir nada concreto.» Toda la actuación de Chernov durante la revolución había de desenvolverse a tono con su primer discurso. Después de algunas tentativas para oponerse desde la izquierda a Kerenski y Tsereteli, Chernov, cohibido por todas partes, se rindió a discreción, se curó de su zimmerwaldismo de emigrado y entró en la Comisión de enlace, y más tarde en el gobierno de coalición. Nada de lo que hacía caía bien. En vista de esto, decidió adoptar una actitud inhibitoria. La abstención a la hora de votar se convirtió para él en la fórmula de su existencia política. Su prestigio, durante el período que va de abril a octubre, fue derritiéndose aún más rápidamente que las filas de su partido. A pesar de las diferencias que mediaban entre Chernov y Kerenski, que se odiaban mutuamente, ambos tenían sus raíces en el pasado prerrevolucioario, en la fragilidad de la vieja sociedad rusa, en aquella intelectualidad insulsa y pretenciosa que ardía en deseos de ilustrar, tutelar y proteger a las masas populares, pero que era absolutamente incapaz de percibir sus sentimientos, de comprenderlos y de aprender de ellos, y sin la cual no cabe verdadera política revolucionaria.
Avksentiev, exaltado por el partido a los puestos más elevados de la revolución -presidente del Comité ejecutivo de los diputados campesinos, ministro del Interior, presidente del Preparlamento-, representaba ya una verdadera caricatura de político: todo lo que se puede decir de él es que era un seductor maestro de gramática en el Instituto femenino de Orel. Verdad es que su actuación política era mucho peor intencionada que su persona.
Gotz desempeñó, aunque entre bastidores, un gran papel en la fracción de los socialrevolucionarios y en el núcleo dirigente del Soviet. Terrorista, perteneciente a una conocida familia revolucionaria, Gotz era menos pretencioso y más práctico que sus amigos políticos más cercanos, pero en su calidad de «práctico» se limitaba a las cuestiones de cocina, cediendo a los demás los grandes problemas. Hay que añadir, además, que no era ni orador ni escritor, y que su principal recurso era su prestigio personal, adquirido a costa de varios años de trabajos forzados.
Y con esto, quedan nombrados ya, en sustancia, todos los elementos dignos de ser mencionados entre los dirigentes narodniki. Les siguen figuras ya completamente fortuitas, como Filipovski, de quien nadie podía explicarse por qué se había elevado hasta las cimas mismas del Olimpo de Febrero; suponemos que desempeñaría un papel decisivo en esta carrera su uniforme de oficial de Marina.
Al lado de los jefes oficiales de los dos partidos dominantes en el Comité ejecutivo, había no pocos elementos aislados, que habían participado en los orígenes del movimiento en sus distintas etapas, hombres que mucho ante de la revolución se habían apartado de la lucha y que ahora después de volver precipitadamente a ella bajo las banderas de la revolución triunfante, no se apresuraban a someterse al yugo de ningún partido. En todas las cuestiones fundamentales, estos elementos seguían a la mayoría del Soviet. En los primeros tiempos desempeñaban incluso el papel directivo. Pero a medida que iban llegando del destierro y de la emigración los jefes oficiales, los sin partido quedaban relegados a segundo término; la política tomaba formas más definidas y los partidos iban recobrando sus derechos.
Los adversarios reaccionarios del Comité ejecutivo hicieron resaltar más de una vez, andando el tiempo, el hecho de que formaran parte de él muchos elementos racialmente alógenos: judíos, georgianos, letones, polacos, etc. Si bien en proporción con el total de los miembros del Comité ejecutivo estos elementos ocupaban un lugar preeminente en la Mesa, en las comisiones políticas, entre los ponentes, etc. Y como quiera que los intelectuales de las nacionalidades oprimidas, concentrados principalmente en las ciudades, llenaban abundantemente las filas revolucionarias, no tiene nada de sorprendente que la cifra de estos elementos fuera bastante considerable entre la vieja generación de red de revolucionarios. Su experiencia, aunque no siempre fuera de elevada calidad, les hacía insustituibles en el momento de elaborar nuevas formas sociales. Sin embargo, es completamente absurdo querer presentar la política de los soviets y la marcha de la revolución como un resultado de la invasión de estos elementos. Aquí, el nacionalismo pone de manifiesto una vez más su desprecio por la verdadera nación, es decir, por el pueblo, presentándole, en el período de su gran despertar nacional, como un simple instrumento en manos extrañas y advenedizas. ¿Por qué y cómo estos elementos extraños a la raza obtuvieron una fuerza tan milagrosa sobre millones de hombres? En realidad, lo que ocurre es que, en momentos de gran transformación histórica, la gran masa de la nación pone, a veces, a su servicio a los elementos que ayer eran todavía oprimidos, y que por esta razón se muestran más dispuestos a dar expresión a los nuevos fines. No es que los pueblos racialmente extraños conduzcan la revolución; lo que ocurre es que la revolución nacional se aprovecha de ellos. Así sucedió incluso durante las grandes reformas implantadas desde arriba. La política de Pedro I no dejó de ser nacional cuando, desviándose de su antiguo camino, puso a su servicio a los elementos alógenos y a los extranjeros. Los artífices del barrio alemán y los constructores holandeses de buques expresaban mejor, en aquel período, las necesidades del desarrollo nacional de Rusia que los popes rusos, descendientes no pocas veces de Grecia, o los boyardos moscovitas que se lamentaban tanto de la invasión de extranjeros, aunque ellos mismos descendiesen de los extranjeros que formaran el Estado ruso. En todo caso, la intelectualidad alógena de 1917 se enrolaba en los mismos partidos que la rusa, adolecía de los mismos defectos y cometía los mismos errores, con la particularidad de que los elementos racialmente extraños de los medios mencheviques y socialrevolucionarios, se distinguían por un celo especial, en lo que se refería a la defensa y a la unidad de Rusia.
Ésta era la faz que presentaba el Comité ejecutivo, órgano supremo de la democracia. Dos partidos que habían perdido las ilusiones, pero que conservaban los prejuicios, con un estado mayor de jefes incapaces de pasar de las palabras a los hechos. Veíanse colocados al frente de una revolución llamada a romper cadenas centenarias y a echar los cimientos de una nueva sociedad. Toda la actuación de los colaboracionistas fue una serie de contradicciones dolorosas, que dejaron exhaustas a las masas populares y prepararon las convulsiones de la guerra civil.
Los obreros, los soldados y los campesinos tomaban las cosas en serio y entendían que los soviets creados por ellos debían emprender inmediatamente la extirpación de las calamidades que habían engendrado la revolución. Todos acudían a los soviets. ¿Y quién no tenía algo de qué lamentarse? Todo el mundo exigía decisiones rápidas, confiaba en la ayuda, confiaba en la justicia, insistía en la revancha. Los oprimidos daban por sentado que el poder enemigo había sido reemplazado, al fin, por el suyo propio. El pueblo tiene confianza en el Soviet, está armado; por lo tanto, el Soviet es el poder. Así lo creían, y ¿acaso no tenían razón para creerlo? Una avalancha constante de soldados, de obreros, de mujeres de soldados, de pequeños vendedores, de empleados, de madres, de padres, abría y cerraba las puertas, buscaba, preguntaba, lloraba, exigía, obligaba a tomar medidas, a veces indicaba con precisión qué medidas debían tomarse y erigía, efectivamente, al Soviet en un poder revolucionario. «Esto no redundaba en provecho del Soviet, y no entraba, desde luego, en los planes del mismo», se lamentaba nuestro conocido Sujánov, que, como es natural, luchaba contra todo esto en la medida de sus fuerzas. ¿Con qué resultado? Sujánov se ve obligado a reconocer que «el aparato soviético fue desplazando automáticamente, contra la voluntad del soviet, a la máquina oficial del Estado, la cual funcionaba cada vez más en el vacío». ¿Qué hacían para evitarlo los doctrinarios de la capitulación, los conductores de esa máquina que funcionaba en el vacío? «No había más remedio que conformarse y hacerse cargo de toda una serie de funciones administrativas -reconoce melancólicamente Sujánov-, sosteniendo al mismo tiempo la ficción de que era el palacio de Marinski el que gobernaba.» He aquí a lo que se dedicaba aquella gente, en un país arruinado, sobre el que ardían las llamaradas de la guerra y de la revolución: salvaguardar con medias carnavalescas el prestigio de un gobierno que el pueblo rechazaba orgánicamente. ¡Que se hunda la revolución, pero que se salve la ficción! Al mismo tiempo, el poder que aquella gente expulsaba por la puerta volvía a entrar por la ventana, cogiéndolos cada vez más desprevenidos y colocándolos en una situación ridícula e indecorosa.
Ya en la noche del 28 de febrero, el Comité ejecutivo suprimió la prensa monárquica y no dejó publicarse más periódicos que los autorizados. Se levantaron numerosas protestas. Los que más alzaban la voz eran los que estaban acostumbrados a cerrar la boca a todo el mundo. Unos días después, el Comité ejecutivo hubo de plantear nuevamente la cuestión de la libertad de prensa: ¿Autorizaba o no la salida de los periódicos reaccionarios? Surgieron discrepancias de criterio. Los doctrinarios tipo Sujánov sostenían el de la absoluta libertad de prensa. Cheidse, en un principio, no se mostró de acuerdo con esto: ¿Cómo se iban a dejar las armas en manos de los enemigos mortales sin ninguna traba? Digamos de paso qu a nadie se le ocurrió someter la cuestión al gobierno. Y se comprende, pues hubiera sido inútil: los tipógrafos no acataban más disposiciones que las del Soviet. El 5 de marzo, el Comité ejecutivo confirmó el acuerdo: clausurar las publicaciones de derecha y someter al Soviet la salida de nuevos periódicos. Pero ya el día 10 esta decisión fue anulada bajo la presión de los elementos burgueses. «Bastaron tres días para que la gente entrara en razón», decía Sujánov, triunfante. ¡Entusiasmo infundado! La prensa no está por encima de la sociedad. Las condiciones de su existencia durante la revolución reflejan la marcha misma de ésta. Cuando la revolución toma o puede tomar el carácter de guerra civil, ninguno de los campos beligerantes admite la existencia de prensa enemiga en la órbita de su influencia, de la misma manera que no se desprende voluntariamente del control sobre los arsenales, los ferrocarriles o las imprentas. En la lucha revolucionaria, la prensa no es más que una de tantas armas. Por lo menos, el derecho a la palabra no es más respetable que el derecho a la vida, que la revolución se arroga también. Puede afirmarse como ley que un gobierno revolucionario es tanto más liberal, tolerante y «generoso» con la reacción, cuanto más mezquino es su programa, cuanto más enlazado se halla con el pasado y más conservador es su papel. Y a la inversa: cuanto más grandiosos son los fines y mayor la suma de derechos conquistados e intereses lesionados, más intenso es el poder revolucionario y más dictatorial. Podrá ser esto un mal o un bien; el hecho es que si hasta ahora la humanidad ha conseguido avanzar, ha sido siguiendo este camino. El Soviet tenía razón cuando quería mantener en sus manos el control sobre la prensa. ¿Por qué renunció tan fácilmente a ejercerlo? Porque había renunciado a toda lucha seria. El Soviet no aludía para nada a la paz, ni a la tierra, ni siquiera a la república. Cuando entregó el poder a la burguesía conservadora no tenía motivos para temer nada de la prensa de derechas ni para pensar que se vería en el trance de luchar contra ella. En cambio, pocos meses después, el gobierno, apoyado por el Soviet, adoptaba una actitud de implacable represión contra la prensa de izquierdas. Los periódicos de los bolcheviques veíanse suspendidos, sin empacho, uno tras otro.
El 7 de marzo declama en Moscú Kerenski: «Nicolás II está en mis manos... Yo no seré nunca el Marat de la revolución rusa... Nicolás II se dirige a Inglaterra bajo mi vigilancia personal»... Las damas arrojaban flores, los estudiantes aplaudían. Pero las masas se agitaban. No se había visto nunca una revolución sería, e decir, que tuviera algo que perder, que mandara al extranjero al monarca destronado. De los obreros y soldados llegaban reclamaciones constantes pidiendo que se detuviese a los Romanov. El Comité ejecutivo tuvo la sensación de que en este asunto no se podía andar con bromas. Se decidió que el Soviet tomara en sus manos la suerte de la familia real: con ello, se reconocía abiertamente que el gobierno no era digno de confianza. El Comité ejecutivo dio a todas las líneas férreas orden de que no se dejase pasar a Romanov: he aquí por qué el tren del zar andaba errante de un lado para otro. Fue designado para proceder a la detención de Nicolás uno de los miembros del Comité ejecutivo, el obrero Gvozdiov, menchevique de derecha. De este modo quedaba desautorizado Kerensky, y con él todo el gobierno. Pero éste no dimitió, sino que se sometió calladamente. Y el 9 de marzo, Cheidse informaba al Comité ejecutivo que el gobierno había «renunciado» a la idea de trasladar a Nicolás II a Inglaterra. La familia del zar fue arrestada en el Palacio de Invierno. Con esto, el Comité ejecutivo se robaba a sí mismo el poder de debajo de la almohada. Y del frente no cesaban de llegar peticiones cada vez más insistentes para que se recluyese al ex zar en la fortaleza de Pedro y Pablo.
Las revoluciones han señalado siempre transformaciones profundas en el régimen de la propiedad, no sólo por la vía legislativa, sino también por la de la acción espontánea de las masas. La revoluciones agrarias no se han producido nunca de otro modo en la historia, las reformas legales han venido siempre, invariablemente, después del «gallo rojo». En las ciudades, el margen de expropiaciones espontáneas ha sido siempre menor, las revoluciones burguesas no se proponían conmover las bases de la propiedad burguesa. Pero no ha habido aún, que sepamos, ninguna verdadera revolución en la cual las masas no se apoderaran de los edificios pertenecientes antes a los enemigos del pueblo, para ponerlos al servicio de las necesidades sociales. Inmediatamente después de la revolución de Febrero, salieron de la clandestinidad los partidos, surgieron los sindicatos, por todas partes se celebraban mítines, todas las barriadas tenían sus soviets; todo el mundo tenía necesidad de locales. Las organizaciones se apoderaban de las villas deshabitadas de los ministros o de los palacios vacíos de las bailarinas del zar. Los perjudicados se quejaban a las autoridades, cuando no intervenían éstas espontáneamente. Pero como los expropiadores eran, en rigor, los dueños del poder, y el poder oficial era un fantasma, los fiscales se veían, en fin de cuentas, obligados a dirigirse al mismo Comité ejecutivo, con la demanda de que se restablecieran los derechos atropellados de las bailarinas, cuyas funciones, poco complicadas, eran pagadas con el dinero del pueblo por los miembros de la dinastía. Como era de rigor, se ponía en movimiento a la Comisión de enlace, los ministros trataban el asunto en sus sesiones, la mesa del Comité ejecutivo deliberaba asimismo acerca de él, se enviaban delegaciones a parlamentar con los expropiadores y la tramitación duraba meses enteros.
Sujánov dice que, en su calidad de hombre de «izquierdas», no tenía nada que oponer a las intromisiones legales de carácter radical en el derecho de propiedad pero que, en cambio, era «enemigo» declarado de toda «expropiación espontánea». He aquí los subterfugios con que estos seudo izquierdistas acostumbraban a cubrir su bancarrota. Un gobierno verdaderamente revolucionario hubiera podido, indudablemente, reducir al mínimo las expropiaciones caóticas mediante la publicación oportuna de un decreto sobre la requisa de los locales. Pero los colaboracionistas de izquierda habían cedido el poder a los fanáticos de la propiedad para después predicar vanamente a las masas el respeto a la legalidad revolucionaria... al aire libre. El clima de Petrogrado es poco favorable al peripatetismo.
Las colas, estacionadas a las puertas de las panaderías, dieron el último impulso a la revolución y fueron la primera amenaza para el nuevo régimen. Ya en la asamblea de constitución del Soviet se decidió crear una Comisión de subsistencias. El gobierno se preocupaba poco del abastecimiento de la población de la capital y no hubiera tenido inconveniente alguno en rendirla por el hambre. Era, pues, misión del Soviet ocuparse de ello. El Soviet disponía de economistas y estadistas con cierta práctica, que habían servido antes en los órganos económicos y administrativos de la burguesía. Tratábase, en la mayoría de los casos, de mencheviques de derecha, como Groman y Cherevanin, o de los ex bolcheviques que habían evolucionado muy a la derecha, como Bazarov y Avilov. Pero, tan pronto como se vieron frente a frente con el problema de abastecer la capital, la situación les obligó a proponer medidas extremadamente radicales para poner coto a la especulación y organizar el mercado. Después de una serie de sesiones, el soviet adoptó todo un sistema de medida de «socialismo de guerra», que comprendían la requisa de todas las reservas de trigo, proporcionados a los que se establecían para los productos de la industria, el control del Estado sobre la producción, el intercambio regular de mercancías con el campo, etc. Los jefes del Comité ejecutivo se miraban unos a otros inquietos; pero como no sabían que proponer, no tuvieron más remedio que adherirse a aquellos acuerdos radicales. Los miembros de la Comisión de enlace los transmitieron luego tímidamente al gobierno. Este prometió estudiarlos. pero ni el príncipe Lvov, ni Guchkov, ni Konovalov, tenían muchas ganas de fiscalizarse y requisarse a sí mismos y a sus amigos. Todos los acuerdos económicos del Soviet amenazaban estrellarse contra la resistencia pasiva del aparato burocrático si no se llevaban a la práctica por los propios soviets locales. La única medida eficiente que impuso el Soviet de Petrogrado, en lo que a subsistencias se refiere, fue el establecimiento de una ración de tasa para el pan: libra y media para las personas dedicadas al trabajo físico y una libra para las demás. Cierto es que este racionamiento no determina todavía modificaciones en el presupuesto real de alimentos de la capital: con libra o libra y media de pan se puede vivir. La insuficiencia diaria en la alimentación vendrá más tarde. La revolución tendrá que apretarse cada vez más el cinturón sobre el vientre, no por meses, sino por años enteros, y la revolución soportará también esa prueba. Ahora, lo que la atormenta no es aún el hambre, sino lo desconocido, la incertidumbre del giro tomado, la desconfianza en el mañana. Las dificultades económicas, agudizadas por treinta y dos meses de guerra, llaman a las puertas y a las ventanas del nuevo régimen. La desorganización de los transportes, la escasez de materias primas, el desgaste de una parte considerable del instrumental, la inflación inminente, la desorganización del comercio: todo esto exige medidas audaces e inaplazables. Los colaboracionistas, que comprendían su necesidad desde el punto de vista económico, las hacían imposibles en el terreno político. Cada problema económico con que tropezaban se convertía en la condenación de la dualidad de poderes, y cada decisión que se veían obligados a tomar, les quemaba los dedos de un modo insoportable.
La jornada de ocho horas fue una gran piedra de toque, el gran problema que sirvió para poner las fuerzas a prueba. La insurrección ha triunfado, pero la huelga general continúa. Los obreros están seriamente convencidos de que el cambio de régimen debe traducirse en alguna modificación favorable de su modo de vida. Esto inquieta inmediatamente a los nuevos gobernantes, tanto liberales como socialistas. Los partidos y periódicos patrióticos lanzan su llamamiento: «¡Los soldados, a los cuarteles; los obreros, a las fábricas!» Es decir, «¿que todo sigue como antes?», se preguntaban los obreros. Por el momento, sí; contestan, confusos, los mencheviques. Pero los obreros comprenden que si no arrancan modificaciones inmediatas, en lo sucesivo será todavía peor. La burguesía confía a los socialistas la misión de arreglar las cosas con los obreros. Fundándose en que el triunfo obtenido «ha garantizado en grado suficiente la posición de la clase obrera en su lucha revolucionaria» -en efecto, ¿acaso no están en el poder los terratenientes liberales?-, el 5 de marzo el Comité ejecutivo decide reanudar el trabajo en la región de Petrogrado. Los obreros, a las fábricas: tal es la fuerza del egoísmo blindado de las clases ilustradas, lo mismo los liberales que sus socialistas. Por lo visto, esta gente se imaginaba que aquellos millones de obreros y soldados arrastrados a la insurrección por la presión irresistible del descontento y de la esperanza, se reconciliarían sumisamente al día siguiente del triunfo con las mismas condiciones de vida de antes. Los caudillos habían sacado de los libros históricos la convicción de que así había acontecido en las revoluciones pasadas. Pero no; tampoco en el pasado aconteció nunca así. Para tratar a las masas como a un rebaño, también en tiempos pasados había que recurrir a caminos sinuosos, a toda una red de derrotas y astucias. Marat sentía muy agudamente el cruel reverso social de las revoluciones políticas. Por esto lo calumnian tanto los historiadores oficiales. «La revolución sólo se realiza y es apoyada por las clases inferiores de la sociedad, por todos esos desheredados a quienes la riqueza insolente trata como a canallas, y a los cuales los romanos, con su cinismo proverbial, llamaron proletarios», escribe un mes antes del golpe de 10 de agosto de 1792. Y se pregunta: «¿Qué da la revolución a los desheredados? Después de haber alcanzado, en un principio, ciertos éxitos, el movimiento resulta, a la postre, vencido; le faltan siempre conocimientos, habilidad, medios, armas, jefes, un plan de acción fijo, y cae, indefenso, ante los conspiradores, que disponen de experiencia, habilidad y astucia.» Se explica perfectamente que Kerenski no quisiera ser el Marat de la revolución rusa.
Uno de los antiguos capitanes de la industria rusa, V. Auerbach, cuenta, indignado, que «el pueblo creía que la revolución era algo así como una fiesta: a la sirvienta, por ejemplo, no se la veía durante días enteros; se paseaba por las calles, adornada con cintas rojas, recorría la ciudad en automóvil y sólo volvía a casa por la mañana, para lavarse y echarse otra vez a la calle». Es curioso que, en su afán por presentar la acción desmoralizadora de la revolución, el acusador de ésta se vea obligado a pintar la conducta de la sirvienta exactamente con los mismos rasgos que, si se exceptúa la cinta roja, reproducen al pie de la letra la vida habitual de las patricias burguesas. Sí, es verdad; la revolución es celebrada por los oprimidos como una fiesta, o como la vigilia de una fiesta, y el primer movimiento de las esclavas domésticas, despertadas por la revolución, consiste en aflojar el yugo de la esclavitud humillante y desesperanza de cada día. La clase obrera, en su conjunto no podía ni quería contentarse con las cintitas rojas como símbolo del triunfo... para otros. En las fábricas de Petrogrado reinaba la agitación. Muchas se negaron abiertamente a someterse a la orden dada por el Soviet. Los obreros estaban siempre dispuestos, naturalmente, a volver a la fábrica, pues, ¡qué otro remedio tenían! Pero ¿en qué condiciones? Los trabajadores exigían la jornada de ocho horas. Los mencheviques recordaban el ejemplo de 1905, durante los cuales los obreros intentaron implantar la jornada de ocho horas por iniciativa propia y fueron derrotados. «La lucha en dos frente -contra la reacción y contra los capitalistas- rebasa las fuerzas del proletariado.» Ésta era su idea central. Los mencheviques inclinábanse a aceptar, en general, la ruptura fatal con la burguesía en un futuro próximo. Pero esta persuasión, puramente teórica, no obligaba a nada. Los mencheviques entendían que no había que forzar la ruptura. Y como quiera que la burguesía no se pasa, precisamente, al campo de la reacción obligada por las frase inflamadas de los oradores y periodistas, sino presionada por el movimiento espontáneo de las clases trabajadoras, los mencheviques se oponían con todas sus fuerzas a la lucha económica de los obreros y campesinos. «Las cuestiones sociales -decían- no son, actualmente, las primordiales. Ahora, por lo que hay que luchar es por la libertad política.» Pero los obreros no acertaban a comprender en qué consistía esa mítica libertad. Ellos querían, ante todo, un poco de libertad para sus músculos, y sus nervios y ejercían presión sobre los patronos. ¡Qué ironía! Precisamente el 10 de marzo, cuando el órgano menchevique decía que la jornada de ocho horas no estaba a la orden del día, la Asociación de Fabricantes, que la víspera se había visto obligada a entablar relaciones oficiales con el Soviet, manifestaba su conformidad con la implantación de la jornada de ocho horas y la organización de Comités de fábrica. Los industriales demostraban mucha más perspicacia que los estrategas democráticos del Soviet. La cosa no tiene nada de sorprendente: en las fábricas, los patronos se veían frente a frente con los obreros, que en la mitad, por lo menos, de los establecimientos petersburgueses, entre los que figuraban la mayoría de los más importantes, habían abandonado unánimemente las fábricas después de las ocho horas de trabajo, tomándose así ellos mismos lo que les negaba el gobierno y el Soviet.
Cuando la prensa liberal, enternecida, comparaba el gesto de los industriales rusos del 10 de marzo de 1917 con el de la nobleza francesa, el 4 de agosto de 1789, se hallaba mucho más cerca de la verdad histórica de lo que ella misma se imaginaba: al igual que los señores feudales de fines de siglo XVIII, los capitalistas rusos obraban impulsados por la necesidad y confiando en asegurarse para lo futuro, con esta concesión temporal, la restitución de lo perdido. Uno de los publicistas kadetes, saltando por encima de la mentira oficial, reconocía abiertamente: «Desgraciadamente para los mencheviques, los bolchevique han obligado ya por el terror a la Asociación de Fabricantes a acceder a la implantación inmediata de la jornada de ocho horas.» Ya sabemos en qué consistía tal «terror». Indudablemente, los obreros bolcheviques llevaban en este movimiento una parte preeminente, y otra vez, como en los días decisivos de febrero, arrastraban consigo a la aplastante mayoría de los trabajadores.
El Soviet, dirigido por los mencheviques, registró con mezclados sentimientos la grandiosa victoria obtenida en rigor contra él. Sin embargo, los caudillos, cubiertos de oprobio, se vieron obligados a dar otro paso al frente y proponer al gobierno provisional que publicara, antes de la Asamblea constituyente, un decreto implantando en toda Rusia la jornada de ocho horas. Pero el gobierno, de acuerdo con los patronos, se opuso a ello, y, esperando días mejores, se negó a dar satisfacción a este deseo, que le había sido formulado sin insistencia alguna.
En la región de Moscú se entabló la misma lucha, aunque tomó un carácter más prolongado. El Soviet, a pesar de la resistencia de los obreros, exigió también en Moscú la reanudación del trabajo. En una de las fábricas más importantes, la propuesta de continuación de la huelga obtuvo siete mil votos contra seis mil. De modo parecido reaccionaron también las demás fábricas. El 10 de marzo, el Soviet confirmó nuevamente la obligación de volver inmediatamente al trabajo. Éste se reanudó en la mayoría que las fábricas, pero casi en todas ellas se luchó por la reducción de la jornada. Los obreros les enmendaban la plana a sus directores con la acción. El Soviet de Moscú, que había resistido tenazmente, no tuvo más remedio al fin que implantar formalmente, el día 21 de marzo, la jornada de ocho horas. Los industriales se sometieron inmediatamente. En provincias, la lucha continuó durante el mes de abril. En un principio, los soviets contenían, casi en todas partes el movimiento y resistían contra él; luego, bajo la presión de los obreros, entablaban negociaciones con los patronos, y allí donde éstos se mostraban reacios, se veían obligados a decretar la jornada de ocho horas por su propia cuenta. ¡Qué brecha en el sistema!
El gobierno se mantenía deliberadamente al margen de estas luchas. Entre tanto, se libraba una furiosa campaña contra los obreros bajo la dirección de los líderes liberales. Para quebrantar la resistencia de los trabajadores, se decidió colocar enfrente de ellos a los soldados. La reducción de la jornada de trabajo, se decía, implica el debilitamiento del rente. ¿Es que durante la guerra puede nadie pensar exclusivamente en sí mismo? ¿Es que en las trincheras cuentan los soldados el número de horas? Cuando las clases poseedoras abrazan el camino de la demagogia, no se detienen ante nada. La agitación tomó un carácter furioso y fue transplantada a las trincheras. En sus Memorias del frente, el soldado Pireiko reconoce que la campaña de propaganda, que corría principalmente a cargo de los socialistas de nuevo cuño procedentes de la oficialidad, no dejaba de tener cierto éxito. «Pero lo que perdía a los oficiales que intentaban enfrentar a los soldados con los obreros era precisamente eso: el ser oficiales. El soldado se acordaba demasiado bien de lo que el oficial era para él no hacía mucho.» Sin embargo, donde la campaña contra los obreros tomó un carácter más agudo fue en la capital. Los industriales, acaudillados por el estado mayor kadete, supieron encontrar recursos y fuerzas ilimitadas para hacer propaganda entre la guarnición. «Allá por el 20 -cuenta Sujánov-, en todas las encrucijadas,en los tranvías, en todas partes, se podía ver a los soldados y obreros entregados a una furiosa lucha verbal.» Había incluso casos de colisiones físicas. Los obreros comprendieron el peligro y le cerraron el paso hábilmente. Para ello le bastaba contar la verdad, citar las cifras de los beneficios de guerra, mostrar a los soldados las fábricas y los talleres con el estruendo de las máquinas, las llamas infernales de los hornos, aquel frente permanente obrero que les costaba víctimas incontables. Por iniciativa de los obreros, se organizaron visitas regulares de los soldados a las fábricas, sobre todo, a las que trabajaban para la defensa. El soldado miraba y escuchaba; el obrero enseñaba y explicaba. Las visitas terminaban con una fraternización solemne. Los periódicos socialistas publicaban numerosos acuerdos de los regimientos solidarizándose inquebrantablemente con los obreros. A mediados de abril, el tema que había dado origen al conflicto desapareció de las columnas de la prensa. Los periódicos burgueses enmudecieron. Y los obreros coronaban su victoria económica con un gran triunfo político y moral.
Los acontecimientos relacionados con la lucha por la jornada de ocho horas tuvieron gran importancia para el desarrollo ulterior de la revolución. Los obreros conquistaron unas cuantas horas libres semanales para la lectura, las asambleas y, asimismo, para los ejercicios de fusil, que tomaron un carácter organizado desde la creación de las milicias obreras. Después de tan elocuente lección, los obreros empezaban a vigilar más de cerca a los dirigentes soviéticos. El prestigio de los mencheviques disminuyó seriamente. Los bolcheviques se reforzaron en las fábricas y en algunos cuarteles. El soldado se hizo más atento, más reflexivo, más prudente, comprendiendo que alguien vigilaba por él. El designio pérfido de la demagogia se volvió contra sus instigadores. En vez del divorcio y la hostilidad que buscaba consiguió sellar una inteligencia mucho más estrecha y fraternal entre los obreros y los soldados.
El gobierno, a pesar del idilio del «enlace», odiaba al Soviet, a sus jefes y a su tutela, como lo puso de manifiesto en la primera ocasión que se le presentó. Como quiera que el Soviet realizaba funciones puramente gubernamentales y, además, se encargaba, a instancia del propio gobierno, de apaciguar a las masas cuando era necesario, el Comité ejecutivo solicitó que se le concediera una modesta subvención para sus gastos. El gobierno se negó a ello y, a pesar de las insistencias del Soviet, mantuvo su punto de vista: no se podía sostener con recursos del Estado una «organización puramente particular». El Soviet se calló y las cargas de su presupuesto fueron a pesar sobre los hombros de los obreros, los cuales no se cansaban de hacer colectas destinadas a atender las necesidades de la revolución.
Al propio tiempo, las dos partes, los liberales y los socialistas, mantenían la apariencia de un afecto recíproco sin tacha. En la conferencia panrusa de los Soviets se declaró que la existencia de la dualidad de poderes era una invención. Kerenski aseguró a los delegados del ejército que en lo que se refería a los fines perseguidos existía una completa unidad entre el gobierno y el Soviet. Tsereteli, Dan y otras firmes columnas del Soviet, negaron, con no menos tenacidad, la existencia del doble poder. Por lo visto, aspiraban a reforzar un régimen fundado en la mentira, valiéndose de ésta.
Sin embargo, el régimen se tambaleó desde las primeras semanas. Los líderes se dedicaban incansablemente a hacer todas las combinaciones imaginables en el terreno de la organización, esforzábanse en apoyarse en representantes ocasionales contra las masas: en los soldados contra los obreros; en las Dumas, los zemstvos y las cooperativas nuevas contra los soviets, en la provincia contra la capital, y, por último, en la oficialidad contra el pueblo.
La forma soviética o entraña ninguna fuerza mística; no está libre, ni mucho menos, de los vicios de toda representación, inevitables mientras ésta sea inevitable. Pero su fuerza consiste en reducir todos estos vicios a su mínima expresión. Categóricamente puede afirmarse -la experiencia lo ha de confirmar pronto- que cualquier otro sistema de representación que hubiera atomizado a las masas habría expresado su voluntad efectiva en el movimiento revolucionario de un modo incomparablemente peor y con mucho más retraso. El Soviet es la forma de representación revolucionaria más elástica, directa y clara. Pero esto se refiere exclusivamente a la forma, y la forma no puede dar de sí más de lo que sean capaces de infundirle las masas en cada momento determinado. En cambio, puede facilitar a éstas la comprensión de los errores cometidos y su rectificación. En esto consistía precisamente una de las principales garantías que aseguraban el desarrollo de la revolución.
¿Cuáles eran las perspectivas políticas del Comité ejecutivo? Es dudoso que ninguno de los dos jefes tuviera perspectivas meditadas hasta sus últimas consecuencias. Sujánov afirmaba más tarde que, de acuerdo con su plan, se cedía el poder a la burguesía solamente por un breve plazo, a fin de que la democracia, robusteciéndose, pudiera tomar este poder de un modo más seguro. Sin embargo, este plan, ingenuo en sí mismo, tiene un carácter retrospectivo evidente. Por lo menos, nadie lo formuló a su debido tiempo. Bajo la dirección de Tsereteli, las vacilaciones del Comité ejecutivo, si no cesaron, fueron, por lo menos, incorporadas al sistema. Tsereteli proclamaba abiertamente que sin un poder burgués fuerte sería inevitable la ruina de la revolución. La democracia debía, según él, limitarse a ejercer presión sobre la burguesía liberal, teniendo buen cuidado de no empujarla hacia el campo de la reacción con sus decisiones imprudentes, y apoyándola, por el contrario, en la medida en que se consolidase las conquistas de la revolución. Como resultado de todo ello, este régimen intermedio debía hallar su expresión en una república burguesa con una oposición socialista parlamentaria.
Para aquellos prohombres, la piedra de toque no era tanto la perspectiva como el programa de acción al día. Los colaboracionistas prometían a las masas obtener de la burguesía, mediante su «presión», una política exterior e interior democrática. Es indiscutible que en el curso de la historia las clases dominantes, obligadas por la presión de las masas populares, han hecho, más de una vez, concesiones. Pero en último término, la presión implica siempre, para ser eficaz, la amenaza de eliminar del poder a la clase dominante y ocupar su puesto. Mas la democracia rusa, teniendo en sus manos esta arma, no tuvo inconveniente en ceder voluntariamente el poder a la burguesía. Y en los momentos críticos, no era la democracia precisamente la que amenazaba con quitarle el poder a la burguesía, sino, por el contrario, ésta la que intimidaba a la democracia con la amenaza de abandonarlo. Es decir, que la palanca principal que regía la mecánica de la presión estaba en mano de la burguesía. Así se explica que el gobierno, a pesar de su impotencia, pudiera resistir con éxito a toda pretensión más o menos seria de los elementos directivos de los soviets.
A mediados de abril, hasta el Comité ejecutivo resultó ser un órgano demasiado amplio para los misterios políticos del núcleo dirigente, el cual se había vuelto definitivamente de cara a los liberales. Se eligió una Mesa formada exclusivamente por elementos de la derecha patriótica. En lo sucesivo, la gran política del Soviet se desarrolla entre bastidores. Al parecer, la situación se normaliza y consolida. Tsereteli ejerce sobre los soviets un predominio ilimitado. Kerenski sube cada vez más. Pero precisamente en este momento es cuando abajo, en las masas, empiezan a manifestarse de un modo evidente los primeros síntomas alarmantes. «Es sorprendente -dice Stankievich, uno de los elementos más allegados a Kerenski-, que precisamente en el momento en que el Comité se organizaba, en que la Mesa, compuesta exclusivamente por representantes de los partidos de la defensa nacional, asumía la responsabilidad de todas las tareas, dejara escapársele de las manos la dirección de la masa, que empezaba a apartarse de él.» ¿Sorprendente? No, sencillamente lógico.