Me siento aún
incapaz de escribir sobre José Carlos. Yo veo a la ciar ay fuerte
mujer que era su esposa y sin la cual —estoy seguro— su trabajo
no habría podido ser realizado. Había una singular y compleja
claridad en aquel hogar, creado por ambos: había en la esposa y
en José Carlos una nota dura, cierta y nunca manchada, como campana
de plata.
Mis auténticas
palabras de homenaje al hombre que ha muerto, deben ser
amorosamente, apasionadamente, pero simplemente erguidas como una
iglesia, con la carne y el pensamiento de mi vida. Pues toda mi fe y
la visión de nuestro mundo se derrumbaron, como un santuario, ante
él, cuando supe su muerte. Ellas —fe y visión— se detuvieron,
quietas también y muy juntas, cerca de aquel querido cuerpo
silencioso. Deben levantarse aún esa visión y esa fe, deben
erguirse en todos nosotros, en nuestra voluntad de actuar y
perseverar actuando: aquella voluntad será su testamento y su
resurrección.
¿No es él el
cuerpo y el espíritu que seguimos? Mariátegui ha partido. ¿Ha
sido derrotado el espíritu? Es duro saber que él ha partido,
resignarse tan pronto a estar sélos, sin él. Era imposible
mientras él vivía, no continuar viviendo. Son difíciles la vida y
la muerte, son difíciles. Y de las dos, la vida es la más dura. Al
perder a José Carlos, mi corazón habría querido sucumbir con él.
Pero, después de haber tenido a José Carlos, mi corazón no podrá
perderlo nunca, ni puede desmayar.
Ese hombre, en la
tranquila y apasionada ternura de su visión, fue luz para nosotros
todos. Su ausencia proyecta oscuridad sobre nuestro futuro. El está
en ese futuro; sí, él está en aquella oscuridad del futuro. Desde
hoy, no podremos retroceder: debemos vivir y seguir adelante.
|