Ha muerto cuando
comenzaba a ser indispensable.
Empresa severa y
honrosa será la del que pueda biografiar su espíritu. Sabemos
que él, tan deleznable de cuerpo, había amamantado su pensamiento
en una leche fortísima; sabemos que era de los muy señalados entre
los hispanoparlantes con el derecho y el deber de rescatarnos de la
insolvente cháchara de cenáculos, parlamentos, universidades y
cafés; sabemos que esa mirada de poderosa atención que él volcaba
sobre el mundo, panorámica y minuciosa a la vez, solía abrirse
también hacia dentro; sabemos de su destreza innumerable y
profunda en el peligroso buceo de las ideas, y de su sensibilidad
opulenta como un verano; de todo eso, que sin duda basta para
sobornar al olvido, sabemos; pero, yo sólo quiero rememorar aquí
al hombre, al prometido a muerte de la • verdad y la libertad que
era ese hombre.
Cosa desoída, casi
fabulosa, esa, en España y América. Allá, durante siete años, la
mozada, que se había dejado enseñar —sin aprenderla— juventud
por un viejo —¡y qué viejo!— siguió apacentándose con
mansedumbre estabular, interrumpida apenas por alguna sonrisita
epigramática, pero más por reverencias de sacristán bajo la bota
del más embotado de los dictadores. Aquí, en la América de Guzmán
Blanco, Veintimilla, Melgarejo, Díaz, Patiño, Leguía, Ibáñez,
etc., sabemos lo que pasó y lo que pasa. Caciques de chistera,
califas con estancias o minas, milicos de sociología infusa,
doctores analfabetos y redentoristas, son los propietarios de la
democracia, que tapan sus escamoteos de mancos con retórica más
manca todavía. El sufragio universal los ha decretado
pluscuamperfectos.
Júzguese lo que
importa que entonces aparezca un hombre libre.
Eso fué Mariátegui
en el Perú de Leguía. José Carlos Mariátegui, hombre doloroso y
puro, cuerpo agostado y corazón caudaloso, frente de diamante y
voluntad de diamante, intelectual que difiere de los otros
misteriosamente como el radium de los demás metales. ¡Qué fervor
de justicia, de armonía y de luz! Qué vocación de sacrificio! ¿Cómo
podían dejarlo? Le quitaron la patria. Seis años, como un siglo,
caminó por tierras forasteras con días de indigencia y noches de
padecimiento, sin más sostén que el estudio y la esperanza.
Y volvió con su
esperanza insumergible, con su testarudez macabea, con su
temeridad sin mella, el arquero cuyas flechas, como la del soldado
que dejó tuerto al Macedonio, llevaban escrito su nombre.
Pero la muerte llega
un día y le lleva una pierna. Y la indigencia se queda en su casa
de ama de llaves. Y la policía del honorable rufián oficial (no
hay crueldad que hiera peor que la del cobarde), se emperra aún
contra el inválido encallado en su sillón. Inútil. ¿Lo dejan
solo? Inútil. La soledad es su coraza. No abdicará ese corazón
tripulado de porvenir que remonta todos los corazones libres; no
abdicará esa pluma más recta que todas las espadas, más fecunda
que los arados. Y cae, al fin, como bueno.
José Carlos Mariátegui,
alma estremecida como una bandera, vida de amor, de miseria y de
esplendor, hombre de hierro y de lágrimas. ¿Hombre? A veces pareció
menos eso que una oferta.
I.A VIDA LITERARIA Nº
30 Bs. As.
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