José Carlos Mariátegui
no impresionaba como un hombre joven. Sus libros, sus artículos más
fugaces, nos ponían en presencia de un talento maduro, que agregaba
a la sabiduría sensible y comunitiva esa sensación de seguridad
que sólo producen los espíritus que han vivido mucho. Y
efectivamente Mariátegui había vivido mucho. La naturaleza la
privó de la fuerza física, de la salud del cuerpo que necesitan
las personas que vienen al mundo con el designio de luchar. Tenía
derecho, por su miseria fisiológica, a sustraerse a las
preocupaciones humanas, a la amarga misión del apóstol y del
profeta y de proporcionarse, para alimentar su temperamento de
artista, las satisfacciones de que suelen ser ávidos los que
presienten la brevedad de sus días. Mariátegui no quiso, sin
embargo, resignarse al exquisito aturdimiento de los seres débiles
y asumió su papel de individuo orientador con una valerosa
constancia. Y digo que ha vivido mucho en sus cortos años porque, a
pesar de la certidumbre dolorosa de la muerte, tuvo el coraje de
servir a la esperanza de los demás, de olvidar lo que le acechaba y
le rondaba, para entregarse con desinterés magnífico, a la visión
que tenía de su país y a la visión de una humanidad un poco menos
cruel y un poco menos lastimosa de la que le ha sugerido tantas
veces reflexiones amargas y pronósticos benévolos.
Mariátegui era una
personalidad europea. Su posición ante los problemas americanos y
particularmente ante los problemas contemporáneos del Perú,
recuerda a los argentinos que realizaron obra de precursores y que
hallaron en la cultura europea y en la tarea de europeizar, el medio
más positivo para desgauchizar la república. ¿Qué eran Mitre y
Sarmiento con relación a los representantes de la política
primitiva, de los restos náufragos del viejo rosismo, sino
pensadores y estadistas impregnados de ideas extranjeras y almas
hostiles a la substancia, a la levadura en fermento de los grupos
ancestrales, es decir, el tronco profundo de la nación? Si la
estructura jurídica de un país se puede fundar sobre bases que
emanen de hábitos esencialmente nativos o tradicionales —como la
monarquía en Inglaterra—, su estructura social debe crearse con
los elementos universales de la civilización. Mariátegui lo ha
comprendido y trató de acumular en su acción intelectual y en su
acción de influencia directa las corrientes benéficas que vienen
de más allá del mar, y que algún día probarán, con el
desarrollo histórico, que nuestra América no es un suburbio de
Europa, sino un reflorecimiento y un perfeccionamiento de Europa. Y
esa labor la ha llevado a cabo Mariátegui con una paciente
confianza en la inteligencia. Tenía fe en la virtud de la palabra,
en la eficacia del buen ejemplo. Sin jactancia, sin posturas, se
pro- puso ser un hombre libre y fué, para los hombres libres, un
maestro, por la gran dignidad de su conducta y por la admirable
expresión de su doctrina.
LA VIDA LITERARIA Nº
30 Bs. As.
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