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Publicada por primera vez, en traducción de Max Eastman, como The History of the Russian Revolution vols I-III, en Londres 1932-33. Digitalizado por Julagaray en julio de 1997, para la Red Vasca Roja, con cuyo permiso aparece aquí. Recodificado para el MIA por Juan R. Fajardo en octubre de 1999.
¿Cómo se explica el extraordinario aislamiento en que se encontraba Lenin a principios de abril? ¿Cómo pudo llegarse a semejante situación? Y ¿cómo se consiguió el cambio de orientación de los cuadros bolcheviques?
Desde 1905, el partido bolchevista había sostenido la lucha contra la autocracia bajo la bandera de «dictadura democrática del proletariado y de los campesinos». Esta bandera y su fundamentación teórica, procedían de Lenin. Por oposición a los mencheviques, cuyo teórico, Plejánov, lucha irreconciliablemente contra «la falsa idea» de hacer la revolución burguesa sin la burguesía, Lenin entendía que la burguesía rusa era ya incapaz de dirigir su propia revolución. Sólo el proletariado y los campesinos, estrechamente aliados, podían llevar hasta sus últimas consecuencias la revolución democrática contra la monarquía y los terratenientes. El triunfo de esta alianza debía dar como fruto, a juicio de Lenin, la dictadura democrática, la cual no sólo no se identificaba con la dictadura del proletariado, sino que, al contrario, se oponía a ella, pues sus objetivo no era la instauración del socialismo, ni siquiera la implantación de formas minoritarias hacia él, sino únicamente el implacable baldeo y desalojamiento de los establos de Augias de la sociedad medieval. El objetivo de la lucha revolucionaria se definía con perfecta precisión mediante tres divisas de combate: república democrática, confiscación de las tierras de los grandes propietarios y jornada de ocho horas, las tres consignas a las que se llamaba vulgarmente «las tres ballenas del bolchevismo», aludiendo a las tres ballenas en que, según la vieja leyenda popular, se apoya la Tierra.
El problema de la implantación de la dictadura democrática del proletariado y de los campesinos se resolvía en relación con el problema de la capacidad de éstos para hacer su propia revolución, esto es, para crear un nuevo poder capaz de liquidar la monarquía y el régimen agrario aristocrático. Es cierto que la consigna de la dictadura democrática presuponía asimismo la participación de representantes obreros en el gobierno revolucionario. Pero esta participación se limitaba de antemano a asignarle al proletariado la misión de aliado de izquierda para ir a los objetivos de la revolución campesina. La idea, popularmente extendida y aun oficialmente preconizada, de la hegemonía del proletariado en la revolución democrática, sólo podía, por consiguiente, significar que el partido obrero ayudaría a los campesinos con las armas políticas propias de su arsenal, les indicaría los mejores procedimientos y métodos para liquidar la sociedad feudal y les enseñaría a aplicarlos en la práctica. Desde luego, el papel dirigente que se asignaba al proletariado en la revolución burguesa no significaba, ni mucho menos, que éste hubiera de aprovecharse de la insurrección campesina para poner sobre el tapete, apoyándose en ella, sus fines históricos propios, o sea, el tránsito directo a la sociedad socialista. Establecíase una división marcada entre la hegemonía del proletariado en la revolución democrática y la dictadura del proletariado, contraponiéndose polémicamente la primera a la segunda. En estas ideas se educó el partido bolchevique desde la primavera de 1905.
El giro que en la práctica tomó la revolución de Febrero rompió el esquema tradicional de bolchevismo. La revolución se hizo gracias a la alianza de obreros y campesinos. El hecho de que éstos actuaran principalmente bajo el uniforme de soldados no hace cambiar las cosas. La conducta seguida por el ejército campesino del zarismo hubiera tenido siempre una importancia decisiva, aun dado el caso de que la revolución se hubiera desarrollado en tiempos de paz. En la situación creada por la guerra se comprende mejor todavía que los millones de hombres que componían el ejército eclipsaron en un principio, por decirlo así, a los campesinos.
Triunfante el movimiento, los obreros y los soldados resultaron ser los amos de la situación. Juzgando a primera vista, podría decirse que se instauró la dictadura democrática de los obreros y los campesinos. Sin embargo, la revolución de Febrero llevó al poder, en realidad, a un gobierno burgués, con la sola particularidad de que el nuevo poder de las clases poseedoras se veía circunscrito por el de los soviets de obreros y soldados, si bien éste no se llevaba hasta sus últimas consecuencias. La baraja se revolvió. En vez de una dictadura revolucionaria, es decir, de una concentración de poder, se instauró un régimen incoherente de poder dual, en el que las menguadas energías de los elementos dirigentes se malgastaban estérilmente en superar los conflictos internos. Nadie había previsto este régimen. Además, del pronóstico político no se puede exigir que indique más que las líneas generales del proceso histórico, y nunca sus combinaciones fortuitas y episódicas. «Nadie ha podido hacer nunca una gran revolución sabiendo de antemano cómo habría de desarrollarse hasta el fin -había de decir más tarde Lenin-. ¿De dónde iba a sacar esas previsiones? De los libros, no, porque esos libros no existen. Sólo la experiencia de las masas podía inspirar nuestras decisiones.»
Pero el pensamiento humano y, sobre todo, a veces, el de los revolucionarios, es por naturaleza conservador. Los cuadros bolcheviques de Rusia seguían aferrándose al viejo esquema enfocando la revolución de Febrero, sin ver que ésta encerraba dos regímenes incompatibles, ni más ni menos que como la primera etapa de la revolución burguesa. A fines de marzo, Ríkov enviaba a la Pravda, desde Siberia, en nombre de los socialdemócratas, un telegrama de salutación con motivo del triunfo de la «revolución nacional», cuyo objetivo consistía en la «conquista de las libertades políticas». Todos los dirigentes bolcheviques sin excepción -nosotros no conocemos ninguna- entendían que la dictadura democrática pertenecía todavía al porvenir. Cuando el gobierno provisional de la burguesía «haya dado todo lo que pueda dar de sí», se instaurará la dictadura democrática de los obreros y campesinos como antesala del régimen parlamentario burgués. Perspectiva completamente falsa. El régimen instaurado por la revolución de Febrero, no sólo no preparaba la dictadura democrática, sino que era la prueba viviente y definitiva de que esta dictadura era completamente imposible. Que la democracia conciliadora no había entregado el poder a los liberales porque sí, por culpa de la ligereza de un Kerenski y de la limitación de un Cheidse, lo demuestra el hecho de que durante los ocho meses siguientes luchara con todas sus fuerzas por la conservación del gobierno burgués, aplastando a los obreros, campesinos y soldados hasta que el 25 de octubre cayó combatiendo como aliada y defensora de la burguesía. Pero ya desde un principio era claro que si la democracia, que tenía ante sí objetivos gigantescos que realizar y contaba con el apoyo ilimitado de las masas, renunciaba voluntariamente al poder, esta actitud no obedecía precisamente a principios políticos ni a prejuicios, sino a la situación sin salida en que se encuentra la pequeña burguesía dentro de la sociedad capitalista, especialmente en los períodos de guerra y revolución, cuando se deciden los problemas fundamentales de la existencia de los países, los pueblos y las clases. Al entregar el cetro del gobierno a Miliukov, la pequeña burguesía decíase: «No; la obra que hay que acometer es superior a mis fuerzas.»
La clase campesina, en que se apoyaba la democracia conciliadora, encierra en forma embrionaria todas las clases de la sociedad burguesa. s, con la pequeña burguesía de las ciudades -que, dicho sea de paso, en Rusia no desempeñó nunca un papel serio- el protoplasma del cual sale la diferenciación de las nuevas clases en el pasado y en el presente. Los campesinos tienen siempre dos caras: una mira hacia la burguesía, otra hacia el proletariado. La posición intermedia, conciliadora, de todos los partidos «campesinos», tales como el socialrevolucionario, sólo puede mantenerse bajo las condiciones de un estancamiento político relativo; en épocas revolucionarias, llega inevitablemente un momento en que la pequeña burguesía tiene que elegir. Los socialrevolucionarios y los mencheviques eligieron desde el primer momento y mataron en embrión la «dictadura democrática» para evitar que ésta se convirtiese en un puente tendido hacia la dictadura del proletariado. No vieron que con ello abrían la puerta a ésta, aunque por el otro extremo. Por no servir de puente, prefirieron servir de blanco.
Evidentemente, el desarrollo del proceso revolucionario tenía que apoyarse en los nuevos hechos y no en los viejos esquemas. En la persona de sus representantes, las masas, en parte contra su voluntad y en parte sin que se dieran cuenta de ello, viéronse arrastradas por la mecánica de la dualidad de poderes. Desde este momento, no tenían más remedio que pasar por este régimen para convencerse prácticamente de que no podía darles ni paz ni tierra. En adelante, alejarse del régimen de la dualidad de poderes significará, para las masas, romper con los socialrevolucionarios y con los mencheviques. Pero era de una evidencia innegable que el cambio de frente operado por los obreros y soldados con rumbo a los bolcheviques y que acabó por derrumbar todo el edificio de doble poder, no podía ya conducir más que a la dictadura del proletariado, apoyada en la alianza de los obreros y los campesinos. En caso de derrota de las masas proletarias, sobre las ruinas del partido bolchevique no se hubiera podido implantar más régimen que la dictadura militar del capitalismo. Tanto en un caso como en otro, la «dictadura democrática» estaban de más. Al volver los ojos hacia ella, los bolcheviques se volvían en realidad hacia un fantasma del pasado. Así estaban las cosas cuando llegó a Petrogrado Lenin, animado por la resolución inquebrantable de conducir al partido por nuevos rumbos.
Es cierto que hasta el momento mismo de estallar la revolución de Febrero, el propio Lenin no había sustituido todavía por ninguna otra, ni siquiera condicional o hipotéticamente, la fórmula de la dictadura democrática. ¿Obró acertadamente? Nosotros creemos que no. Los derroteros del partido después de la revolución pusieron de manifiesto con caracteres harto peligroso, en aquellas condiciones, sólo un Lenin podía imponer. Y se disponía, en efecto, a hacerlo, poniendo al rojo y retemplando su acero en el fuego de la guerra. La perspectiva general del proceso histórico, tal como él la veía, cambió. Las conmociones de la guerra acentuaron extraordinariamente las posibilidades de la revolución socialista en Occidente. La revolución rusa que, para Lenin, seguía siendo democrática, imprimiría a su modo de ver, gran impulso a la transformación socialista de Europa, que luego arrastraría a su torbellino a la atrasada Rusia. Tal era, a grandes rasgos, la idea de Lenin cuando salió de Zurich hacia Petrogrado. En la carta de despedida a los obreros suizos, que citábamos anteriormente, se dice: «Rusia es un país campesino, uno de los países más atrasados de Europa. El socialismo no podrá triunfar allí de un modo inmediato. Pero el carácter rural del país, con el fondo inmenso de tierras señoriales que se ha conservado, puede infundir, a base de la experiencia de 1905, proporciones inmensas a la revolución democrático-burguesa en Rusia y hacer de nuestra revolución el prólogo de la revolución socialista mundial, un peldaño hacia ésta.» Inspirándose en ese sentido, Lenin dice por primera vez en esta carta que el proletariado ruso «comenzará» la revolución socialista.
He ahí el eslabón que unía la antigua posición del bolchevismo, en que la revolución se reducía a objetivos democráticos, a la nueva posición que Lenin definió por primera vez ante el partido en sus tesis del 4 de abril. A primera vista, la perspectiva de un tránsito inmediato a la dictadura del proletariado parecía completamente inesperada y en contradicción con las tradiciones del movimiento, inconcebible, en una palabra. Aquí es oportuno recordar que, hasta el momento mismo de la explosión revolucionaria de Febrero y en el período que inmediatamente la siguió, se calificaba de «trostquismo», no la idea de que fuera imposible edificar una sociedad socialista dentro de las fronteras de Rusia -por la sencilla razón de que la idea de tal «posibilidad» no fue expresada por nadie antes de 1924, y es poco probable que a nadie se le ocurriera-, sino la de que el proletariado de Rusia pudiera llegar al poder antes que el proletariado de los países occidentales, en cuyo caso no podría mantenerse dentro de los límites de la dictadura democrática, sino que tendría que afrontar inmediatamente la implantación de las primeras medidas socialistas. No tiene nada de extraño que las tesis leninistas de abril fueron tachadas de «trostquistas».
Las objeciones de los «viejos bolcheviques» se orientaban en distintos sentidos. La principal discusión giraba en torno al problema de si podía o no darse por terminada la revolución democrático-burguesa. Como la revolución agraria no se había hecho aún, los adversarios de Lenin afirmaban, con razón, que la revolución democrática no se había desarrollado hasta sus últimas consecuencias, y de aquí sacaban la conclusión de que no era factible la dictadura del proletariado, aun dado el caso de que las condiciones sociales de Rusia lo consintieran, en un plazo más o menos próximo. Así era, precisamente, como planteaba el problema la redacción de la Pravda, en el pasaje que hemos citado más arriba. Más tarde, en la conferencia de abril, Kámenev repetía: «Lenin no tiene razón cuando dice que la revolución democrático-burguesa ha terminado... La supervivencia clásica del feudalismo, la gran propiedad agraria, no ha sido liquidada aún... El Estado no se ha transformado todavía en sociedad democrática.... Aún no puede decirse que la democracia burguesa haya agotado todas las posibilidades.»
«La dictadura democrática -objeta Tosmki- es nuestra base... Debemos organizar el poder de proletariado y de los campesinos, no confundirlo con la Comuna, en que el poder pertenece exclusivamente al proletariado.»
Naturalmente, Lenin veía tan claramente como sus contrincantes, que la revolución democrática no había terminado aún, o más exactamente que, apenas iniciada, se volvía ya atrás. Pero, de aquí se deducía, precisamente, que sólo era posible llevarla hasta el fin bajo el régimen de una nueva clase, al cual no se podía llegar más que arrancando a las masas a la influencia de los mencheviques y socialrevolucionarios, o sea, a la influencia indirecta de la burguesía liberal. Lo que unía a estos partidos con los obreros, y sobre todo con los soldados, era la idea de la defensa -»defensa del país» o «defensa de la revolución»-. Por eso, Lenin exigía una política intransigente frente a todos los matices del socialpatriotismo. Separar al partido de las masas atrasadas, para después libertar a estas últimas de su atraso. «Hay que dejar el viejo bolchevismo -repetía-. Es necesario establecer una línea divisoria clara entre la pequeña burguesía y el proletariado asalariado.»
A quien observase superficialmente las cosas, podía parecerle que los adversarios inveterados habían trocado entre sí las armas, que los mencheviques y socialrevolucionarios representaban ahora a la mayoría de los obreros y soldados, dando realidad en la práctica a la alianza política del proletariado y la clase campesina, predicada siempre por los bolcheviques contra los mencheviques. Lenin exigía que la vanguardia proletaria rompiese esta alianza. En realidad, las dos partes permanecían fieles a sí mismas. Los mencheviques entendían, como siempre, que su misión era apoyar a la burguesía liberal. Su alianza con los socialrevolucionarios no era más que un recurso para reforzar e intensifica este apoyo. Y a su vez, la ruptura de la vanguardia proletaria con el bloque pequeño burgués, implicaba la preparación de al alianza de los obreros y los campesinos bajo el caudillaje del partido bolchevique, o sea, la dictadura del proletariado.
Objeciones de otro orden se basaban en el atraso histórico de Rusia. El poder ejercido por la clase obrera implicaba, inevitablemente, el tránsito al socialismo, y la economía y la cultura de Rusia no estaban maduras para esto. Había que llevar a cabo la revolución democrática hasta sus últimas consecuencias. Sólo el triunfo de la revolución socialista en Occidente podía justificar la dictadura del proletariado en Rusia. Tales fueron las objeciones de Ríkov en la conferencia de abril. Para Lenin, era elemental como el a b c que las condiciones culturales y económicas de Rusia no admitían la edificación de un Estado socialista. Pero sabía que, en términos generales, la sociedad no está construida de un modo tan racional, que el momento oportuno para implantar la dictadura del proletariado se presente precisamente en el momento en que las condiciones económicas y culturales del país están en sazón para el socialismo. Si la humanidad se desarrollara de un modo tan lógico, no habría necesidad de dictaduras ni de revoluciones. La sociedad histórica, viva, no tiene nada de lógica, y su armonía es tanto menor cuanto más atrasada se halla. El hecho de que en un país atrasado como Rusia la burguesía llegara a un estado de descomposición antes del triunfo completo del régimen burgués y de que sólo el proletariado pudiera reemplazarla al frente de los destinos de la nación, es la expresión de esta falta de lógica. El atraso económico de Rusia no exime a la clase obrera del deber histórico de cumplir la misión que le cupo en suerte, lo que hace es dificultar extraordinariamente el cumplimiento de esa misión. Lenin daba una contestación simple, pero cumplida, a Ríkov, cuando éste afirmaba por enésima vez que el socialismo tenía que venir de países con una industria más adelantada. «Nadie puede decir quién empezará ni quién acabará.»
En 1921, cuando el partido, lejos todavía del anquilosamiento burocrático, tenía la misma libertad de criterio para analizar su pasado y para preparar su futuro, uno de los más viejos bolcheviques. Olminski, que había tomado una participación muy activa en la prensa del partido en todas sus etapas, se preguntaba: «¿Cómo se explica el hecho de que en los días de la revolución de Febrero, el partido abrazara la senda oportunista? ¿Qué fue lo que le permitió dar luego un tan rápido viraje y poner proa a la senda de Octubre?» El autor, ve acertadamente, el origen e los errores de marzo, en el hecho de que el partido se hubiera estacionado en el rumbo hacia la dictadura democrática. «La próxima revolución tiene que ser, necesariamente, burguesa... Esta apreciación -dice Olminski- era obligada para todo miembro del partido, constituía el credo oficial de éste y fue su lema constante e invariable hasta la revolución de Febrero de 1917 y durante algún tiempo después.» Como ilustración, Olminski podía referirse a lo que la Pravda decía (7 de marzo) -antes de llegar todavía Stalin y Kámenev, es decir, cuando estaba aún en manos de la redacción «izquierdista», de la que formaba parte el propio Olminski-, como hablando de algo que, por evidente, no necesitaba ser demostrado: «Naturalmente, en nuestro país no se trata aún de derrocar el régimen del capital, sino tan sólo de derribar la autocracia y el feudalismo»... El hecho de que en marzo el partido se hallara cautivo de la democracia burguesa, deducíase de la falta de perspectiva. «¿De dónde salió la revolución de Octubre? -pregunta más adelante el mismo autor-. ¿Cómo fue que el partido, desde sus jefes hasta su más humilde militante, renunció tan «súbitamente» a lo que había tenido por verdad inconcusa en el transcurso de casi dos décadas?»
Sujánov, desde el campo adversario, formula la misma pregunta, en forma distinta: «¿Cómo y por qué medios se las ingenió Lenin para hacerse con los bolcheviques?» En efecto, el triunfo de Lenin, dentro del partido, fue, no solo completo, sino además muy rápido. Los adversarios se permitieron, a este propósito, no pocas ironías acerca del régimen personal imperante en el partido bolchevique. Sujánov da a la pregunta por él formulada una respuesta que armoniza en un tono con el espíritu del principio heroico: «El genial Lenin era un prestigio histórico; he aquí uno de los aspectos de la cuestión. Otro es que, excepción hecha de Lenin, no había en el partido nadie ni nada. Unos cuantos grandes generales sin Lenin, no hubieran sido nada, del mismo modo que unos cuantos planetas, por inmensos que fuesen, no serían nada sin el sol (dejo aparte a Trotski, que, en aquel entonces, se hallaba aún fuera de la orden).» Estas curiosas líneas intentan explicar la influencia de Lenin por su ascendiente personal, que es lo mismo que si se explicase la virtud del opio para provocar el sueño por su fuerza narcótica. Semejante explicación no nos permite ir muy lejos.
El ascendiente efectivo de Lenin dentro del partido era muy grande, indudablemente, pero no ilimitado, ni mucho menos. Este ascendiente no fue inapelable, ni siquiera mucho más tarde, aun después de Octubre, cuando su autoridad había aumentado extraordinariamente, pues el partido medía la fuerza de su personalidad con el metro de los acontecimientos mundiales. Por eso tiene que parecernos tanto más infundado que quieran explicarse, invocando la autoridad personal escueta de Lenin, los sucesos de abril de 1917, en un momento en que todo el sector dirigente del partido había adoptado ya una posición opuesta a la suya.
Olminski se acerca mucho más a la solución del problema, cuando demuestra que, a pesar de su fórmula de revolución democrático-burguesa, el partido, con toda su política respecto a la burguesía y a la democracia, se preparaba prácticamente desde hacía mucho tiempo para acaudillar al proletariado en la lucha directa por el poder. «Nosotros (o muchos de nosotros) -dice Olminski-, nos orientábamos inconscientemente hacia la revolución proletaria, imaginándonos que navegábamos pro a la revolución democrático-burguesa. En otros términos, preparábamos la revolución de Octubre, creyendo que preparábamos la de Febrero.» He aquí una conclusión de extraordinario valor, que es, el propio tiempo, un testimonio irrecusable.
En la formación teórica del partido revolucionario había un elemento contradictorio, que tenía su expresión en la fórmula equívoca de la «dictadura democrática» del proletariado y de los campesinos. Una delegada que intervino en el debate suscitado en la conferencia por el informe de Lenin, expresó el mismo pensamiento de Olminski, pero de un modo todavía más sencillo: «El pronóstico de los bolcheviques ha demostrado ser falso, pero la táctica era acertada.»
En las tesis de abril, que parecían tan paradójicas, Lenin se oponía a la vieja fórmula, apoyándose en la tradición viva del partido: su actitud intransigente frente a las clases dominantes y su hostilidad a toda política e medias tintas, mientras que los «viejos bolcheviques» oponían al desarrollo concreto de la lucha de clases recuerdos que, aunque recientes, pertenecían ya al pasado. Lenin contaba con un punto de apoyo muy sólido: el que le daba toda la historia de la lucha de los bolcheviques contra los mencheviques. No será inoportuno recordar aquí que, por aquel entonces, los bolcheviques y los mencheviques tenían un programa socialdemocrático común, y que, sobre el papel, los objetivos prácticos de la revolución democrática parecían ser idénticos en ambos partidos. Pero, en la realidad, en la práctica no lo eran. Inmediatamente después de la revolución, los obreros bolcheviques asumieron la iniciativa de luchar por la jornada de ocho horas; los mencheviques declararon inoportuna esta reivindicación. Los bolcheviques dirigían las detenciones de los funcionarios zaristas; los mencheviques oponíanse a aquellos «excesos». Los bolcheviques alentaban enérgicamente la creación de las milicias obreras; los mencheviques, por no disgustar a la burguesía, oponían toda clase de obstáculos al reparto de armas entre los obreros. Los bolcheviques, sin haber rebasado aún el límite de la democracia burguesa, obraban, o se esforzaban en obrar, como revolucionarios intransigentes, aunque se vieran desviados de esta senda por la dirección del partido. Los mencheviques sacrificaban a cada paso el programa democrático en interés de la alianza con los liberales. Faltos absolutamente de aliados democráticos, Kámenev y Stalin flotaban irremediablemente en el vacío.
El choque que tuvo Lenin en el mes de abril con el estado mayor del partido, no fue único. En toda la historia del bolchevismo, excepción hecha de episodios aislados que confirman la regla, en los momentos más decisivos, los líderes del partido se sitúan todos a la derecha de Lenin. ¿Acontecía así, por casualidad? No. Lenin pudo ser el jefe indiscutible del partido más revolucionario de la historia porque la magnitud de su pensamiento y de su voluntad encontraron al fin aplicación en las grandiosas posibilidades revolucionarias del país y de la época. A los otros, les faltaba un metro o dos para llegar, cuando no más.
Casi todo el sector dirigente del partido bolchevique se hallaba alejado de la labor activa, desde hacía meses y hasta años enteros, antes de estallar la revolución. Muchos se habían llevado consigo, a la cárcel y a la deportación, la impresión deprimente de los primeros meses de la guerra, y cuando se produjo el desmoronamiento de la Internacional, estaban aislados o formando pequeños grupos. Y si en las filas del partido mostraban una capacidad de asimilación suficiente para las ideas de la revolución, que era lo que les ataba al bolchevismo, al verse aislados se sintieron impotentes para oponerse a la presión del medio que les rodeaba y formarse un juicio marxista independiente de los acontecimientos. Las inmensas transformaciones operadas en las masas durante los dos primeros años de guerra, quedaron casi por completo fuera de su campo visual. Sin embargo, la revolución no sólo los arrancaba a su aislamiento, sino que por la fuerza del prestigio los exaltó a los cargos culminantes del partido. Por su estado de espíritu, estos elementos se hallaban, con frecuencia, mucho más cerca de la intelectualidad zimmerwaldiana que de los obreros revolucionarios de las fábricas. Los «viejos bolcheviques», que en abril de 1917 subrayaban enfáticamente este título, estaban condenados al desastre, pues defendían, precisamente, aquel elemento tradicionalista del partido que no había resistido la prueba histórica. «Me cuento -decía, por ejemplo, Kalinin, en la conferencia de Petrogrado, el 14 de abril- entre los viejos bolchevistas-leninistas, entiendo que el viejo leninismo no se ha demostrado incapaz para afrontar un momento como el actual, y me asombra la declaración del camarada Lenin, de que en las circunstancias presentes los viejos bolcheviques se han convertido en un obstáculo.» Lenin tuvo que oír, por aquellos días, muchas voces parecidas. Sin embargo, al romper con la fórmula tradicional del partido, Lenin no rebaja en lo más mínimos de ser «leninista»; lo que hacía era desprenderse de la cáscara, gastada ya, del bolchevismo, para infundir nueva vida a su núcleo vital.
Lenin halló un punto de apoyo contra los viejos bolcheviques en otro sector del partido, ya templado, pero más lozano y más ligado con las masas. Como sabemos, en la revolución de Febrero los obreros bolcheviques desempeñaron un papel decisivo. Estos consideraban cosa natural que tomase el poder la clase que había arrancado el triunfo. Estos mismos obreros protestaban ruidosamente con la expulsión de los «jefes» del partido. El mismo fenómeno podía observarse en provincias. Casi en todas partes había bolcheviques de izquierda acusados de maximalismo e incluso de anarquismo. Lo que les faltaba a los obreros revolucionarios para defender sus posiciones, eran recursos teóricos, pero estaban dispuestos a acudir al primer llamamiento claro que se les hiciese.
Fue hacia este sector de obreros, formado durante el auge del movimiento, en los años 1912 a 1914, hacia el que se orientó Lenin. Ya a comienzos de la guerra, cuando el gobierno asestó un duro golpe al partido al destruir la fracción bolchevique de la Duma, Lenin, hablando de la actuación revolucionaria futura, aludía a los «miles de obreros conscientes» educados por el partido, «de los cuales surgirá, a pesar de todas las dificultades, un nuevo núcleo de dirigentes». Separado de ellos por dos frentes, casi sin contacto alguno, Lenin no les perdió nunca de vista. «La guerra, la cárcel, la deportación, el presidio, pueden diezmarlos, pero ese sector obrero es indestructible, se mantiene vivo, alerta, y se halla impregnado de espíritu revolucionario y antichauvinista.» Lenin vivía mentalmente los acontecimientos al lado de estos obreros bolcheviques, marchaba unido con ellos, sacando de todo las conclusiones necesarias, sólo que de un modo más amplio y audaz. Para luchar contra la indecisión de la plana mayor y la oficialidad del partido. Lenin se apoyaba confiadamente en los suboficiales, que eran los que mejor expresaban el estado de espíritu del obrero bolchevique de filas.
La fuerza temporal de los socialpatriotas y del ala oportunista de los bolcheviques consistía en que los primeros se apoyaban en los prejuicios e ilusiones corrientes de las masas, mientras que los segundos se adaptaban a ellos. La fuerza principal de Lenin estaba en comprender la lógica interna del movimiento y en dirigir su política de acuerdo con ella. No imponía sus planes a las masas, sino que ayudaba a éstas a tener conciencia de sus propios planes y a realizarlos. Cuando Lenin reducía todos los problemas de la revolución a la fórmula: «Explicar pacientemente», quería decir que era preciso poner la conciencia de las masas en armonía con la situación en que el proceso histórico las había colocado. El obrero o el soldado decepcionado de la política de los conciliadores tenía que pasar a abrazar la posición de Lenin sin detenerse en la etapa intermedia Kámenev-Stalin.
Las fórmulas de Lenin, al ser enunciadas, esclarecieron con un nuevo haz de luz ante los bolcheviques la experiencia del mes transcurrido y la de cada nuevo día que pasaba. En la gran masa del partido se efectuó un rápido y decidido desplazamiento hacia la izquierda, hacia las tesis de Lenin. «Organización tras organización -dice Zalechski-, se adherían a sus puntos de vista, y en la conferencia de las organizaciones de todo el país, celebrada el 24 de abril, la organización de Petersburgo se pronunciaba sin reservas en favor de sus tesis.»
La pugna por el cambio de actitud de los cuadros bolcheviques, iniciada en la noche del 3 de abril, estaba ya terminada, en sustancia, a fines de mes1. La conferencia del partido, reunida en Petrogrado desde el 24 al 29 de abril, hizo el balance del mes de marzo, mes de vacilaciones oportunistas, y del de abril, mes de aguda crisis. En este momento, el partido había crecido considerablemente tanto en censo de afiliados como en el aspecto político. A aquella conferencia acudieron 140 delegados, que representaban a 79.000 miembros del partido, de los cuales 15.000 correspondían a Petrogrado. Para un partido todavía ayer clandestino y hoy antipatriótico era una cifra respetable, y Lenin lo hizo notar varias veces con satisfacción. La fisonomía política de la conferencia quedó definida ya al procederse a la elección de la Mesa presidencial de cinco miembros: en ella no figuraba Kámenev ni Stalin, principales responsables de los infortunados errores de marzo.
A pesar de que el partido, en su conjunto, había adoptado ya una actitud firme ante los problemas litigiosos, muchos de los dirigentes, atados por su pasado, siguieron manteniendo en dicha conferencia una actitud de oposición o semioposición frente a Lenin. Stalin guardaba silencio y esperaba. Dzerchinski, en nombre de los «muchos» que «no estaban de acuerdo, desde el punto de vista de los principios, con la tesis del ponente», reclamaba una coponencia de «los camaradas que con nosotros han vivido prácticamente la revolución». Era una alusión bastante clara al hecho de que las tesis de Lenin habían sido concebidas en la emigración. Y en efecto, Kámenev se encargó en aquella conferencia de redactar una ponencia abogando por la dictadura democrático-burguesa. Ríkov, Trotski, Kalinin, intentaron mantener más o menos consecuentemente sus posiciones de marzo. Kalinin seguía sosteniendo la unificación con los mencheviques en interés de la lucha contra el liberalismo. Smilovich, uno de los militantes más destacados de Moscú, se lamentaba fogosamente, en su discurso de que «cada vez que hablamos, nos echan encima, como si fueran un espantajo, las tesis del compañero Lenin». Naturalmente, antes, cuando los moscovitas votaban a favor de las proposiciones de los mencheviques, vivían mucho más tranquilos.
Como discípulo de Rosa Luxemburgo, Dzerchinski se pronunció contra el derecho de soberanía de las naciones oprimidas, acusando a Lenin de alentar las tendencias separatistas que debilitaban al proletariado de Rusia. A la acusación de que él, por su parte, apoyaba el chauvinismo ruso. Dzerchinski contestó: «Yo puedo echarle en cara (a Lenin) que abraza el punto de vista de los chauvinistas polacos, ucranianos, etc.» Este diálogo no deja de tener cierta gracia política: el ruso Lenin acusa al polaco Dzerchinski de chauvinismo ruso contra los polacos y oye de éste una acusación de chauvinismo polaco. En este debate, la razón política estaba por entero de parte de Lenin, cuya política de las nacionalidades fue uno de los factores de más importancia de la revolución de Octubre.
La oposición se iba extinguiendo, a todas luces. En el debate sobre las cuestiones discutidas no reunió más que siete votos. Hubo, sin embargo, una excepción uy curiosa, en lo tocante a las relaciones internacionales del partido. Cuando las tareas de la conferencia tocaban a su término, en la sesión nocturna del 20 de abril, Zinóviev presentó, en nombre de la Comisión, una proposición concebida así: «Se acuerda tomar parte en la conferencia internacional de los zimmerwaldianos, convocada en Estocolmo para el 18 de mayo.» El acta dice: «Aprobada con un solo voto en contra.» Este voto era el de Lenin, que sostenía la necesidad de romper con Zimmerwald, donde tenían definitivamente mayoría los independientes alemanes y los pacifistas neutrales del tipo del suizo Grimm. Pero para os militares ruso del partido, Zimmerwald durante la guerra era casi sinónimo del bolchevismo. Los delegados no se decidían aún a abandonar el nombre de socialdemocracia ni a romper con Zimmerwald, que era, a sus ojos, un medio de mantenerse en contacto con los elementos de la II Internacional. Lenin intentó, cuando menos, restringir la participación del partido en aquella conferencia, asignándole fines puramente informativos. Pero Zinóviev se pronunció en contra de él y la proposición de Lenin no fue aceptada. Entonces, éste votó contra la totalidad de la resolución. Nadie estuvo a su lado. Fueron las últimas salpicaduras del estado de espíritu de marzo; aquellos hombres se aferraban a las posiciones de ayer, le temían al «aislamiento». La conferencia no legó a celebrarse, a consecuencia de aquellas enfermedades internas zimmerwaldianas que habían movido a Lenin a romper con tales tendencias. Por lo tanto, la política boicotista, unánimemente rechazada, se llevó a la práctica de un modo efectivo.
A nadie se le ocultaba el viraje en redondo que había dado la política del partido. Schmidt, un obrero bolchevique, futuro comisario del pueblo en el departamento del Trabajo, decía en la conferencia de abril: «Lenin ha orientado en un sentido nuevo el carácter de nuestra actuación.» Según las palabras de Raskolnikov, pronunciadas, cierto es, algunos años después de los acontecimientos, «Lenin, en abril de 1917, llevó la revolución de Octubre a la conciencia de los dirigentes del partido... La táctica de éste no representa una línea recta; después de llegar Lenin, vira marcadamente a izquierda». La vieja bolchevique Ludmila Stal aprecia de un modo más directo, y al propio tiempo más preciso, el cambio: «Antes de llegar Lenin -decía el 14 de abril, en la conferencia de Petrogrado-, los camaradas erraban todos, ciegos, por las tinieblas. No había más fórmulas que las de 1905. Veíamos que el pueblo obraba por cuenta propia, pero no podíamos enseñarle nada. Nuestros camaradas se limitaban a preparar la Asamblea constituyente por el procedimiento parlamentario y no creían posible ir más allá. Si aceptamos las consignas de Lenin, no haremos más que lo que nos indica la vida misma. No hay que temer a la Comuna, viendo ya en ella un gobierno obrero. La Comuna de París o fue sólo obrera, fue también pequeñoburguesa.» Podemos convenir con Sujánov en que el cambio radical de orientación del partido «fue el triunfo principal y fundamental de Lenin, obtenido en los primeros días de mayo». Mas conviene advertir que, a juicio de Sujánov, Lenin, para conseguir esto, trocaba las armas marxistas por las anarquistas.
Queda todavía por preguntar -y no es pregunta de poca monta, aunque es más fácil formularla que contestarla-: ¿Cómo se habría desarrollado la revolución, suponiendo que Lenin no hubiera podido llegar a Rusia en abril de 1917? Si nuestra exposición enseña y demuestra algo, este algo es precisamente -al menos así lo esperamos- que Lenin no fue ningún demiurgo del proceso revolucionario, que su misión consistió pura y simplemente en empalmarse a la cadena de las fuerzas históricas objetivas. Pero en esta cadena él era un eslabón muy importante. La dictadura del proletariado se deducía de la lógica de la situación. Mas era necesario instaurarla, y esto no hubiera sido posible sin el partido. Y éste sólo podía cumplir su misión comprendiéndola. Precisamente para esto, para infundirle esta conciencia, hacía falta un Lenin. Antes de llegar él a Petrogrado, ninguno de los jefes bolcheviques había sido capaz de pronosticar el rumbo de la revolución. El curso de los acontecimientos empujaba al partido dirigido por Kámenev y Stalin hacia la derecha, hacia el campo socialpatriótico: la revolución no dejaba sitio para una posición intermedia entre Lenin y los mencheviques. La lucha intestina en el seno del partido bolchevique era de todo punto inevitable. La llegada de Lenin no hizo más que forzar el proceso. Su ascendiente personal redujo las proporciones de la crisis. Sin embargo, ¿puede afirmar nadie con seguridad que, sin él, el partido habría encontrado su senda? Nosotros no nos atreveríamos en modo alguno a afirmarlo. Lo decisivo, en estos casos, es el factor tiempo, y cuando la hora ha pasado es harto difícil echar una ojeada al reloj de la historia. De todos modos, el materialismo dialéctico no tiene nada de común con el fatalismo. La crisis que inevitablemente tenía que provocar aquella dirección oportunista hubiera cobrado sin Lenin un carácter excepcionalmente agudo y trabajoso. Desde luego, las condiciones de la guerra y la revolución no dejaban al partido mucho margen de tiempo para cumplir con su misión. Hubiera podido ocurrir muy bien, por tanto, que el partido, desorientado y dividido, perdiera para muchos años la ocasión revolucionaria. El papel de la personalidad cobra aquí ante nosotros proporciones verdaderamente gigantescas. Lo que ocurre es que hay que saber comprender ese papel, asignando a la personalidad el puesto que le corresponde como eslabón de la cadena histórica.
La llegada «súbita» de Lenin después de una larga ausencia en el extranjero, el ruido desaforado levantado por la prensa alrededor de su nombre, su choque con todos los dirigentes del propio partido y su rápido triunfo sobre ellos; en una palabra, el desarrollo exterior de los acontecimientos contribuyó considerablemente, en este caso, a destacar mecánicamente la persona, el héroe, el genio, sobre las condiciones objetivas, sobre la masa, sobre el partido. Pero este modo de ver es completamente superficial. Lenin no era ningún elemento accidental en la evolución histórica, sino el producto de todo el pasado de la historia rusa, a la que le unían raíces profundísimas. Había luchado al lado de los obreros avanzados durante todo el cuarto de siglo precedente. El «azar» no era precisamente su intervención en los acontecimientos, sino más bien la paja con que Lloyd George quería cerrarle el camino. Lenin no era un factor que se alzase frente al partido desde fuera, sino que era su más perfecta expresión. Al formar el partido, formaba en él a su persona. Sus discrepancias con el sector dirigente de los bolcheviques representaban la pugna del partido por la guerra y la emigración, la mecánica externa de aquella crisis no hubiera sido tan dramática ni habría velado a nuestros ojos hasta tal punto la continuidad interna del proceso. De la excepcional importancia que tuvo la llegada de Lenin a Petrogrado no se deduce más que una cosa: que los jefes no se crean por casualidad que se seleccionan y se forman a lo largo de décadas enteras, que no se les puede reemplazar arbitrariamente, y que su separación puramente mecánica de la lucha infiere heridas muy sensibles al partido y, en ocasiones, puede dejarle maltrecho para mucho tiempo.