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León Trotsky

 

HISTORIA DE LA REVOLUCION RUSA

 

Capitulo X

El nuevo Poder

Publicada por primera vez, en traducción de Max Eastman, como The History of the Russian Revolution vols I-III, en Londres 1932-33. Digitalizado por Julagaray en julio de 1997, para la Red Vasca Roja, con cuyo permiso aparece aquí. Recodificado para el MIA por Juan R. Fajardo en octubre de 1999.

Divorciada del pueblo, ligada mucho más estrechamente al capital financiero extranjero que a las masas trabajadoras del propio país, hostil a la revolución que triunfaba, la burguesía rusa, que había llegado con retraso, no podía invocar en su propio nombre ni un solo título en favor de sus pretensiones al poder. Sin embargo, era necesario fundamentarlas en un sentido u otro, pues la revolución somete a una revisión implacable no sólo los derechos heredados, sino también las nuevas alegaciones. Rodzianko, el presidente del Comité provisional, que durante los primeros días de la revolución se encontró al frente del país, era la persona menos indicada para ofrecer argumentos susceptibles de convencer a las masas. Ayuda de cámara bajo Alejandro II, oficial del regimiento de caballería de la Guardia, decano provincial de la nobleza, chambelán de Nicolás II, monárquico hasta la médula, terrateniente, miembro del partido de los octubristas, uno de los elementos activos de los zemstvos y diputado de duma nacional, Rodzianko fue luego elegido presidente de ésta. Esto ocurría después de la dimisión de Guchkov, a quien odiaban en palacio por su calidad de "Joven Turco". La Duma confiaba en tener más fácil acceso al corazón del monarca por mediación del chambelán. Rodzianko hizo todo lo que pudo: testimonió al zar, sin hipocresía alguna, su adhesión a la dinastía; imploró como un favor ser presentado al príncipe heredero y ganó las simpatías de éste como "el hombre más voluminosos de toda Rusia". A pesar de todo este histrionismo bizantino, el chambelán no logró conquistar el favor del zar para la Constitución, y, en sus cartas, la zarina calificábale, sin andarse con rodeos, de canalla. Durante la guerra, el presidente de la Duma hizo pasar, indudablemente, no pocos malos ratos al zar, agobiándole, durante las audiencias, con exhortaciones ampulosas, críticas patrióticas y augurios sombríos. Rasputin veía en Rodzianko un enemigo personal. Kurlov, uno de los elementos más afines a la banda palaciega, se refiere a la "insolencia -de Rodzianko- acompañada de una indudable limitación mental". Witte habla del presidente de la Duma con más indulgencia, pero no mucho mejor: "No es tonto, sino, al contrario, bastante listo: pero así y todo, la cualidad principal de Rodzianko no consiste en su inteligencia, sino en su voz: tiene una magnífica voz de bajo." En un principio, Rodzianko intentó vencer a la revolución con las mangueras de los bomberos; lloró cuando supo que el gobierno del príncipe Golitsin había abandonado su puesto; se negó, horrorizado, a tomar el poder que le ofrecían los socialistas; después, decidió tomarlo; pero, como súbdito fiel, abrigando el propósito de devolver la corona al monarca tan pronto como le fuera posible. No fue culpa de Rodzianko, que esta ocasión no se le deparase. En cambio, la revolución, con ayuda de aquellos mismos socialistas, brindó al chambelán magnífica ocasión de hacer resonar su voz de bajo ante los regimientos sublevados. Ya el 27 de febrero, el capitán retirado de la caballería de la Guardia Rodzianko decía al regimiento de la Guardia que se había presentado en el palacio de Táurida: "Fieles soldados, escuchad mis consejos. Soy un hombre viejo y no os engañaré; escuchad a los oficiales, que no os mandarán nada malo y obrarán de completo acuerdo con la Duma. ¡Viva la santa Rusia!" Seguramente, que no había en toda la Guardia ningún oficial que no estuvieses dispuesto a aceptar esa revolución. En cambio, los soldados no acababan de convencerse de su necesidad. Rodzianko temía a los soldados, temía a los obreros, veía en Cheidse y demás elementos de izquierda agentes a sueldo de Alemania, y, al tiempo que se ponía al frente de la revolución, miraba a cada instante en torno suyo, esperando el momento en que el Soviet viniese a detenerle.

La figura de Rodzianko es un poco cómica, pero no fortuita; este chambelán, con su magnífica voz de bajo, era la encarnación de las dos clases dirigentes de Rusia: los terratenientes y la burguesía, con el aditamento del clero progresivo. Rodzianko era muy devoto y muy versado en música litúrgica, y los burgueses liberales, independientemente de la actitud que pudieran adoptar respecto a la Iglesia ortodoxa, consideraban tan necesaria para el orden la alianza con esta última como con la monarquía.

En aquellos días, el honorable monárquico que debía el poder a los conspiradores, rebeldes y asesinos, estaba pálido y desencajado. Los demás miembros del Comité no se sentían mucho mejor. Alguno de ellos ni siquiera se dejaban ver en el palacio de Táurida, por entender, sin duda, que la situación no estaba todavía suficientemente despejada. Los más prudentes daban vueltas, de puntillas, alrededor del fuego de la revolución, cuyo humo les hacía toser, y se decían: "¡Dejémoslo que arda, y después veremos si se puede cocer algo en él!"

El Comité, si bien accedió a tomar el poder, no se decidió inmediatamente a formar un Ministerio. "En espera -según las palabras de Miliukov- de que llegara el momento de formar gobierno, el Comité se limitó a designar comisarios entre los miembros de la Duma, encargados de regentar los organismos gubernamentales, pues esto dejaba abierta una salida para en caso de retirada."

Al frente del Ministerio del Interior pusieron al diputado Karaulov, hombre insignificante, pero menos cobarde acaso que los demás, el cual dictó el primero de marzo la orden de detención de todos los jefes de la policía y del cuerpo de gendarmes. Este terrible gesto revolucionario tenía un carácter puramente platónico, puesto que los rebeldes se habían apresurado a detener por su cuenta a la policía, sin aguardar a que se publicara ningún decreto, y la cárcel era, además, para ella el único asilo contra la venganza popular. Mucho más tarde, la reacción vio en aquel acto demostrativo de Karaulov el principio de todas las calamidades posteriores.

Para la comandancia militar de Petrogrado se nombró al coronel Engelhardt, oficial del regimiento de la Guardia, propietario de cuadras de caballos de carreras y gran terrateniente. En vez de detener al "dictador" Ivanov, que había llegado del frente para apaciguar la capital, Engelhardt puso a su disposición a un oficial reaccionario en calidad de jefe de estado mayor: al fin y al cabo, todos era unos.

Al Ministerio de Justicia se envió a la lumbrera de la abogacía liberal de Moscú, al elocuente y huero Maklakov, el cual se apresuró a dar a entender, ante todo a los burócratas reaccionarios, que él no quería ser ministro por la gracia de la revolución, y, "posando la vista sobre un camarada que acababa de entrar y que desempeñaba las funciones de mozo", dijo en francés: Le danger est à gauche.

Los obreros y soldados no necesitaban entender francés para comprender que todos aquellos caballeros eran sus más acérrimos enemigos.

Por su parte, Rodzianko no dejó de oír su voz tonante mucho tiempo al frente del Comité. Su candidatura a la presidencia del gobierno revolucionario se hundió por sí misma: era evidente que el intermediario entre los propietarios y la monarquía no servía ya para intermediario entre los propietarios y la revolución. Pero no por eso desapareció de la escena política, sino que intentó tenazmente avivar la duma, contrarrestando con ella la influencia del Soviet, y se erigió invariablemente en el eje de todas las tentativas encaminadas a articular la contrarrevolución de los burgueses y los terratenientes. Ya volveremos a encontrarnos con él.

El primero de marzo, el Comité provisional emprendió la formación de un Ministerio, proponiendo para él a los hombres que la Duma, a partir de 1915, había recomendado repetidamente al zar como personas que gozaban de la confianza del país; se trataba de grandes agrarios e industriales, de los diputados de oposición de la Duma y jefes del bloque progresivo. Lo cierto es que la revolución hecha por los obreros y los soldados no se vio representada para nada en la composición del gobierno revolucionario, con una sola excepción. Esta excepción la constituía Kerenski. La onda Rodzianko-Kerenski era la onda oficial de la revolución de Febrero.

Kerenski entró en el gobierno en calidad, digámoslo así, de embajador de aquella revolución. Sin embargo, su actitud ante ésta era la de un abogado provinciano que había intervenido en varios procesos políticos. Kerenski no era un revolucionario, sino pura y simplemente un hombre que había revoloteado alrededor de la revolución. Elegido por primera vez como diputado de la cuarta Duma, gracias a que estaba dentro de la ley, Kerenski se convirtió en el presidente de la fracción gris e impersonal de los trudoviki o "laboristas", fracción que era un fruto anémico del cruce del liberalismo con los narodniki. No tenía preparación teórica, ni escuela política, ni aptitud para las tareas especulativs, ni nervio político. Todas estas cualidades veíanse sustituidas en él por una facilidad de adaptación superficial, por una fácil exaltación y esa clase de elocuencia que actúa, no sobre el pensamiento ni sobre la voluntad, sino sobre los nervios. Sus intervenciones en la Duma, inspiradas en un radicalismo declamatorio, para el cual no le faltaban ocasiones, crearon a Kerenski, si no una popularidad, al menos una cierta notoriedad. Durante la guerra, entendía, coincidiendo en esto con los liberales, como patriota que era, que la idea misma de la revolución era funesta para el país. La aceptó cuando vino, y la revolución, aferrándose a su "popularidad", lo sacó a flote. Para él, la revolución se identificaba de un modo natural con el nuevo poder. Pero el Comité ejecutivo decretó que el poder, conquistado por la revolución burguesa, debía pertenecer a la burguesía. A Kerenski, esta fórmula se le antojaba falsa, aunque no fuera más que por el hecho de que le cerraba las puertas del Ministerio. Kerenski estaba completamente persuadido de que su socialismo no constituía ningún obstáculo para la revolución burguesa, como tampoco ésta causaría detrimento alguno a su socialismo. El Comité provisional de la Duma decidió hacer una tentativa par arrancar del Soviet al diputado radical y no le fue difícil conseguirlo, ofreciéndole la cartera de Justicia, a la cual había renunciado ya Maklakov. Kerenski paraba por los pasillos a los amigos y les preguntaba: "¿Debo aceptar la cartera o no?" Los amigos no dudaban de que ya tenía decidido aceptarla. Sujánov, muy bien dispuesto hacia Kerenski en aquel entonces, observó en él -cierto es que en Recuerdos, publicados más tarde- "que tenía la seguridad de que estaba llamado a cumplir una misión muy importante... y se irritaba extraordinariamente contra los que no se daban cuenta de ello". Por fin, los amigos, Sujánov inclusive, le aconsejaron que aceptase la cartera, entendiendo que era lo mejor; pues de este modo, teniendo allí a uno de los suyos, podrían observar de cerca lo que hacían aquellos astutos liberales. Pero al mismo tiempo que tentaban sigilosamente a Kerenski a cometer un pecado para el cual no necesitaba, por cierto, orientación, los dirigentes del Comité ejecutivo le negaban toda sanción oficial. El Comité ejecutivo se ha manifestado ya -recordaba Sujánov a Kerenski-, y el volver a plantear el asunto ante el Soviet no deja de tener sus peligros, pues puede sencillamente contestar: "el poder debe pertenecer a la democracia soviética." Tal es el relato textual del propio Sujánov, que constituye una increíble mezcla de candidez y de cinismo. El inspirador de todos los misterios del poder reconoce abiertamente que, ya el 2 de marzo, el Soviet de Petrogrado se inclinaba por la toma formal del poder, el cual le pertenecía de hecho desde la tarde del 27 de febrero, y que los jefes socialistas sólo habían podido despojarle de él, en provecho de la burguesía, a espaldas de los obreros y los soldados, sin que éstos lo supieran y contra su verdadera voluntad. El trato de los demócratas con los liberales aparece rodeado, en el relato de Sujánov, de todas las características jurídicas de rigor en un crimen de lesa revolución, es decir, de complot secreto tramado contra el poder del pueblo y sus derechos.

Los dirigentes del Comité ejecutivo, comentando la impaciencia de Kerenski, cuchicheaban entre sí que no era conveniente para un socialista tomar oficialmente un fragmento de poder de manos de los hombres de la Duma, que acababan de recibirlo íntegramente de manos de los socialistas. Sería mejor que Kerenski asumiese toda la responsabilidad de aquel acto. Aquellos caballeros, por una especie de instinto infalible, se las arreglaban para encontrar siempre verdaderamente la salida más complicada y falsa a todas las situaciones. Pero Kerenski no quería entrar en el gobierno con la chaqueta de simple diputado radical; quería entrar, a todo trance, envuelto en el manto de representante de la revolución triunfante. Con el fin de no tropezar con ninguna resistencia, no solicitó la sanción ni del partido del cual se proclamaba miembro, ni del Comité ejecutivo, de que era vicepresidente. Sin advertir a los jefes, en una de las sesiones plenarias del Soviet, que en aquellos días no era aún más que mitin caótico, pidió la palabra para hacer una declaración, y en su discurso, que unos calificaron de confuso y otros de histérico -versiones entre las cuales, dicho sea de paso, no media contradicción-, exigió un voto de confianza y repitió en todos los tonos que estaba dispuesto a morir por la revolución y, aún más, a aceptar la cartera de ministro de Justicia. Le bastó aludir a la necesidad de una amnistía política completa y entregar a los Tribunales a los funcionarios zaristas, para provocar una tempestad de aplausos en aquella asamblea inexperta, sin rumbo ni dirección. "Aquella farsa -recuerda Schliapnikov- produjo en muchos una profunda indignación y un sentimiento de repugnancia contra Kerenski." Pero nadie le contradijo: los socialistas, al tiempo que entregaban el poder a la burguesía, evitaban, como sabemos, plantear esta cuestión ante las masas. No hubo votación. Kerenki decidió interpretar los aplausos como un voto de confianza. Desde su punto de vista, tenía razón. Indudablemente, el Soviet era partidario de la entrada de los socialistas en el Ministerio, pues veía con ello un paso en el sentido de la liquidación del gobierno burgués, con el cual, ni por un instante, estuvo conforme. De todos modos, haciendo caso omiso de la doctrina oficial, el 2 de marzo Kerenski accedió a aceptar el cargo de ministro de Justicia. "Kerenski estaba muy contento de su nombramiento -cuenta el octubrista Schidlovski-, y me acuerdo perfectamente de que, en el local del Comité provisional hablaba calurosamente, tumbado en una butaca, del pedestal que levantaría a la justicia en Rusia." En efecto, meses más tarde, había de demostrarlo elocuentemente en el proceso seguido a los bolcheviques.

El menchevique Cheidse, al cual los liberales, guiándose por un cálculo excesivamente simple y por la tradición internacional, querían confiar, en un momento difícil, el Ministerio de trabajo, se negó categóricamente a aceptar el cargo, y permaneció en su puesto de presidente del Soviet. Menos brillante que Kerenski, Cheidse estaba, sin embargo, construido con materiales más sólidos.

Miliukov, líder indiscutible del partido kadete, aunque no se hallara formalmente al frente del Ministerio, era el jefe del gobierno provisional. "Miliukov estaba incomparablemente por encima de sus compañeros de gabinete -decía el kadete Nabokov, después de haber roto ya con él-, como fuerza intelectual, por sus inmensos conocimientos, casi inagotables, y por su espíritu amplio". Sujánov, que acusaba a Miliukov personalmente del fracaso del liberalismo ruso, decía, sin embargo, hablando de él: "Miliukov era entonces la figura central, el alma y el cerebro de todos los círculos políticos burgueses... Sin él no habría habido política burguesa en el primer período de la revolución." A pesar de su exageración estas opciones señalan la superioridad indiscutible de Miliukov sobre los demás políticos de la burguesía rusa. Su fuerza radicaba en lo mismo en que radicaba su debilidad: de un modo más concreto y definitivo que los demás, expresaba, traducido al lenguaje de la política, el destino de la burguesía rusa, es decir, la situación sin salida en que la historia había colocado a ésta. Los mencheviques se lamentaban de que Miliukov había llevado al liberalismo a la ruina, pero con más fundamento podría afirmarse que fue el liberalismo el que llevó a la ruina a Miliukov.

A pesar del neoeslavismo, resucitado por él con fines imperialistas, Miliukov fue siempre un occidentalista burgués. Había asignado como fin a su partido la implantación en Rusia de la civilización europea. Pero temía cada día más las sendas revolucionarias que habían seguido los pueblos de Occidente. Por esto, todo su occidentalismo se reducía a una envidia impotente de los países occidentales.

La burguesía inglesa y francesa edificó una nueva sociedad a su imagen y semejanza. La alemana llegó más tarde y tuvo que permanecer durante mucho tiempo entregada a la papilla de avena de la filosofía. Los alemanes inventaron el término "contemplación del mundo" (Weltanschaung), con el que no cuentan en su haber los ingleses ni los franceses; mientras que las naciones occidentales creaban un mundo nuevo, los alemanes "contemplaban" el suyo. Pero la burguesía alemana, tan pobre desde el punto de vista de la acción política, creó la filosofía clásica, lo cual constituye una aportación de valor innegable. La burguesía rusa llegó todavía más tarde. Es verdad que tradujo al ruso, con algunas variantes, la palabra "contemplación del mundo", pero con ello no hizo más que poner de manifiesto, a la par que su impotencia política, su fatal pobreza filosófica. Importó ideas y técnica, estableciendo para la última tarifas arancelarias elevadas y para las primeras una cuarentena dictada por el miedo. Miliukov estaba llamado a dar expresión política a estos rasgos característicos de su clase.

Ex-profesor de Historia en Moscú, autor de importantes trabajos científicos, fundador luego del partido kadete, fruto de la fusión de los terratenientes liberales y de los intelectuales de izquierda, Miliukov se hallaba absolutamente libre del diletantismo político, propio de la mayoría de los políticos liberales rusos. Tenía un concepto muy serio de su profesión, y esto bastaba ya para hacerle resaltar sobre el medio.

Hasta 1905 los liberales rusos se avergonzaban casi siempre de serlo. La capa de populismo y más tarde de marxismo les sirvió, durante mucho tiempo, de coraza defensiva. En esta capitulación vergonzante, en esencia muy poco profunda, de círculos burgueses muy extensos, en que figuraban incluso toda una serie de jóvenes industriales, ante el socialismo cobraba toda su expresión la falta de confianza en sí misma de una clase que había venido en el momento oportuno para concentrar en sus manos fortunas de millones, pero demasiado tarde para ponerse al frente del país. Los padres, campesinos de luengas barbas y tenderos enriquecidos, habían acumulado sin pensar en su papel social. Los hijos habían terminado sus estudios universitarios en el período de fermentación de las ideas prerrevolucionarias, y cuando intentaron hallar cabida en la sociedad no tuvieron prisa por enrolarse bajo la bandera del liberalismo, ya maltrecha en los países avanzados, descolorida y toda remendada. Durante algún tiempo, cedieron a los revolucionarios parte de su espíritu y aun de sus ingresos. Esto que decimos podemos hacerlo extensivo, aún con mayor razón, a los representantes de las profesiones liberales, una parte considerable de los cuales pasaron en su juventud por la fase de las simpatías socialistas. El profesor Miliukov no pasó nunca el sarampión del socialismo. Era, orgánicamente, un burgués, y no se avergonzaba de serlo.

Cierto que en la época de la primera revolución, Miliukov no renunciaba aún a la esperanza de apoyarse en las masas revolucionarias por mediación de los partidos socialistas domesticados. Witte cuenta que cuando, en octubre de 1905, durante la formación de su gabinete constitucional, exigió a los kadetes "que se cortasen la cola revolucionaria", éstos le contestaron que del mismo modo que él, Witte, no podía renunciar al ejército, ellos no podían tampoco renunciar a las fuerzas armadas de la revolución. En el fondo, esto, en aquel entonces, no era ya más que un chantaje: para hacerse subir el precio, los kadetes asustaban a Witte con las masas, las mismas masas a quienes ellos tanto temían. Precisamente la experiencia de 1905 persuadió a Miliukov de que, por fuertes que fuesen las simpatías liberales de los grupos intelectuales socialistas, las fuerzas auténticas de la revolución, las masas, no cederían nunca sus armas a la burguesía, y que cuanto mejor armadas estuvieran, más peligrosas serían para ésta. Al proclamar abiertamente que la bandera roja no era más que un trapo, Miliukov liquidó, con un sentimiento evidente de desahogo, un idilio que en realidad no había empezado.

El divorcio entre la llamada "inteligentsia" y el pueblo constituía uno de los temas tradicionales de los publicistas rusos, con la particularidad de que los liberales, contrariamente a los socialistas, englobaban bajo el nombre de "inteligentsia" a todas las clases "cultas", es decir, a las clases poseedoras. Después que este divorcio se reveló catastróficamente, los liberales, durante la primera revolución ideólogos de las clases "cultas", vivían como en constante espera del juicio final. Un escritor liberal, filósofo, no atado por los convencionalismos de la política, expresó el miedo ante la masa con una fuerza furiosa, que recuerda el reaccionarismo epiléptico de Dostoievski. "Tal como somos, no sólo no podemos soñar en la fusión con el pueblo, sino que debemos temerle más que a todos los atropellos del poder y bendecir a este último, que con sus bayonetas y sus cárceles nos protege contra la furia popular..." ¿Podían los liberales, pensando de este modo, soñar con empuñar el "gobernalle" de la nación revolucionaria? Toda la política de Miliukov lleva el sello de la impotencia. En el momento de la crisis nacional, el partido acaudillado por él piensa en el modo de esquivar el golpe y no en el de asestarlo. Como escritor, Miliukov es pesado y difuso, y lo mismo puede decirse de él como orador. Lo decorativo no es su fuerte. Esto podría ser una cualidad positiva si la política mezquina de Miliukov no necesitara por modo tan apremiante de cubrirse con una máscara, o si, por lo menos, hubiera podido objetivamente cubrirse con una gran tradición; pero Miliukov no contaba ni aun con una pequeña tradición. La política oficial de Francia, quintaesencia del egoísmo burgués y de la perfidia, tiene dos poderosos auxiliares: la tradición y la retórica, que rodean de una coraza defensiva a todo político burgués, incluso a un abogado de los grandes propietarios tan prosaico como Poincaré. Pero no es culpa de Miliukov el no haber tenido antecesores patéticos ni el verse obligado a practicar una política de egoísmo burgués en la frontera que separa a Europa de Asia.

"Paralelamente con las simpatías hacia Kerenski -leemos en las Memorias del socialrevolucionario Sokolov, sobre la revolución de Febrero-, existía desde el principio una gran antipatía no disimulada y un poco extraña por Miliukov. Yo no comprendía y sigo sin comprender por qué este honorable hombre público era tan impopular." Si los filisteos comprendieran las causas de su entusiasmo por Kerenski y de sus antipatías por Miliukov, dejarían de ser filisteos. El buen burgués no sentía simpatías por Miliukov, porque éste expresaba de un modo excesivamente prosaico, desapasionado e incoloro, la esencia política de la burguesía rusa. Al mirarse en el espejo de Miliukov, el burgués veía que era gris, interesado, cobarde, y, como suele suceder, se indignaba contra el espejo.

Al ver, por su parte, las muecas de descontento del burgués liberal, Miliukov decía tranquilamente y con aplomo: "La gente es tonta." Y pronunciaba estas palabras sin irritación, casi de un modo cariñoso, con el deseo de decir: "Si hoy la gente no me comprende, no hay por qué desesperarse, ya me comprenderá más tarde." Miliukov confiaba fundadamente en que el burgués no le traicionaría y, sometiéndose a la lógica de la situación, le seguiría a él, a Miliukov, pues no tenía otro camino. Y en efecto, después de la revolución de Febrero, todos los partidos burgueses, incluso los de derecha, siguieron al jefe kadete, aunque le insultasen y aun le maldijesen.

No se podía decir lo mismo de un político demócrata con matiz socialista como Sujánov. Éste no era un hombre gris, sino, al contrario, un político profesional, bastante refinado en su pequeño oficio. Este político no podía parecer "inteligente", pues saltaba demasiado a la vista la contradicción constante entre lo que quería y los resultados a que llegaba. Pero se hacía el cuco, enredaba y cansaba a la gente. Para arrastrarle, era necesario engañarle, no sólo reconociendo su completa independencia, sino acusándole aun de excesivo espíritu de mando, de autoritarismo. Esto le halagaba y le conciliaba con el papel de instrumento servil. Fue precisamente en una conversación con esta ardilla socialista donde Miliukov lanzó su frase: "La gente es tonta." Esta frase no era más que una sutil adulación: "Los únicos inteligentes somos usted y yo." Y al decirlo, Miliukov, sin que ellos se dieran cuenta, echaba el anillo a la nariz de los demócratas. El anillo con el que más tarde habían de ser arrojados por la borda.

Su impopularidad personal no le permitió a Miliukov ponerse al frente del gobierno; hubo de contentarse con la cartera de Negocios extranjeros. Los asuntos de política exterior constituían ya su especialidad en la Duma.

El ministro de Guerra resultó ser el gran industrial moscovita Guchkov, a quien ya conocemos, liberal en su juventud, con una cierta tendencia aventurera y luego hombre de confianza de la gran burguesía cerca de Stolipin, en el período de la represión de la primera revolución. La disolución de las dos primeras Dumas, en las cuales dominaban los kadetes, condujo al golpe de Estado del 3 de junio de 1907, dado con el fin de modificar el estatuto electoral en beneficio del partido de Guchkov, que presidió después de las dos últimas Dumas hasta el momento de la revolución. En 1911, al inaugurarse en Kiev el monumento a Stolipin, muerto por un terrorista, Guchkov, depositando la corona, se inclinó hasta el suelo: en esta reverencia hablaba toda la clase. En la Duma se dedicó, principalmente, a las cuestiones militares, y en la preparación de la guerra obró en estrecho contacto con Miliukov. En su calidad de presidente del Comité central industrial de guerra, Guchkov agrupó a los industriales bajo la bandera de la oposición patriótica, sin impedir en lo más mínimo, al mismo tiempo, que los dirigentes del bloque progresista, Rodzianko inclusive, se llenaran los bolsillos con los suministros militares. La recomendación revolucionaria de Guchkov era que su nombre iba asociado por la semileyenda de la preparación de la consabida revolución palaciega. El ex-jefe de policía afirmaba, además, que Guchkov "se permitía en sus conversaciones sobre el monarca aplicar a este último un epíteto extremadamente ofensivo". Es muy verosímil, pero Guchko no constituía en este sentido una excepción. La devota zarina odiaba a Guchkov, le aplicaba en sus cartas los insultos más groseros y expresaba la esperanza de "verle colgado". Cierto es -dicho sea de paso- que la zarina deseaba esa suerte a muchos. Sea de ello lo que fuere, el hombre que se había inclinado hasta el suelo ante el verdugo de la primera revolución, apareció siendo ministro de la Guerra de la segunda.

Para la cartera de Agricultura se designó al kadete Chingarev, médico provinciano y diputado de la Duma. Sus correligionarios le consideraban como una mediocridad honrada o, para decirlo con Nabokov, como a "un intelectual de provincia, apto para un cargo, no en la capital, sino en provincias o en un distrito". Hacía ya tiempo que se había evaporado el radicalismo vago de su juventud y ahora la preocupación principal de Chingarev consistía en demostrar a las clases poseyentes su capacidad de hombre de Estado. Aunque el viejo programa de los kadetes hablaba de "la expropiación forzosa de las tierras de los grandes propietarios mediante una justa tasación", ninguno de ellos tomaba este programa en serio, sobre todo ahora, en los años de inflación de la guerra, y Chingarev consideró como su misión principal retrasar la solución del problema agrario, haciendo concebir esperanzas a los campesinos con el espejuelo de la Asamblea constituyente, que los kadetes hacían todo lo posible por no convocar. La revolución de Febrero estaba condenada a estrellarse contra el problema de la tierra y el de la guerra. Chingarev le ayudó con todas sus fuerzas a conseguirlo.

La cartera de Hacienda fue a parar a manos de un joven llamado Terechenko. "¿De dónde le sacaron?", se preguntaba la gente con extrañeza en el palacio de Táurida. Los iniciados decían que era propietario de fábricas de azúcar, haciendas agrícolas, bosques y otras riquezas valoradas en ochenta millones de rublos de oro, que ocupaba la presidencia del Comité industrial de guerra en Kiev, que poseía una buena pronunciación francesa y que, además, era un buen conocedor del ballet. Añadían, además, de un modo significativo, que Terechenko, en calidad de hombre de confianza de Guchkov, casi habría tomado parte en el gran complot que había de destronar a Nicolás II. La revolución, estorbando el complot, ayudó a Terechenko.

Durante aquellos cinco días de febrero, en que en las frías calles de la capital se desarrollaban los combates revolucionarios, cruzó algunas veces por delante de nosotros, como una sombra, la figura de liberal procedente de casa grande, hijo del ex-ministro zarista Nabokov, figura casi simbólica en su corrección fatua y en su dureza egoísta. Nabokov pasó los días decisivos de la insurrección entre los cuatro muros del despacho de su casa, "esperando, alarmado, el desarrollo de los acontecimientos". Helo aquí, ahora, convertido en el factotum del gobierno provisional, en una especie de ministro sin cartera. Emigrado a Berlín, donde fue muerto por una bala perdida de un guardia blanco, dejó unas notas, no exentas de interés, sobre el gobierno provisional. Anotemos en su haber este servicio.

Pero nos hemos olvidado de nombrar al primer ministro, sin duda por hacer lo que hacía todo el mundo en los momentos más serios de su breve reinado. El 2 de marzo, Miliukov, al presentar al nuevo ministro en la sesión del palacio de Táurida, dijo que el príncipe Lvov era "la encarnación de la opinión pública rusa, perseguida por el régimen zarista". Más tarde, en su Historia de la revolución, observa prudentemente que fue puesto al frente del gobierno el príncipe Lvov, "poco conocido personalmente de la mayoría de los diputados que formaban el Comité provisional". El historiador intenta eximir aquí al político de responsabilidad por elección. En realidad, el príncipe formaba parte, desde hacía tiempo, del partido kadete, figurando en su ala derecha. Después de la disolución de la primera Duma, en la famosa reunión de diputados celebrada en Viborg, que se dirigió a la población con el llamamiento ritual del liberalismo ofendido: "No pagar los impuestos", el príncipe Lvov, que estaba presente, no firmó el manifiesto. Nabokov recuerda que, al volver de Viborg, el príncipe cayó enfermo, con la particularidad que la enfermedad "se atribuía al estado de agitación en que se hallaba". Por lo visto, el príncipe no había nacido para las emociones revolucionarias. El príncipe Lvov, a pesar de ser extremadamente moderado, en todas las organizaciones dirigidas por él toleraba, por obra sin duda de una indiferencia política que parecía amplitud de espíritu, a un gran número de intelectuales de izquierda, de ex-revolucionarios, de socialistas patriotas que habían esquivado la guerra, elementos que no trabajaban peor que los funcionarios, no robaban y al mismo tiempo creaban al príncipe algo parecido a la popularidad. La existencia de un príncipe ricacho y liberal imponía al buen burgués. Por eso, ya bajo el zar, se había pensado en el príncipe Lvov como primer ministro. Si resumimos todo lo dicho, habrá que reconocer que el jefe del gobierno de la revolución de Febrero representaba un sitio, aunque brillante, completamente vacío. Rodzianko era, desde luego, más solemne.

La historia legendaria del Estado ruso empieza con un relato de la crónica según el cual los embajadores de las tribus eslavas se dirigieron a los príncipes escandinavos con este ruego: "Venid a poseernos y gobernarnos." Los desdichados representantes de la democracia socialista convirtieron la leyenda histórica en realidad, pero no en el siglo IX precisamente, sino en el XX, con la diferencia de que ellos se dirigieron, no a los príncipes ultramarinos, sino a los del interior del país. Y he aquí cómo, por obra y gracia de la insurrección victoriosa de los obreros y soldados, subían al poder unos cuantos vulgares terratenientes e industriales riquísimos y algunos diletantes políticos sin programa, con un príncipe poco amigo de emociones a la cabeza.

La composición del gobierno fue acogida con satisfacción en las Embajadas aliadas, en los salones burgueses y burocráticos y en los sectores más vastos de la burguesía media y, en parte, de la pequeña. El príncipe Lvov, el octubrista Guchkov, el kadete Miliukov, sólo los nombres tranquilizaban. Es posible que el nombre de Kerenski hiciera arrugar el ceño a los aliados, pero no asustaba. Los más perspicaces lo comprendían: no hay que olvidar que ha habido una revolución: enganchado a un caballo de tanta confianza como Miliukov, un potro vivaracho tiene que sernos útil, por fuerza, en el tiro. Así debía de razonar el embajador francés Paleologue, que tanto gustaba de las metáforas rusas.

Entre los obreros y los soldados, la composición del gobierno suscitó inmediatamente un sentimiento de recelo o , en el mejor de los casos, de sorda perplejidad. Los nombres de Miliukov y Guchkov no podían arrancar muestras de aprobación, precisamente, en la fábrica o en los cuarteles. Se conservan no pocos testimonios que lo acreditan. El oficial Mstislavski habla de la sombría inquietud de los soldados ante el hecho de que el poder hubiera pasado de manos del zar a manos de un príncipe. ¿Valía la pena haber hecho correr la sangre para esto? Stankievich, que se contaba entre los íntimos de Kerenski, recorrió, el 3 de marzo, su batallón de zapadores, compañía tras compañía, y recomendó al nuevo gobierno, al que él consideraba como el mejor de cuantos eran posibles y del cual hablaba con gran entusiasmo. "Pero en el auditorio se notaba frialdad." Sólo cuando el orador mentó a Kerenski, los soldados "manifestaron ruidosamente una verdadera satisfacción". La opinión de la pequeña burguesía de la capital había convertido ya a Kerenski en el héroe central de la revolución. Los soldados, en mucho mayor grado que los obreros, se obstinaban en ver en Kerenski el contrapeso del gobierno burgués; lo único que no comprendían era por qué figuraba solo en él. Pero no; Kerenski no era un contrapeso, sino un complemento, una cubierta, un adorno, y defendía los mismos intereses que Miliuko, sólo que a la luz del magnesio.

¿Cuál era la constitución real del país, una vez instaurado el nuevo Poder?

La reacción monárquica se escondió por los rincones. Cuando aparecieron las primeras aguas del diluvio, los propietarios de todas las clases y tendencias se agruparon bajo la bandera del partido kadete, el cual se lanzó inmediatamente a la palestra como el único partido no socialista, y al propio tiempo, de extrema derecha.

Las masas se fueron todas con los socialistas, a los que identificaban en su fuero interno con los soviets. No sólo los obreros y los soldados de las enormes guarniciones del interior, sino toda la masa heterogénea de pequeñas gentes de la ciudad, artesanos, vendedores ambulantes, pequeños funcionarios, cocheros, porteros, criados, eran hostiles al gobierno provisional y buscaban un poder más allegado a ellos y más accesible. Cada día era mayor el número de campesinos que acudía de las aldeas y se presentaba en el palacio de Táurida. Las masas se derramaban en los soviets como si entrasen por la puerta triunfal de la revolución. Todo lo que quedaba fuera de las fronteras del Soviet diríase que quedaba al margen de la revolución y que pertenecía a otro mundo. Y así era, en realidad: al margen de los soviets quedaba el mundo de los propietarios, revestido ahora de un color rosa grisáceo que le servía de contradefensiva.

No toda la masa trabajadora eligió sus soviets, pues no toda ella despertó simultáneamente, ni todos los sectores de los oprimidos se atrevieron a creer inmediatamente que la revolución tocaba también a sus intereses. En la conciencia de muchos flotaba tan sólo una vaga esperanza. Por los soviets sentíanse atraídos los elementos más activos que había en las masas, y sabido es que en los períodos revolucionarios la actividad es lo que triunfa; por eso, al crecer de día en día la actividad de las masas, el fundamento de sustentación de los soviets se ensanchaba constantemente. Era la única base real sobre la que se cimentaba la revolución.

En el palacio de Táurida convivían dos mundos: la Duma y el Soviet. En un principio, el Comité ejecutivo estaba instalado en unos despachos estrechos, por los cuales rodaba una avalancha humana ininterrumpida. Los diputados de la Duma intentaban sentirse amos en sus locales lujosos. Pero pronto sus mamparas se vieron arrastradas por el desbordamiento de la revolución. A pesar de toda la indecisión de sus directores, el Soviet se dilataba inexorablemente, mientras que la Duma iba quedando arrinconada en el zaguán del edificio. La nueva correlación de fuerzas iba abriéndose paso por todas partes.

Los diputados, en el palacio de Táurida; los oficiales en sus regimientos; los jefes, en sus Estados Mayores; los directores y los administradores, en las fábricas, en los ferrocarriles, en el telégrafo; los terratenientes o los administradores en las fincas; todos se sentían, en los primeros días de la revolución, cohibidos por la mirada escrutadora y recelosa de la masa. A los ojos de ésta el Soviet era la expresión organizada de su desconfianza hacia todos los que la oprimían. Los cajistas vigilaban celosamente el texto de los artículos que componían; los ferroviarios no perdían de vista los trenes militares que circulaban por sus redes; los telegrafistas interpretaban ahora de un modo nuevo el texto de los telegramas; los soldados se miraban unos a otros, a cada movimiento sospechoso del oficial; los obreros arrojaban de la fábrica al capataz reaccionario y vigilaban al director liberal. La Duma, desde las primeras horas, y el gobierno provisional, desde los primeros días de la revolución, se convirtieron en el centro adonde afluían las lamentaciones de las clases poseedoras, sus protestas contra los "excesos" de las "turbas", sus nostálgicas observaciones y sus presentimientos sombríos.

"Sin la burguesía no podremos dominar el aparato del Estado", razonaba el pequeño burgués socialista, echando una tímida ojeada a los edificios oficiales, desde donde atalayaba, con los ojos en blanco, el esqueleto del viejo Estado. Procuró hallarse salida al atolladero encajando como se pudo en el aparato burocrático, decapitado por la revolución, una cabeza liberal. Los nuevos ministros tomaron posesión de los ministerios zaristas; se hicieron cargo de las máquinas de escribir, de los teléfonos, de los ujieres, de las taquígrafas y de los funcionarios; pero cada día que pasaba les convencía de que aquella máquina trabajaba en el vacío.

Kerenski recordaba, andando el tiempo, que el gobierno provisional había tomado "en sus manos el poder al tercer día de la anarquía rusa, cuando en toda la superficie del país no sólo no existía ningún poder, sino que textualmente no quedaba ni un solo guardia". Para él no existían, por lo visto, los soviets de diputados, obreros y soldados, que acaudillaban a masas de muchos millones de hombres; al parecer, según él, no eran más que uno de tantos elementos de anarquía. Para caracterizar el desamparo del país, cita la desaparición de los gendarmes. En esta confesión del más izquierdista de los ministros se halla la clave de toda la política del gobierno provisional.

Por disposición del príncipe Lvov, los cargos de gobernador fueron ocupados por los presidentes de las administraciones de los zemstvos provinciales, que no se distinguían gran cosa de sus antecesores los gobernadores zaristas. muchas veces eran terratenientes semifeudales, que veían jacobinos hasta en los gobernadores. Al frente de los distritos fueron colocados los presidentes de los zemstvos correspondientes. Los pueblos podían reconocer a sus viejos enemigos enmascarados bajo los nombres flamantes de "comisarios". "Son los mismos curas de antaño, con la diferencia de que llevan unos nombres más sonoros", como dijo, en otros tiempos, Milton, aludiendo a la tímida reforma de los presbiterianos. Los comisarios provinciales y de distrito tomaron posesión de las máquinas de escribir, de los escribientes y funcionarios, de los gobernadores y jefes de policía, y pronto pudieron persuadirse de que no se les había legado ningún poder. En las provincias y distritos, la vida se concentraba en torno a los soviets. La dualidad de poderes hacíase extensiva, por tanto, a todo el país. Sólo que en los organismos inferiores los dirigentes soviéticos, socialrevolucionarios y mencheviques también, aunque más candorosos, no siempre se desentendían del poder que les ponía en las manos la situación. Resultado de esto era que la situación de los comisarios provinciales consistiese principalmente en lamentarse de la completa imposibilidad de poner por obra sus atribuciones.

Al día siguiente de constituirse el ministerio liberal, la burguesía tuvo la sensación, no de que había adquirido el poder, sino, por el contrario, de que lo había perdido. A pesar de la escandalosa arbitrariedad de la pandilla de Rasputin, el poder efectivo de ésta tenía un carácter limitado. La influencia de la burguesía en los asuntos del Estado era inmensa. La misma participación de Rusia en la guerra había sido mucho más obra de la burguesía que de la monarquía. Y, sobre todo, el régimen zarista garantizaba a los propietarios la posesión de sus fábricas, de sus tierras, bancos, casas, periódicos, etc., y, por tanto, en sustancia, virtualmente, eran ellos los que estaban en el poder. La revolución de Febrero modificó la situación en dos sentidos contradictorios: a la par que entregaba solemnemente a la burguesía los atributos exteriores del poder, le despojaba de aquella sustancia de poder real y efectivo de que gozaba antes de la revolución. Los que ayer eran funcionarios de la asociación de los zemstvos, en la cual mandaba el amo, el príncipe Lvov, y del Comité industrial de guerra, donde mandaba Guchkov, se convertían, bajo el nombre de socialrevolucionarios y mencheviques, en dueños de la situación en el país y en el frente, en la ciudad y en el campo; nombraban ministros a Lvov y Guchkov, pero poniéndoles condiciones, lo mismo que si los tomaran como empleados.

Por otra parte, el Comité ejecutivo, después de crear el gobierno burgués, no se decidía a declarar, como el dios bíblico, que su obra era buena. Por el contrario, se apresuró a ahondar el abismo que mediaba entre él y la obra de sus manos, declarando que sólo apoyaría al nuevo poder en tanto que éste sirviera fielmente a la revolución democrática, el gobierno provisional comprendía perfectamente que no podría sostenerse ni una hora sin el apoyo de la democracia oficial; pero este apoyo sólo se le prometió si se portaba bien, es decir, si daba satisfacción a fines que le eran extraños y cuya realización la propia democracia había rehuido. El gobierno no sabía nunca dentro de qué límites podía ejercer aquel poder, que había adquirido casi de contrabando. Los dirigentes del Comité ejecutivo no siempre se lo podían decir de antemano, por la sencilla razón de que a ellos mismos les era difícil adivinar en qué punto brotaría el descontento dentro de su propia órbita, como reflejo del descontento de las masas. La burguesía simulaba creer que los socialistas la habían engañado. Éstos, a su vez, temían que con sus pretensiones prematuras los liberales soliviantaran a las masas, complicando con ello una situación que ya de suyo no tenía nada de fácil. La frase "apoyar en tanto que" era una fórmula inequívoca que imprimió su sello a todo el período anterior a octubre, y se convirtió en la fórmula jurídica que daba expresión a la falsía interna que informaba aquel régimen híbrido de la revolución de Febrero.

Para ejercer presión sobre el gobierno, el Comité ejecutivo eligió una comisión especial, a la que dio el nombre cortés pero ridículo de Comisión "de enlace". Como se ve, la organización del poder revolucionario se basaba oficialmente en el principio de la recíproca persuasión. El escritor místico Merejkovski no pudo encontrar precedente para este régimen más que en el Antiguo Testamento, en los profetas que tenían junto a sí los reyes de Israel. Pero los profetas bíblicos, lo mismo que el profeta del último Romanov, recibían la inspiración directamente del cielo y no se atrevían a contradecir a los reyes, con lo cual quedaba garantizada la unidad del poder. No ocurría así, ni mucho menos, con respecto a los profetas del Soviet, que sólo hablaban inspirados por su propia limitación. Los ministros liberales consideraban que del Soviet no podía salir nada bueno. Cheidse, Skobelev, Sujánov y otros iban a ver al gobierno y le anegaban en su verborrea para persuadirle de que cediera; los ministros se oponían a ello. Los delegados volvían al Comité ejecutivo y ejercían presión sobre él, valiéndose de la autoridad del gobierno. Poníanse nuevamente en contacto con los ministros, y volvían a empezar por el principio. Y este complicado molino rodaba y rodaba, sin molienda.

En la Comisión de enlace todo el mundo era a lamentarse. Guchkov, sobre todo, lamentábase ante los demócratas de los desórdenes provocados en el ejército por la tolerancia del Soviet. A veces, el ministro de la Guerra de la revolución "vertía literalmente lágrimas, o, por lo menos, se limpiaba tenazmente los ojos con el pañuelo". Por lo visto, el ministro suponía, no sin fundamento, que la principal función de los profetas consiste en enjugar las lágrimas de los ungidos.

El 9 de marzo el general Alexéiev, que se hallaba al frente del cuartel general, telegrafió al ministro de la Guerra: "Pronto seremos esclavos de los alemanes, si seguimos mostrándonos indulgentes con el Soviet." Guchkov le contestó, en tono lacrimoso: "Por desgracia, el gobierno no dispone de poder efectivo; las tropas, los ferrocarriles, el telégrafo, todo está en manos del Soviet, y puede afirmarse que el gobierno provisional sólo existe en la medida en que el Soviet permite que exista."

Transcurrían las semanas, y la situación no mejoraba en lo más mínimo. Cuando a principios de abril, el gobierno provisional envió al frente una delegación de diputados de la Duma, les indicó, rechinando los dientes, la necesidad de que no exteriorizaran sus disparidades de criterio con los delegados del Soviet. Los diputados liberales tuvieron, durante todo el viaje, la sensación de que iban custodiados, no dándose cuenta de que, sin ello, a pesar de las elevadas atribuciones de que estaban revestidos, no sólo no hubieran podido presentarse delante de los soldados, sino que ni siquiera hubieran encontrado sitio en el tren. Este detalle prosaico, consignado en las Memorias del príncipe Mansiriev, completa magníficamente la correspondencia mantenida entre Guchkov y el cuartel general acerca de la esencia de la constitución de Febrero.

Uno de los ingenios reaccionarios caracterizaba, no sin su causa y razón, la situación del siguiente modo: "El viejo régimen está encerrado en la fortaleza de Pedro y Pablo; el nuevo, sometido a arresto domiciliario."

Pero ¿es que acaso el gobierno provisional no tenía más apoyo que el sostén, muy equívoco como se ha visto, de los dirigentes de los soviets? ¿Dónde se habían metido las clases poseedoras? La pregunta es fundada. Las clases poseedoras, ligadas por su pasado con la monarquía, se apresuraron, después de la revolución, a reajustarse en torno al nuevo eje. El Consejo de la Industria y el Comercio, que representaba al capital unificado de todo el país, se inclinaba ya el 12 de marzo ante el acto de la Duma, poniéndose "por entero a la disposición" de ésta. Las Dumas municipales y los zemstvos siguieron el mismo camino. El 10 de marzo, hasta el mismo Consejo de la Nobleza Unida, punto de apoyo del trono, invitaba a todos los rusos, en un lenguaje de patética cobardía, a "agruparse alrededor del gobierno provisional como único poder legítimo de Rusia". Casi simultáneamente con esto, las instituciones y los órganos de las clases poseedoras empezaron a condenar la dualidad de poderes, haciendo recaer, en un principio cautelosamente y después con más audacia, sobre los soviets la responsabilidad por los desórdenes. A los patronos siguieron los altos empleados, las profesiones liberales, los funcionarios del Estado. Del ejército llovían también telegramas, mensajes y resoluciones del mismo carácter fabricado por los estados mayores. La prensa liberal abrió una campaña en "favor del poder único", campaña que en los meses siguientes adquirió un carácter de fuego graneado contra los jefes de los soviets. En conjunto, la cosa iba tomando un aspecto bastante imponente. El gran número de instituciones, los nombres conocidos, los acuerdos, los artículos, la decisión del tono, todo contribuía a ejercer una influencia infalible en los impresionables directores del Comité ejecutivo. Sin embargo, detrás de este desfile amenazador de las clases poseedoras no había ninguna fuerza seria. ¿Y la fuerza de la propiedad?, objetaban a los bolcheviques los socialistas pequeño burgueses. La propiedad es una relación entre personas, representa una fuerza inmensa, reconocida generalmente desde tiempos remotos y que se halla sostenida por un sistema de coacción llamado Derecho y Estado. Pero precisamente la esencia de la situación consistía en que el viejo Estado se había derrumbado de golpe y las masas habían trazado sobre el viejo derecho en bloque un inmenso signo de interrogación. En las fábricas, los obreros se sentían cada día más los amos, y los patronos, unos huéspedes indeseables. Aún menos seguros se sentían los terratenientes en las aldeas, frente a frente con los campesinos ceñudos, que les odiaban a muerte; lejos del poder en cuya existencia, visto de lejos, habían crecido en un principio. Pero unos propietarios privados de la posibilidad de disponer de sus bienes y aun de vigilarlos, dejaban de ser verdaderos propietarios para convertirse en unos ciudadanos atemorizados que no podían prestar ningún apoyo a su gobierno, porque ellos mismos estaban harto necesitados de ayuda. No tardaron en maldecir al gobierno por su debilidad, pero al maldecir al gobierno no hacían más que maldecir su propio destino.

Entre tanto, la acción conjunta del Comité ejecutivo y del ministerio parecía asignarse como fin demostrar que el arte de gobernar durante la revolución consiste en dejar pasar el tiempo hablando sin tasa. En los liberales, era un cálculo consciente, pues estaban firmemente convencidos de que todas las cuestiones exigían un aplazamiento, con una sola excepción, la única que consideraban inaplazable: el juramento de fidelidad a la Entente.

Miliukov comunicó a sus colegas los tratados secretos. Kerenski se hizo el sordo. Al parecer, sólo el procurador del Santo Sínodo, Lvov, rico en sorpresas, de apellido igual al del primer ministro, pero que no era príncipe, manifestó ruidosamente su indignación, llegando hasta calificar los tratados de "obra de bandidos y ladrones", con lo cual provocaría, ineludiblemente, una sonrisa indulgente de Miliukov ("la gente es tonta") y la proposición de pasar sin más a la orden del día. La declaración oficial del gobierno prometía convocar elecciones para la Asamblea constituyente en un brevísimo plazo, que, sin embargo, y deliberadamente, no se señalaba. No se decía nada de la forma de Estado: el gobierno no tenía aún la esperanza de volver a la monarquía, al paraíso perdido. Pero la esencia real de la declaración consistía en el compromiso de continuar la guerra hasta el triunfo final y "cumplir, sin apartarse ellos en un punto, los compromisos contraídos con los aliados". Ante este problema, el más grave e inminente para el pueblo ruso, la revolución no se había hecho, por lo visto, más que para declarar: las cosas seguirán como hasta aquí. Y como los demócratas daban al reconocimiento del nuevo poder por parte de la Entente una significación mística -ya se sabe que el pequeño tendero no es nada mientras el banco no le abra crédito-, el Comité ejecutivo se tragó sin decir una palabra la declaración imperialista del 6 de marzo. "Ningún órgano oficial de la democracia -decía Sujánov un año depués- reaccionó públicamente ante aquel acto del gobierno provisional, que deshonraba ante la Europa democrática a nuestra revolución, en el momento de nacer."

Finalmente, el 8 salió del laboratorio ministerial el decreto de amnistía. En aquel momento, las puertas de las cárceles habían sido abiertas ya en todo el país por el pueblo, y los deportados políticos regresaban de la deportación entre una avalancha de mítines de entusiasmo, de músicas militares, de discursos y de flores. El decreto resonaba como un eco retrasado de la realidad en las covachuelas. El 12 fue proclamada la abolición de la pena de muerte. Cuatro meses después, era restablecida para los soldados. Kerenski había prometido colocar la justicia a una altura nunca vista. En un principio, bajo el primer impulso, hizo que se aprobase, efectivamente, la proposición hecha por el Comité ejecutivo de incorporar a los tribunales de justicia representantes de los obreros y soldados. Era la única medida en que se sentían los latidos de la revolución, y se explica, por tanto, que hiciese estremecerse de horror a todos los eunucos de la justicia. Pero las cosas no pasaron de aquí. El abogado Demiánov, que era también "socialista" y que, bajo Kerenski, ocupó un sitio preeminente en el ministerio, decidió, según sus propias palabras, respetar el principio de dejar en sus cargos a todos los funcionarios anteriores: "La política del gobierno revolucionario no debe lesionar a nadie sin necesidad." Era, en esencia la norma que seguía todo el gobierno provisional, que a nada temía tanto como a lesionar a los elementos de las clases dominantes, sin excluir, naturalmente, a la burocracia zarista. No sólo permanecieron en sus puestos los jueces, sino también los fiscales del zarismo. Claro está que las masas podían ofenderse, pero esto era ya de la competencia de los soviets: las masas no entraban en el campo visual del gobierno.

Sólo el procurador Lvov, a cuyo temperamento hemos aludido ya más arriba, hizo soplar algo parecido a una racha de aire fresco al hablar oficialmente de los "idiotas y bribones" que se albergaban en el Santo Sínodo. Los ministros escucharon, no sin cierta inquietud, aquellos jugosos epítetos, pero el Sínodo siguió siendo lo que era: una institución gubernamental, y la religión ortodoxa la religión del Estado. Se conservó incluso la composición del Sínodo: la revolución no debía disgustarse inútilmente con nadie.

Seguían reuniéndose, o por lo menos cobrando sus emolumentos, los miembros del Consejo de Estado, servidores fieles de dos o tres zares. Este hecho no tardó en adquirir una significación simbólica. En las fábricas y en los cuarteles surgieron ruidosas protestas. El Comité ejecutivo se emocionó. El gobierno dedicó dos sesiones a examinar la cuestión del destino y de los emolumentos de los miembros del Consejo de Estado, sin poder llegar a un acuerdo. No era cosa de molestar a unas personas tan simpáticas, entre las cuales figuraban, además, muchos buenos amigos.

Los ministros de Rasputin seguían recluidos en la fortaleza, pero el gobierno provisional había asignado ya una pensión a los ex-ministros. ¿Era una burla o una voz de ultratumba? No, nada de eso. Era que el gobierno no quería disgustarse con sus antecesores aunque estuvieran recluidos en la cárcel.

Los senadores seguían dormitando, embutidos en sus uniformes galoneados, y cuando el senador de izquierda Sokolov, a quien acababa de nombrar Kerenski, se atrevió a presentarse de levita negra, le hicieron sencillamente salir de la sala de sesiones: los senadores zaristas no temieron disgustarse con la revolución de Febrero cuando se persuadieron de que el gobierno salido de ella no tenía uñas ni dientes.

Marx consideraba que la causa del fracaso de la revolución de marzo en Alemania residía en el hecho de que "había reformado únicamente las altas esferas del poder, dejando intactos todos los sectores que se hallaban por debajo: la vieja burocracia, el viejo ejército, los viejos jueces, que habían nacido, se habían educado y encanecido al servicio del absolutismo. Los socialistas de tipo Kerenski buscaban la salvación en lo que Marx consideraba como la causa del fracaso. Los marxistas mencheviques comulgaban en Kerenski y no en Marx.

La única materia en que el gobierno manifestó iniciativa y rapidez revolucionaria fue la legislación sobre sociedades anónimas: el decreto de reforma se publicó ya el 17 de marzo. Las diferencias de raza y de religión no fueron abolidas hasta tres días después. Es posible que en el gobierno se sentaran algunos ministros a quienes el antiguo régimen no hiciera sufrir acaso más deficiencias que las de la legislación sobre las sociedades por acciones.

Los obreros exigían con impaciencia la jornada de ocho horas. El gobierno se hacía el sordo. Estábamos en tiempos de guerra, y todo el mundo tenía que sacrificarse en aras de la patria. El Soviet se encargaría de tranquilizar a los obreros.

En términos más amenazadores se planteaba la cuestión de la tierra. Aquí era necesario hacer algo, por poco que fuera. Estimulado por los profetas, el ministro de Agricultura, Chingarev, dio orden de que se creasen Comités agrarios locales, cuyos fines y funciones se guardaba cautamente de definir. Los campesinos se figuraban que estos Comités iban a darles la tierra. Los terratenientes entendían que su misión era proteger sus propiedades. Así fue arrollándose al cuello del régimen de febrero, desde un principio, el dogal campesino, más inexorable que ningún otro.

La fórmula oficial era que todas las dificultades engendradas por la revolución se aplazaban hasta la Asamblea constituyente. ¿Acaso podían sustraerse a los mandatos de la voluntad nacional estos demócratas constitucionales irreprochables, que, con gran pesar suyo, no habían logrado montar a horcajadas sobre esa voluntad nacional soberana al duque Mijail Romanov? Los preparativos para la futura representación nacional iban desarrollándose con una pesadez burocrática tan enorme y una lentitud tal -deliberada naturalmente-, que la Asamblea constituyente se convertía de proyecto en espejismo. Sólo el 25 de marzo, casi un mes después de la revolución -y un mes es un gran espacio de tiempo en períodos revolucionarios-, el gobierno decidió crear una Comisión especial encargada de redactar el texto de la ley electoral. Pero esta Comisión no llegó a funcionar. En su Historia de la revolución, falseada hasta la médula, Miliukov dice que, como resultado de distintos aplazamientos, "la Comisión especial nombrada bajo el primer gobierno no pudo inaugurar sus tareas". Los aplazamientos formaban parte de la misión de dicho organismo y de sus deberes. Su cometido no era otro que dilatar la Asamblea constituyente hasta tiempos mejores: hasta la victoria, la paz o las calendas de Kornilov.

La burguesía rusa, que vino al mundo demasiado tarde, odiaba mortalmente a la revolución. Pero este odio era un odio impotente. Veíase reducida a esperar y maniobrar. Imposibilitada como estaba de debilitar y estrangular la revolución, la burguesía confiaba vencerla por agotamiento.



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