Hace setenta y dos años, el partido comunista presentó al mundo su programa en forma de un manifiesto escrito por los más grandes profetas de la Revolución proletaria, Karl Marx y Friedrich Engels. Ya en esa época, el comunismo, que recién entraba en la lucha, era acosado por las persecuciones, las mentiras, el odio de las clases poseedoras que presentían con razón en él a su enemigo mortal. Durante esos tres cuartos de siglo, el desarrollo del comunismo siguió vías complejas, conociendo alternativamente las tempestades del entusiasmo y los períodos de descorazonamiento, los éxitos y los fracasos. Pero en lo fundamental, el movimiento siguió el camino trazado por el Manifiesto del Partido comunista. La hora de la lucha final y decisiva llegó más tarde de lo que lo descontaban y esperaban los apóstoles de la Revolución social. Pero llegó. Nosotros, comunistas, representantes del proletariado revolucionaria de los diferentes países de Europa, América y Asia, reunidos en Moscú, capital de la Rusia sovietista, nos sentimos los herederos y los continuadores de la obra cuyo programa fue anunciado hace setenta y dos años.
Nuestra tarea consiste en generalizar la experiencia revolucionaria de la clase obrera, en librar al movimiento de las mezclas impuras de oportunismo y de social-patriotismo, de unir las fuerzas de todas las partidos verdaderamente revolucionarios del proletariado mundial y de facilitar y lograr la victoria de la Revolución comunista en todo el mundo. En la actualidad, cuando Europa está cubierta de ruinas humeantes, los más culpables de los incendiarios se ocupan en buscar a los responsables de la guerra. Son secundados por sus lacayos, profesares, parlamentarios, periodistas, socialpatriotas y otros apoyos políticos de la burguesía.
Durante muchos años, el socialismo predijo la inevitabilidad de la guerra imperialista. Consideró que las causas eran el deseo insaciable de lucro y de apropiación que acuciaba a las clases poseedoras de los dos competidores principales y, en general, de todos los países capitalistas. Dos años antes de la explosión, en el congreso de Basilea, los jefes socialistas responsables de todos los países denunciaban al imperialismo como el promotor de la futura guerra. Amenazaban a la burguesía con desencadenar la Revolución social, venganza del proletariado contra los crímenes del capitalismo.
Ahora, luego de una experiencia de cinco años, mientras que la historia, que puso en evidencia los apetitos rapaces de Alemania, desvela las maniobras no menos criminales de los Aliados, los socialistas oficialistas de los países de la Entente, haciéndose eco de sus gobiernos, no cesan de denunciar al kaiser alemán destituido como el gran culpable de la guerra. Además, en su abyecto servilismo, los social-patriotas alemanes que en agosto de 1914 hacían del libro blanco diplomático de los Hohenzollern el evangelio sagrado de las naciones, acusan ahora a su vez a esta monarquía alemana vencida, de la cual fueran sus fieles servidores, de ser la causa principal de la guerra. De ese modo, esperan olvidar el papel que desempeñaron y obtener la indulgencia de los vencedores. Pero al lado del papel desempeñado por las dinastías derrotadas de los Romanov, de los Hohenzollern, de los Habsburgos y de las camarillas capitalistas de sus países, el papel de las clases dirigentes de Francia, Inglaterra, Italia y EE. UU. aparece en toda su criminal magnitud a la luz de los acontecimientos producidos y de las revelaciones diplomáticas.
Hasta la explosión de la guerra, la diplomacia inglesa no levantó su máscara misteriosa. El gobierno de la City temía que si declaraba categóricamente su proyecto de participar en la guerra al lado de la Entente, el gobierno de Berlín retrocediera y no hubiese guerra. Por eso se condujo de modo tal de hacer creer, por una parte, a Berlín y a Viena en la neutralidad de Inglaterra y, por otra parte, de permitir que París y Petrogrado contasen firmemente con su intervención.
Preparada por la marcha de la historia durante varias decenas de años, la guerra fue desencadenada por una provocación directa y consciente de Gran Bretaña. El gobierno de este país había planeado apoyar a Rusia y a Francia exclusivamente en la medida necesaria para debilitarlas, mientras éstas hacían lo mismo con Alemania, su enemigo mortal. Pero la potencia del sistema militar alemán se mostró demasiado peligrosa e impuso una intervención ya no aparente sino real de Inglaterra.
El papel de sonriente espectador a que aspiraba Gran Bretaña por tradición recayó en los EE. UU. El gobierno de Wilson aceptó el bloqueo inglés -que limitaba unilateralmente la especulación de la Bolsa norteamericana sobre la sangre europea- mucho más fácilmente dado que los Estados de la Entente reparaban sus ofensas al "derecho internacional" ofreciendo a la burguesía yanqui, a cambio de esas ofensas, espléndidos beneficios. Sin embargo, la gran superioridad militar de Alemania obligó a su vez al gobierno de Washington a salir del estado de neutralidad ficticia en que se encontraba con relación a Europa. Los EE. UU. observaron respecto a Europa la misma actitud que Inglaterra había tenido en las guerras anteriores y que intentó hacer valer en el último conflicto: debilitar a uno de los campos sirviéndose del otro, y sólo mezclarse en operaciones militares en la medida de lo indispensable para asegurarse todas las ventajas de la situación. La apuesta de los norteamericanos no fue grande pero fue la última, lo que le aseguró la ganancia.
Las contradicciones del régimen capitalista se revelaron a la humanidad una vez finalizada la guerra bajo la forma de sufrimientos físicos: el hambre, el frío, las enfermedades epidémicas y un recrudecimiento de la barbarie. Así es dirimida la vieja querella académica de los socialistas sobre la teoría de la pauperización y del pasaje progresivo del capitalismo al socialismo. Los estadísticos y los pontífices de la teoría de la cuadratura del círculo habían buscado, durante decenas de años, en todos los rincones del mundo hechos reales o imaginarios capaces de demostrar el progreso del bienestar de ciertos grupos o categorías de la clase obrera. La teoría de la pauperización de las masas fue considerada como sepultada bajo los silbidos despreciativos de los eunucos que ocupaban las tribunas universitarias de la burguesía y de los mandarines del oportunismo socialista.
Ahora ya no se trata solamente de la pauperización social sino de un empobrecimiento fisiológico, biológico, que se presente ante nosotros en toda su odiosa realidad.
La catástrofe de la guerra imperialista ha barrido radicalmente todas las conquistas de las batallas sindicalistas y parlamentarias. Y sin embargo, esta guerra surgió de las tendencias internas del capitalismo en la misma medida que los regateos económicos o los compromisos parlamentarios que sepultó bajo la sangre y el barro.
El capital financiero, luego de haber precipitado a la humanidad en el abismo de la guerra, también sufrió durante esta guerra una modificación catastrófica. El estado de dependencia en que se encontraba el papel moneda con relación al fundamento material de la producción fue roto definitivamente. Perdiendo cada vez más su valor de medio y de regulador del intercambio de los productos en el régimen capitalista, el papel moneda se trasformó en instrumento de requisición, de conquista y en general de opresión militar y económica.
La depreciación total de los billetes de banco evidencia la crisis mortal general que afecta a la circulación de los productos en el régimen capitalista. Si la libre competencia, como regulador de la producción y del reparto, fue remplazada en los principales sectores de la economía por el sistema de los trusts y de los monopolios desde varias decenas de años antes de la guerra, el mismo curso de la guerra arrancó el papel regulador y directriz a los grupos económicos para trasmitirlo directamente al poder militar y gubernamental. El reparto de las materias primas, la explotación de la nafta de Bakú o de Rumania, de la hulla del Donetz, del trigo de Ucrania, la utilización de las locomotoras, de los vagones y de los automóviles de Alemania, el aprovisionamiento de pan y carne de la Europa hambrienta, todos esos problemas fundamentales de la vida económica del mundo ya no están regidos por la libre competencia ni tampoco por combinaciones de trusts o de consorcios nacionales e internacionales. Ellos han caído bajo el yugo de la tiranía militar para salvaguardar de ahora en adelante su influencia predominante. Si la absoluta sujeción del poder político al capital financiero condujo a la humanidad a la carnicería imperialista, esta carnicería permitió al capital financiero no solamente militarizar hasta el extremo el Estado sino también militarizarse a sí mismo, de modo tal que ya no puede cumplir sus funciones económicas esenciales sino mediante el hierro y la sangre.
Los oportunistas que antes de la guerra invitaban a los obreros a moderar sus reivindicaciones con el pretexto de pasar lentamente al socialismo y que durante la guerra lo obligaron a renunciar a la lucha de clases en nombre de la unión sagrada y de la defensa nacional, exigen del proletariado un nuevo sacrificio, esta vez con el propósito de acabar con las consecuencias horrorosas de la guerra. Si tales prédicas lograsen influir a las masas obreras, el desarrollo del capital proseguiría sacrificando numerosas generaciones con formas nuevas de sujeción, aún más concentradas y más monstruosas, con la perspectiva fatal de una nueva guerra mundial. Para dicha de la humanidad, esto ya no es posible.
La estatización de la vida económica, contra la que tanto protestaba el liberalismo capitalista, es ya un hecho. Volver no a la libre competencia sino solamente a la dominación de los trusts, sindicatos y otros pulpos capitalistas, es imposible. El problema consiste únicamente en saber qué Estado va a dirigir la producción estatizada, si el Estado imperialista o el Estado del proletariado victorioso.
En otras palabras, ¿toda la humanidad trabajadora se convertirá en el esclavo tributario de una camarilla mundial triunfante que, bajo el nombre de la Liga de las Naciones, mediante un ejército "internacional" y de una flota "internacional" saqueará y extrangulará a unos, apoyará a otros, pero siempre y en todas partes encadenará al proletariado con el único objetivo de mantener su propia dominación? ¿O bien la clase obrera de Europa y de los países más avanzados del mundo se apoderará de la vida económica, aún desorganizada y destruida, para asegurar su reconstrucción sobre bases socialistas?
Sólo es posible abreviar la época de crisis por que atravesamos mediante los métodos de la dictadura del proletariado, que no tiene en cuenta el pasado, ni los privilegios hereditarios, ni el derecho de propiedad, que sólo considera la necesidad de salvar a las masas hambrientas, y para ello moviliza todos los medios y todas sus fuerzas, decreta para todo el mundo la obligación de trabajar, instituye el régimen de la disciplina obrera a fin de no solo restañar en algunos años las heridas abiertas causadas por la guerra sino también de conducir a la humanidad a una altura nueva e insospechable.
El Estado nacional, luego de haber dado un impulso vigoroso al desarrollo capitalista, se ha tornado demasiado estrecho para la expansión de las fuerzas productivas. Este fenómeno ha hecho más difícil la situación de los pequeños Estados situados en medio de las grandes potencias europeas y mundiales. Esos pequeños Estados, surgidos en diferentes épocas como fragmentos de los grandes, como la moneda pequeña destinada a pagar diversos tributos, como tapones estratégicos, poseen sus dinastías, sus castas dirigentes, sus pretensiones imperialistas, sus maquinaciones diplomáticas. Su independencia ilusoria estaba basada, antes de la guerra, del mismo modo como estaba basado el equilibrio europeo, en el antagonismo de los dos grandes campos imperialistas.
La guerra ha destruido ese equilibrio. Al dar primeramente una inmensa ventaja a Alemania, la guerra obligó a los pequeños Estados a buscar su salvación en la magnanimidad del militarismo alemán. Al ser vencida Alemania, la burguesía de los pequeños Estados, de acuerdo con sus "socialistas" patriotas, se volvió para saludar al imperialismo triunfante de los aliados, y en los hipócritas artículos del programa de Wilson se dedicó a buscar las garantías del mantenimiento de s"u independencia. Al mismo tiempo, el número de pequeños estados creció: de la monarquía austro-húngara, del imperio de los zares se desprendieron nuevos Estados que apenas nacidos luchaban entre sí por problemas de fronteras. Mientras tanto, los imperialistas aliados preparan acuerdos de pequeñas potencias, viejas y nuevas, para encadenarlas entre sí mediante un odio mutuo y un debilitamiento general.
Mientras aplastan y violentan a los pueblos pequeños y débiles, condenándolos al hambre y la sumisión, los imperialistas aliados -tal como lo hicieron antes los Imperios centrales- hablan incesantemente del derecho de las nacionalidades, derecho que violan en Europa y en el mundo entero.
Sólo la revolución proletaria puede garantizar a los pequeños pueblos una existencia libre, pues ella liberará las fuerzas productivas de todos los países de las tenazas apretadas por los Estados nacionales, uniendo a los pueblos en una estrecha colaboración económica, conforme a un plan económico común. Sólo ella dará a los pueblos más débiles y menos poblados la posibilidad de administrar, con una libertad y una independencia absolutas, su cultura nacional, sin el menor perjuicio para la vida económica unificada y centralizada de Europa y de todo el inundo.
La última guerra, que fue en gran medida una guerra por la conquista de las colonias, fue a la vez una guerra hecha con la ayuda de las colonias. En proporciones hasta entonces desconocidas, los pueblos coloniales fueron arrastrados a la guerra europea. ¿Por qué lucharon en Europa los hindúes, los negros, los árabes, los malgaches? Por sus derechos a seguir siendo esclavos de Inglaterra y Francia durante más tiempo. Jamás fue tan edificante el espectáculo de la deshonestidad del Estado capitalista en las colonias; jamás fue planteado con semejante agudeza el problema de la esclavitud colonial.
Esa es la causa de una serie de rebeliones y movimientos revolucionarios en todas las colonias. En la misma Europa, Irlanda recordó mediante sangrientos combates callejeros que aún era, y que tenía conciencia de ser, un país sometido. En Madagascar, en Anan, en muchos otros sitios, las tropas de la república burguesa tuvieron que reprimir durante la guerra insurrecciones de esclavos coloniales. En la India, el movimiento revolucionario no cesó un solo día, y en estos últimos tiempos condujo a grandes huelgas obreras, a las que el gobierno británico contestó haciendo intervenir en Bombay automóviles blindados.
Así está planteado el problema colonial en toda su amplitud, no solamente sobre la mesa del congreso de los diplomáticos en París sino en las propias colonias. El programa de Wilson tiene por objetivo, en su interpretación más favorable, cambiar la etiqueta de la esclavitud colonial. La emancipación de las colonias sólo es concebible si se realiza al mismo tiempo que la de la clase obrera de las metrópolis. Los obreros y los campesinos no sólo de Anan, de Argelia o Bengala sino también de Persia y de Alemania nunca podrán gozar de una existencia independiente hasta el día en que los obreros de Inglaterra y de Francia, luego de derrotar a Lloyd George y Clemenceau, tomen en sus manos el poder gubernamental. Desde ahora, en las colonias más desarrolladas, la lucha no se lleva a cabo solamente bajo el estandarte de la emancipación nacional sino que inmediatamente adopta un carácter social más o menos evidente. Si la Europa capitalista arrastró a los sectores más atrasados del mundo, y contra su voluntad, en el torbellino de las relaciones capitalistas, la Europa socialista, por su parte, socorrerá a las colonias liberadas con su técnica, su organización, su influencia moral, a fin de lograr su tránsito a una vida económica regularmente organizada por el socialismo.
¡Esclavos coloniales de África y Asia: la hora de la dictadura proletaria en Europa sonará para ustedes como la hora de vuestra liberación!
Todo el mundo burgués acusa a los comunistas de suprimir la libertad y la democracia política. Pero eso es falso. Al tomar el poder, el proletariado, no hace sino poner de manifiesto la total imposibilidad de aplicar los métodos de la democracia burguesa y crear las condiciones y las formas de una nueva democracia obrera más perfecta. En el curso del desarrollo capitalista, en particular en la última época imperialista, se han socavado las bases de la democracia política, no solamente dividiendo a las naciones en dos clases enemigas irreconciliables, sino también condenando al empobrecimiento económico y a la impotencia política a múltiples sectores de la pequeña burguesía y del proletariado lo mismo que a los elementos más desheredados de ese proletariado.
La clase obrera de los países donde el desarrollo histórico lo permitió, utilizó al régimen de la democracia política para organizarse contra el capital. Lo mismo ocurrirá más adelante en los países donde aún no se han dado las condiciones preliminares de una revolución obrera. Pero las masas de la población intermedia, no solamente en los pueblos sino también en las ciudades, son mantenidas en un estado de gran atraso con relación al desarrollo histórico actual.
El campesino de Baviera o de Badén, todavía estrechamente unido al campanario de su pueblo, el pequeño vinicultor francés arruinado por la falsificación de los vinos realizada por los grandes capitalistas, el pequeño granjero norteamericano oprimido y estafado por los banqueros y los diputados, todos esos sectores sociales, retenidos por el capitalismo lejos de la gran ruta del desarrollo histórico, son invitados en un papel por el régimen de la democracia política a participar en el gobierno del Estado. En realidad, en los problemas fundamentales de los que depende el destino de las naciones, gobierna una oligarquía financiera tras los bastidores de la democracia parlamentaria. Así se resolvió el problema de la guerra, y así se decide ahora la paz.
En la medida en que la oligarquía financiera se toma el trabajo de hacer avalar sus actos de tiranía con votos parlamentarios, el Estado burgués se sirve, para alcanzar los resultados, de todas las armas de la demagogia, de la mentira, de la persecución, de la calumnia, de la corrupción, del terror, que los pasados siglos de esclavitud pusieron a su disposición y que han sido multiplicados por los prodigios de la técnica capitalista.
Exigir del proletariado que en su última lucha a muerte contra el capital observe piadosamente los principios de la democracia política equivaldría a exigir de un hombre que defiende su existencia y su vida contra bandidos que observe las reglas convencionales del boxeo francés, reglas en este caso instituidas por el enemigo y que el enemigo no observa.
En el dominio de la devastación, donde no sólo los medios de producción y de trasporte sino también las instituciones ele la democracia política sólo son un montón de restos ensangrentados, el proletariado está obligado a crear un aparato que sirva ante todo para conservar la cohesión interna de la propia clase obrera y que le dé la facultad de intervenir revolucionariamente en el desarrollo ulterior de la humanidad. Este aparato son los soviets.
Los antiguos partidos, las antiguas organizaciones sindicales se manifestaron en la persona de sus jefes como incapaces no solamente de decidir sino hasta de comprender los problemas planteados por la nueva época. El proletariado ha creado un nuevo tipo de organización amplia, que engloba a las masas obreras independientemente de la profesión y del grado de desarrollo político, un aparato flexible, capaz de renovarse constantemente, de ampliarse infinitamente, que pueda siempre atraer a su órbita a nuevas categorías y abarcar a los sectores de trabajadores próximos al proletariado de la ciudad y del campo. Esta organización irremplazable de la clase obrera, que se gobierna a sí misma, que lucha y conquista finalmente el poder político ha puesto a prueba su vitalidad en diferentes países, y constituye la conquista y el arma más poderosa del proletariado de nuestra época.
En todos los países donde las masas trabajadoras viven una vida consciente se forman actualmente y se formarán soviets de diputados, obreros, soldados y campesinos. Fortalecer los soviets, aumentar su autoridad, oponerlos al aparato gubernamental de la burguesía es ahora el objetivo esencial de los obreros conscientes y leales de todos los países. Por medio de los soviets, la clase obrera puede liberarse de los gérmenes de disolución que llevan en su seno los sufrimientos infernales de la guerra, del hambre, de la tiranía de los ricos y de las traiciones de sus antiguos jefes. Por medio de los soviets, la clase obrera, del modo más seguro y más fácil, puede acceder al poder en todos los países donde los soviets reúnan a su alrededor a la mayoría de los trabajadores. Por medio de los soviets, la clase obrera, dueña del poder, gobernará toda la vida económica y moral del país, como ya lo hace en Rusia.
La caída del Estado imperialista, desde sus formas zaristas basta las más democráticas, se da simultáneamente con la derrota del sistema militar imperialista. Los ejércitos de varios millones de hombres movilizados por el imperialismo sólo pudieron sostenerse mientras el proletariado aceptaba el yugo de la burguesía. La destrucción de la unidad nacional significaba la destrucción de los ejércitos. Eso es lo que ocurrió primeramente en Rusia, luego en Alemania y en Austria. Es lo que ahora hay que lograr en los otros países imperialistas. La rebelión del campesino contra el propietario, del obrero contra el capitalista, de los dos contra la burocracia monárquica o "democrática" implica inevitablemente la rebelión de los soldados contra los oficiales y luego una escisión caracterizada entre los elementos proletarios y burgueses del ejército. La guerra imperialista que opone a las naciones entre sí se ha convertido y se convierte cada vez más en guerra civil que opone a las clases entre sí.
Las lamentaciones del mundo burgués sobre la guerra civil y el terror rojo constituyen la más monstruosa hipocresía que jamás haya registrado la historia de las luchas políticas. No habría guerra civil si las pandillas de explotadores que condujeron a la humanidad al borde del abismo no se opusieran a los progresos de los trabajadores, no organizaran complots y asesinatos y no apelaran al auxilio de ejércitos extranjeros para conversar o recuperar sus privilegios usurpados.
La guerra civil es impuesta a la clase obrera por sus enemigos mortales. Si no quiere suicidarse y renunciar a su porvenir, que es el porvenir de la humanidad, la clase obrera no puede evitar de responder golpe con golpe a sus agresores. Los partidos comunistas no provocan jamás artificialmente la guerra civil, se esfuerzan por disminuir en la medida de lo posible su duración en todas aquellas oportunidades en que se presenta como inevitable, en reducir al mínimo el número de víctimas, pero por encima de todo trata de asegurar el triunfo del proletariado. De aquí proviene la necesidad de desarmar a tiempo a la burguesía, de armar a los obreros, de crear un ejército comunista para defender el poder del proletariado y la inviolabilidad de su construcción socialista. Así el ejército rojo de la Rusia sovietista ha surgido y se levanta como la muralla de las conquistas de la clase obrera contra todos los ataques de adentro y de afuera. Un ejército sovietista es inseparable de un Estado sovietista.
Conscientes del carácter universal de su causa, los obreros más desarrollados han tendido, desde los primeros momentos del movimiento socialista organizado, hacia una unión internacional de ese movimiento. Sus bases fueron planteadas en 1864 en Londres por la primera Internacional. La guerra franco-alemana, de donde surgió la Alemania de los Hohenzollern, arrasó con la primera Internacional y a la vez provocó el desenvolvimiento de los partidos obreros nacionales. En 1889, esos partidos se reunieron en Congreso en París y crearon la organización de la II Internacional. Pero el centro de gravedad del movimiento obrero estaba colocado enteramente en esa época en el terreno nacional, en el marco de los Estados nacionales, sobre la base de la industria nacional, en el dominio del parlamentarismo nacional. Varias decenas de años de trabajo, de organización y de reformas crearon una generación de jefes cuya mayoría aceptaban con palabras el programa de la revolución social pero de hecho renunciaron a ella, se hundieron en el reformismo, en una adaptación servil a la dominación burguesa. El carácter oportunista de los partidos dirigentes de la II Internacional se puso de manifiesto claramente y condujo al más grande crak de la historia mundial en el preciso momento en que el curso de los acontecimientos históricos reclamaba de los partidos de la clase obrera métodos revolucionarios de lucha. Si la guerra de 1870 asestó un golpe a la Primera Internacional poniendo al descubierto que detrás de su programa social y revolucionario no había aún ninguna fuerza organizada de las masas, la guerra de 1914 mató a la Segunda Internacional demostrando que al frente de las poderosas organizaciones de masas obreras había tan sólo partidos dispuestos a convertirse en instrumentos dóciles de la dominación burguesa.
Estas observaciones no se aplican solamente a los social-patriotas que se pasaron clara y abiertamente al campo de la burguesía, que se han convertido en sus delegados preferidos y en sus agentes de confianza, los verdugos más seguros de la clase obrera sino que también son aplicables a la tendencia centrista, indeterminada e inconsciente, que intenta restaurar la II Internacional, es decir perpetuar la rigidez de puntos de vista, el oportunismo, la impotencia revolucionaria de sus círculos dirigentes. El partido independiente en Alemania, la mayoría actual del partido socialista en Francia, el partido obrero independiente de Inglaterra y todos los otros grupos similares tratan en realidad de colocarse en el lugar que antes de la guerra ocupaban los viejos partidos oficiales de la II Internacional. Se presentan, como siempre, con ideas de compromiso y de unidad, paralizando por todos los medios la energía del proletariado, prolongando la crisis y multiplicando las desdichas de Europa. La lucha contra el centro socialista es la condición indispensable para el éxito de la lucha contra el imperialismo. Izquierda Revolucionaria. Arrojando lejos nuestro, todas las vacilaciones, las mentiras y la abulia de los partidos socialistas oficialistas y caducos, nosotros, comunistas, unidos en la III Internacional, nos proclamamos los continuadores directos de los esfuerzos y del martirio heroico de una larga serie de generaciones revolucionarias, desde Babeuf hasta Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg.
Si la primera Internacional previo el futuro desarrollo y preparó el camino, si la II Internacional reunió y organizó a millones de proletarios, la III Internacional será la Internacional de la acción de las masas, la Internacional de las realizaciones revolucionarias. La crítica socialista ha flagelado suficientemente el orden burgués. La tarea del partido comunista internacional consiste en subvertir ese orden de cosas y construir en su lugar el régimen socialista. Pedimos a los obreros y obreras de todos los países que se unan bajo la bandera del comunismo que es ya la bandera de las primeras grandes victorias proletarias en todos los países. ¡Uníos en la lucha contra la barbarie imperialista, contra la monarquía y las clases privilegiadas, contra el Estado burgués y la propiedad burguesa, contra todos los aspectos y todas las formas de la opresión de las clases o de las naciones! Proletarios de todos los países, uníos bajo la bandera de los Soviets obreros, de la lucha revolucionaria por el poder y de la dictadura del proletariado.