Escrito: En su mayor parte en prisión, entre 1966 y
1969, re-editado y aumentado en 1973.
Publicación: El grueso del libro apareció
previamente, en 1969, con el título Perú 1965: Apuntes sobre una experiencia
guerrillera. En la versión presente fue publicada con el título que figura
arriba por Ediciones PEISA, con apoyo del gobierno del Perú, en 1973.
Esta edición: Marxists Internet Archive, noviembre de 2015.
Derechos: © Héctor Béjar Rivera. Aparece aquí con el
consentimiento del autor.
Mi propósito al escribir “Perú 1965, apuntes sobre una experiencia guerrillera" fue exponer algunos puntos de vista personales sobre una etapa revolucionaria que me había tocado vivir. Traté de que ese libro fuese, antes que una versión sobre lo que otros hicieron, al estilo de los estudios tradicionales, un testimonio en el que hablasen por mi voz algunos de los protagonistas de la lucha de esos años. El libro, sin embargo, nunca me satisfizo totalmente, puesto que, como lo señalaba incluso en la primera introducción, yo dejaba en él muchos temas sin abordar. Las razones para tal limitación eran obvias: el libro había sido escrito en la prisión, eludiendo la vigilancia de los carceleros y, lógicamente, desde allí era imposible acumular todo el volumen de información que era necesario. Pero había otras razones no dichas, y es que hace cuatro años mis ataduras con ciertos esquematismos característicos de la izquierda tradicional aún no habían sido lo suficientemente desechadas como para hablar con mayor claridad respecto de mi mismo y de mis compañeros, sin temor a la condena de las pequeñas capillas ideológicas de esa izquierda.
Posteriormente, y aunque el libro ha dado la vuelta al mundo y ha sido vertido a varios idiomas, conservo la impresión de que todos los temas que planteaba deben ser retomados hoy día, a la luz de la sorprendente y rica evolución de nuestro país en estos últimos años y estoy convencido de que sigue siendo una responsabilidad de quienes tuvimos participación en la acción guerrillera, volver una y otra vez sobre ella para explicarla cada vez mejor, con más lucidez, y para que esa experiencia sirva a las promociones revolucionarias de hoy, desde la perspectiva de una revolución profundamente popular y nacional como es la que debemos hacer en nuestro país.
Como se sabe, el heroico intento guerrillero de 1965 fue la directa consecuencia de la profunda quiebra económica, social, política, y moral, que el Perú atravesó por esos años, traducida en todo un complejo de circunstancias y hechos, pasiones, místicas, esperanzas y frustraciones, asimiladas por una juventud que quería ardientemente transformar el país y transformar de una vez, tomándole cuentas al pasado. Recordemos esos años: la gran alianza de los dirigentes del apra, —la honda y vieja esperanza de los pobres de este país, el partido de masas que había sido admiración de América—, con una oligarquía decrépita y corrupta; la mediocridad del arquitecto Belaúnde unida a sus gestos de niño bien, a su demagógica ambigüedad; la rigidez y chatura de los partidos de izquierda; impermeables a los hechos y las verdades nuevas; el increíble sometimiento del gobierno de Prado, gobierno de banqueros y latifundistas, a las compañías extranjeras y su insultante frivolidad; el pragmatismo ramplón de Odría, y presionando constantemente contra todo este mundo, un antiguo pero siempre renovado personaje multitudinario, el lejano oprimido de una sociedad que vivía de cara a Europa, un gigante que se desperezaba amenazando despertar: el campesino peruano, que empezaba a hacer temblar los cimientos de esa sociedad caduca en cada recuperación de tierras, en cada invasión, en cada enfrentamiento sangriento con el poder dominante.
Y todo esto sucedía en un mundo que también cambiaba. “Queremos un Perú nuevo en un mundo nuevo había dicho Mariátegui tres décadas atrás y esa premonición, que fue también el sueño de su joven martirologio, ya empezaba a cumplirse en la lucha de los vietnamitas y los argelinos contra la dominación extranjera, en el resurgimiento de los pueblos árabes, en la nueva dignidad asumida por el Asia milenaria, en la angustiosa liberación de los pueblos africanos, en suma, en todo ese complejo de pueblos, naciones y países, de realidades políticas, sociales, raciales, diferentes, que empezaba a tomar cuenta de su personalidad como una inmensa nación: El Tercer Mundo.
Pero más cerca aún, en la gran patria latinoamericana, la revolución cubana señalaba el hito que separaba nuestro antiguo complejo de inferioridad, de una actitud nueva, optimista, afirmativa: sí, podemos los latinoamericanos enfrentarnos con éxito al imperialismo norteamericano. Sí, podemos los latinoamericanos hacer la revolución y construir el socialismo. Sí, los latinoamericanos podemos hablar un lenguaje propio. Sí, los latinoamericanos podemos pensar con nuestras propias cabezas y buscar nuestras propias soluciones revolucionarias.
Y empujadas por este aluvión humano, varias heroicas promociones de latinoamericanos, superando fronteras —las artificiales fronteras que había creado el imperialismo para balcanizarnos y debilitarnos— volvieron los rostros hacia sus profundos países y tomaron el camino de las montañas para hacer realidad el sueño de convertir los Andes en una gran Sierra Maestra. Con sus viejos fusiles, con su romántica ingenuidad, desembarcaban en Haití y Santo Domingo, se incorporaban a la lucha campesina en Guatemala y Colombia, se desangraban en las ciudades y las montañas de Venezuela; morían por decenas en las selvas del Paraguay; trataban de retomar las luchas de los montoneros en Argentina, remontaban las cordilleras y las selvas del Perú y, finalmente, cerrando trágicamente una etapa admirable y heroica, morían junto al Che, luego de una alucinante odisea que se transformaría en mito universal.
Las guerrillas latinoamericanas fueron la lealtad, la consecuencia humana con los ideales, elevada a su máxima expresión y por eso, es difícil desprenderse del detalle narrativo de sus acciones para enfilarse hacia un análisis racional, desapasionado. Tal análisis es una tarea muy difícil: gran parte de los protagonistas de la época murieron heroicamente llevándose consigo el valioso caudal de sus vivencias y enseguida se tendió rápidamente tras de ellos el telón de hierro de la información, o desinformación reaccionaria, mientras los oportunistas se dedicaban a su tarea de siempre: usar la gloria conquistada por otros en su propio beneficio y, simultáneamente, impedir por todos los medios, fundamentalmente, la sacralización, el balance de lo hecho, la serena admisión de los errores cometidos.
Despejar la bruma que envuelve a los hechos guerrilleros sigue siendo necesario hoy, porque la experiencia guerrillera está definitivamente incorporada a lo mejor de las tradiciones combativas de nuestro pueblo, a la lucha nacional por la independencia y la transformación de nuestra sociedad; y porque, a medida que el tiempo transcurre y la historia ubica personas y cosas en sus reales términos, las condiciones para un análisis objetivo y comprometido se multiplican.
De la Puente, Lobatón, Velando, eran lo mejor de una promoción estudiantil que, por el camino de la lucha universitaria, derivó muy tempranamente al enfrentamiento con la dictadura odriísta y que completó su educación política en la prisión y en el exilio. A su liderazgo se incorporaron otros jóvenes que enfrentaban al gobierno de Prado y que intuían, y sentían dentro de sí, más que racionalizaban, la necesidad de un cambio revolucionario en el Perú. Fueron los colegiales que con viejos fusiles de instrucción se habían alzado en Jauja, siguiendo al teniente Vallejo; los que se habían incorporado a las filas del MIR en las acciones callejeras y también los que, apenas egresados de las escuelas secundarias hacia la vida, se incorporaron al ELN, profundamente impactados por la revolución cubana. Pero también, en los meses precedentes a la acción o en el curso de ella, acudieron a las filas guerrilleras sindicalistas campesinos, comuneros, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, que pelearon arma en mano o dieron su auxilio, hospitalidad y afecto a esa gente que en un primer momento, les resultó extraña, incomprensible, porque había invadido violentamente la quietud de su mundo en nombre de principios que no llegaban a entender. Se había producido así el difícil encuentro entre lo más auténticamente revolucionario de las promociones universitarias y parte de lo más avanzado de la dirigencia campesina en el ámbito de las comarcas rurales que, a pesar de empezar a convulsionarse, no habían perdido aún gran parte de su antigua y quieta manera de ser tradicional, su lentitud, sus ancianas costumbres.
¿Y qué de los trabajadores industriales? Localizados en la gran capital, sus luchas reivindicativas, que fueron muy numerosas y agudas, se integraban al complejo y abigarrado cuadro de las luchas sociales de esos años. Algunos ocupaban las fábricas en la capital, mientras en la sierra, los mineros llegaban al sabotaje contra las empresas imperialistas, pero todos ellos, inclusive los mineros cuya vinculación con el mundo campesino aún se mantiene, casi desconocían la existencia de las guerrillas. Así, como un cuerpo extraño en el mundo rural y aisladas del movimiento obrero, las guerrillas pagaban su pecado de origen: haber nacido en las clases medias. Su procedencia social casi las aislaba del Perú profundo, su comienzos de antidogmatismo les ganaba la desconfianza de los grupos políticos; su acción directa las alejaba de las dirigencias estudiantiles, más proclives al verbalismo que a la acción. En aquellos dramáticos momentos, casi resultaban un cuerpo molesto para todos los que, en el llamado campo revolucionario, tenían intereses políticos propios que defender y, paradójicamente, estaban más interesados en que la situación no cambiase, desde que en ella podían aspirar a diputaciones, senadurías, cargos de las direcciones sindicales y estudiantes, todo ello cubierto tras una hipotética lucha contra la oligarquía que ni llegaba a enfrentamientos de hecho ni calaba las bases del sistema.
Se equivoca quien piense que la guerrilla fue solamente acción, puesto que no hay acción revolucionaria, sobre todo si ésta implica una actitud nueva, que no vaya acompañada de ideas nuevas. Consecuentemente, la guerrilla trajo al campo revolucionario nuevas formulaciones extraídas en gran parte de la rica experiencia del Tercer Mundo; de ellas, algunas sobrevivieron a la guerrilla misma. Estaban lejos es cierto, de constituir un planteamiento integral y sofisticado: eran apenas ideas germinales que hubiesen desarrollado después a medida que la guerrilla se fortalecía.
Por esa época ya todos estábamos muy claros en que las revoluciones contemporáneas pasan por los países dominados, lo cual implicaba también comprobar que los pueblos del tercer mundo constituyen la vanguardia de la revolución contemporánea y el factor más importante para la construcción del futuro de la humanidad sobre nuevas bases sociales. Comprobábamos la adultez y con ella, la moderación y las limitaciones de los soviéticos cuyo papel iba reduciéndose cada vez más a la defensa de su poderoso Estado, lo cual nos llevaba a pensar que sobre el esfuerzo de los pueblos colonizados descansaba en prioridad la inmensa tarea de continuar haciendo avanzar a la humanidad hacia un futuro mejor. La revolución era pues tarea nuestra y no podíamos esperar a que fuese consecuencia de la evolución o el apoyo directo de los países más avanzados. Trabajábamos entonces sobre la posibilidad y la necesidad de hacer la revolución, lo que puede parecer obvio hoy día; pero admitirlo significaba romper con todas las concepciones clásicas que negaban la posibilidad de darse de inmediato a la acción, es decir de hacer la revolución en nuestros países. Sí, ya Lenín había dicho que la cadena imperialista se puede romper por sus eslabones más débiles, los países semicoloniales, afirmación que de tanto repetida por la izquierda tradicional había quedado vacía de contenido. A esa afirmación, en consecuencia, le agregábamos el contenido de la acción directa e inmediata. Y esto tenia fundamental importancia, desde que por esa vía adquiríamos independencia mental y autonomía respecto de las potencias socialistas y sus partidos, cuyos esquemas sobre lo que había que hacer o dejar de hacer en nuestros países habían determinado la actitud y la línea de cientos de miles de revolucionarios, llevándolos al tributarismo ideológico y al colonialismo mental.
La guerrilla apuntaba hacia el socialismo a través de un cambio total de nuestra organización social. Algunos de nosotros empezábamos a orientarnos hacia un socialismo ejercido por los trabajadores mismos, de manera directa, y repudiábamos las deformaciones burocráticas que se amparaban en las justificaciones teóricas.
Empezábamos a convencernos además de que las revoluciones hechas en países diferentes deben realmente ser diferentes, a analizar críticamente la revolución rusa de 1917, los sistemas de los países del Este europeo a partir de la segunda postguerra, la larga marcha china hacia el socialismo, la revolución argelina, la heroica lucha del pueblo de Vietnam. Todos esos pueblos planteaban modelos de estrategia y táctica y hasta modelos de organización social final distintos y si nosotros, queríamos de verdad hacer la revolución en nuestros países latinoamericanos, temamos que empezar por buscar, guiados por nuestro pensamiento y nuestra acción, con independencia y sin tutelajes, nuestro propio camino.
Lógicamente, concluíamos que la revolución de América Latina debe crear su propia estrategia y táctica, lo que implica también su propio planteamiento ideopolítico revolucionario. Al hacerlo, cuestionábamos los esquemas, las recetas únicas elaboradas por los partidos comunistas europeos que eran superpuestas a cualquier realidad cual si se tratase de moldes, con^ el resultado de una rutina política repetitiva y estéril. Nuestra vocación se convertía entonces en profundamente latinoamericana, puesto que estábamos convencidos de que la liberación de cada uno de nuestros países sólo es parte de la liberación del continente.
Habíamos llegado a la guerrilla por pensar que quien quiera hacer la revolución en países como los nuestros, caracterizados por la violencia ejercida por sus clases dominantes, no puede eludir el uso de la violencia. No éramos amigos de la violencia por la violencia misma: queríamos, antes bien, que la violencia de la dominación extranjera y oligárquica cesase en nuestro país, y por eso, nada estaba más lejos de nosotros que el fanatismo sanguinario que se agota en sí mismo como vía de salida del resentimiento social sin contenido revolucionario. Pero rechazábamos a quienes, en medio de una tempestad social como la que sacudía a nuestro país, se esperanzaban en el largo y tortuoso camino del parlamentarismo o en la eterna acumulación de fuerzas que nunca crecían y que, antes que multiplicarse, se dividían y subdividían sin poder salir del marasmo de una rutina estéril.
Aún más, influidos por nuestra deficiente comprensión del ejemplo cubano, llegamos a pensar en algún, momento que la única y excluyente forma de violencia posible para llevar al pueblo hacia el poder era la lucha armada guerrillera. Estábamos equivocados, puesto que la historia posterior de América Latina nos mostró muchas formas muy diversas de combate popular y nacional, desde la lucha heroica del pueblo peronista, que combinaba la acción sindical con las movilizaciones callejeras y la guerrilla urbana, hasta las audaces acciones de los Tupamaros, las luchas campesinas, las movilizaciones políticas.
No obstante, el término violencia encierra una amplia gama de significados y por tanto se presta a un sinnúmero de interpretaciones. Si entendemos por violencia el uso de la fuerza resulta evidente, y esto lo saben tanto los revolucionarios como la oligarquía y el imperialismo, que no hay cambio que pueda ser implantado en un país, sobre todo en América Latina y el tercer mundo, en un sentido o en otro, sin el uso de la fuerza. Que esa fuerza se ejerza de una manera u otro, depende de la coyuntura en que se da cada situación revolucionaria. El hecho es que cualquier proceso revolucionario, que se hace precisamente contra regímenes establecidos basados en la fuerza, no puede dejar de desarrollar sus propias fuerzas contra esos regímenes establecidos. Por eso, cuando tratamos de iniciar la revolución, nuestro objetivo inmediato, dado que hasta ese entonces la tuerza Armada no había asumido aún su papel revolucionario en ¡la sociedad peruana, era construir otra Fuerza Armada, basada en la participación multitudinaria de los campesinos quienes, según creíamos, no debían jugar el papel de fuerza de apoyo para que una élite política asuma el poder en su representación, sino que debían ser preparados, a través de la lucha por su liberación, para asumir el poder ellos mismos, conjuntamente con otros sectores explotados, en un nuevo tipo de socialismo directo y no burocrático, cuyas formas organizativas debían ir siendo creadas por los trabajadores en el curso de la lucha.
Lógicamente, nuestra vía revolucionaria que había empezado en los grupos radicalizados de las clases medias tenía que pasar ineludiblemente, para realzarse, por el campo. Aquí no hacíamos más que recoger la comprobación lograda por las revoluciones china, cubana y argelina de que, así como los países colonizados son el eslabón más débil de la cadena imperialista, el campo es el eslabón débil de la dominación oligárquica en cada país colonizado. Tampoco hacíamos otra cosa que tomar nota de la realidad de nuestro propio país, cuya estructura oligárquica, ya antes que nosotros, había empezado a ser sacudida por un campesinado que avanzaba hacia la recuperación de lo suyo y a*l encuentro de su propio destino y tratábamos de incorporarnos a su marcha. Pero al hacerlo, rompíamos ataduras con la izquierda que había limitado toda su acción a la captación burocrática de las direcciones sindicales desde los cenáculos de la clase media y que justificaba su actitud acomodaticia de ignorar en los hechos el papel revolucionario del campesinado, tras la repetición mecánica de la tesis de que es la clase obrera la llamada a dirigir la revolución y que, por lo tanto, hay que centrar toaos los esfuerzos en su conquista.
Pero para empezar, para iniciar de una vez el camino revolucionario superando la actitud de quienes dormitaban en la eterna espera de la llamada “acumulación de fuerzas", reivindicábamos el valor de la acción directa, el sacar la cara frente al enemigo, el valor heroico de romper los fuegos contra la dominación Hasta ese momento, los modelos de conducta revolucionaria eran el padecimiento de las prisiones de la persecución y las torturas, es decir el sacrificio pasivo de quien cree fecundar con su inmolación la liberación de los dominados. Nosotros reivindicábamos el activismo combativo, la convicción de que los revolucionarios deben ir hacia el combate con la misión de triunfar. Y, por supuesto, repudiábamos a quienes, sin llegar siquiera a la hazaña de ser víctimas del poder dominante, pretendían hacernos pasar por lucha revolucionaria la inacabable negociación, la prédica de cenáculo, el estéril estudio de los textos, las rivalidades intestinas del partido.
Mediante la acción directa saltábamos las vallas partidarias y nos lanzábamos hacia la inmensa población peruana a cuyas espaldas operaban los partidos políticos. La integración de toda esa multitud heterogénea en la tarea común de derribar el poder dominante y transformar el sistema era da verdadera unidad popular que permitía nuclear a lo más profundo y valioso de las fuerzas populares cuya identificación con la revolución social no podía ser conseguida en la mesa de las negociaciones en las que se agotaban los líderes de los viejos partidos. No nos dimos cuenta, sin embargo de que, si hasta ahí nuestra actitud correspondía lo que había que hacer en nuestro país para romper con el quietismo tradicional de los políticos profesionales, podíamos empezar a abonar un nuevo sectarismo que nos cortaba toda posibilidad de vinculación con las fuerzas políticas existentes que no por ser secundarias en un país de millones de oprimidos sin partido, podíamos simplemente ignorar. Simultáneamente, por la vía de pensar que es revolucionario solamente aquel capaz de subir a la sierra y disparar contra el enemigo, empezamos a sacralizar la guerrilla, haciendo de ella casi un fetiche, como había sido el partido para los militantes políticos, atribuyendo valor intrínseco a lo que es apenas un instrumento que sólo puede tener valor si forma parte de una estrategia correcta en un momento adecuado. La guerrilla pues, no podía ser organizada en todas partes y para todas las situaciones, no era la panacea universal ni la receta milagrosa de la revolución.
Este error que ya asomaba por aquella época y que fue la causa de tantas sangrientas derrotas de la revolución latinoamericana, se ha tratado de repetir posteriormente, sin el menor asomo de evaluación de la experiencia y análisis de los momentos históricos, por parte de los grupos que luego de haber boicoteado, saboteado, negado su apoyo a las guerrillas, han usado el prestigio guerrillero como arma demagógica de subsistencia política. Ellos predican interminablemente la iniciación de una guerra guerrillera popular que nunca empiezan porque para hacerlo hay que tener coraje y decisión que es justamente lo que les falta, pero mientras tanto cumplen bien su labor; callan en todos los idiomas en los países oprimidos por sangrientas dictaduras proimperialistas, pero engañan, confunden, dividen, desalientan, cada vez que los pueblos latinoamericanos inician trabajosamente alguna posibilidad de liberación, y cambio social. Ocultan sistemáticamente que ningún método revolucionario es válido por sí mismo, es como un arma: depende de adonde dispara y quién dispara. Así la guerrilla puede servir tanto a los intereses de la revolución, como a los de la contrarrevolución: depende de contra quién opera, en qué momento político lo hace y, naturalmente, de quiénes la forman. Porque cuando los países inician procesos de cambio, la prédica o la acción guerrillerista que trata de repetir mecánicamente las acciones que se justifican cuando no había otra forma efectiva de propiciar el cambio revolucionario, se convierte en una actividad diversionista que favorece, por ahorrarle trabajo, a los reaccionarios que socavan sistemáticamente el nuevo poder.
No basta pues simplemente la acción de un grupo decidido para crear las condiciones del triunfo: la revolución es un complejo proceso en que se recruzan y confunden cientos de fuerzas políticas de grupos sociales, de aspiraciones particulares y colectivas. La genialidad de los revolucionarios que han tenido éxito consiste en buscar permanentemente, mediante la acción confrontadora con la realidad, sin ataduras dogmáticas ni prejuicios la estrategia más adecuada en el momento más adecuado. Esta actitud no tiene nada que ver con la repetición, por brillante o heroica que ésta sea, de las formulas que ya se usaron para situaciones distintas, y por eso no hay revolucionario de a verdad que no haya tenido que romper en mayor o menor grado las verdades a- catadas por el consenso de su tiempo. La historia nos demostró posteriormente que la guerrilla también se consume y se agota y que no basta su presencia para cambiar sustantivamente la situación de un país Vimos guerrillas subsistiendo año tras año, en las que el fervor ardiente de los primeros anos iba siendo reemplazado por la paciente espera del milagro que nunca llega y, finalmente, por la amargura de quien comprueba que marcho prolongadamente por un desvío y que ha perdido las fuerzas para desandar lo recorrido. Sin embargo, es también ahí donde e temple revolucionario, el coraje, debe traducirse en la valiente admisión de la verdad, rompiendo con las medias tintas y los subterfugios, con la práctica dogmática de ocultar los errores como vicios secretos.
La acción guerrillera no tuvo solamente la intención de quitar a Belaúnde y sus cómplices del poder; era un ataque al pasado, el inicio de una acción para transformar el régimen político, económico y social del Perú, orientándolo a la instauración del socialismo. Sin embargo es interesante recordar, desde la perspectiva de nuestro tiempo, el programa que enarbolaron.
Veamos por ejemplo los objetivos que planteaba Luis de la Puente en su discurso de 1965 en la plaza San Martin de Lima, algunas semanas antes de encaminarse al valle de La Convención, donde finalmente alzaría. Dos eran los planteamientos fundamentales de ese programa cuya realización era la vía para una transformación más profunda de nuestro sistema socioeconómico: nacionalización inmediata del petróleo v liquidación del latifundio y de la servidumbre. ¿Qué tipo de reforma agraria? Aquella que implique ‘‘devolución inmediata de las tierras usurpadas a las comunidades indígenas; que implique la expropiación de los grandes latifundios incluyendo a los azucareros; que no haga excepción de los barones del azúcar que se enriquecen en forma descomunal explotando a nuestros trabajadores, acaparando nuestras mejores tierras y aprovechando las desventajas del comercio libre y los precios favorables del mercado internacional; Reforma Agraria que recoja las esencias colectivistas de nuestras comunidades para la edificación socialista en el campo; que garantice la pequeña propiedad y la oriente por los caminos del cooperativismo; que eleve los niveles técnicos en todos los sectores de la actividad agropecuaria; que aumente la extensión de tierras de cultivo en beneficio de las mayorías del país y no de los privilegiados como sucede hasta hoy. En fin, el país —decía de la Puente— requiere de una auténtica reforma agraria que libere a nuestro campesinado de todas las trabas feudales, del empirismo y la pauperización que hoy sufre, lo cual sólo será posible liquidando el latifundio en todas sus manifestaciones" (Discurso de Luis de la Puente Uceda en la plaza San Martín, el 7 de febrero de 1964)
Estos planteamientos serían después complementados y desagregados en el llamamiento firmado por Luis de la Puente Uceda, Gonzalo Fernández Gaseo y Guillermo Lobatón Milla al momento de iniciar las acciones, a comienzos de 1965; “Disolución inmediata del Parlamento, amnistía para todos los presos políticos, reforma agraria auténtica, salario vital, familiar y móvil, reforma urbana, nacionalización inmediata del petróleo y recuperación de la plena soberanía nacional".
Es notorio que entre febrero de 1964 y comienzos de 1965 se habían producido algunos cambios de matiz en la concepción que tenía el MIR de la reforma agraria. Mientras que en el primero se habla solamente de “expropiación", ya en 1965 se postula la entrega de la propiedad latifundista a los campesinos que trabajan la tierra, en forma gratuita e inmediata y se añade: “La eliminación inmediata de todos los contratos agrarios precapitalistas y pago de las indemnizaciones correspondientes a los campesinos víctimas de explotación servil a base de las distintas modalidades de renta-trabajo; afectación de latifundios y las grandes propiedades agropecuarias de la costa, de la sierra y de la selva e inclusión para el reparto de extensiones en poder de los gamonales hasta el límite de la mediana propiedad; tratamiento de excepción a los medianos y pequeños propietarios que trabajen sus intereses y que contribuyan al fomento de la producción, cautelando sus intereses y ayudándolos para integrar el proceso de transformación del agro". Aquí se entremezclan la entrega gratuita de la tierra a los campesinos, postulado nuevo con relación a unos meses atrás, con la reducción de la propiedad latifundista hasta el límite de la mediana propiedad y el tratamiento de excepción a los pequeños y medianos propietarios que trabajen sus tierras, medidas que además de justas son realistas. Por otro lado, las alusiones a la edificación socialista en el campo y a la orientación de la pequeña propiedad por la senda del cooperativismo parecen diseñar una estrategia de reforma agraria que, excepto las comunidades campesinas —ellas mismas en sí agrupaciones de pequeños propietarios— pasan por la pequeña y mediana propiedad. Recordamos que; aparte de la revolución cubana, las reformas agrarias que de la Puente había estudiado como antecedente: guatemalteca, mexicana, boliviana, incidieron en el reparto individual de la tierra y partiendo del criterio de que en un campo feudal, la propiedad individual y capitalista es un paso progresivo, criterio que fue aplicado también en los países del Este europeo y en la gradualista reforma agraria china. Mediante el proceso propiedad feudal-privada-cooperativa, se llegaba a las entidades de tipo asociativo a través de un largo camino en el que para pasar de una etapa a otra se usaba de la persuasión o la presión. Aquí parecía no haberse asimilado suficientemente la experiencia cubana que mantuvo la unidad productiva en las plantaciones e ingenios más tecnificados incorporando a los trabajadores a una primera —y no posterior— etapa cooperativa. Y la razón de fondo estriba en la supervivencia de la vieja interpretación dualista de nuestra sociedad que la dividía hipotéticamente en un campo feudal v una urbe capitalista.
También respecto de la reforma urbana existía el criterio de propiciar la propiedad individual convirtiendo a los inquilinos en propietarios y eliminando los latifundios urbanos; pero respetando a los pequeños propietarios de casas “que merecerán un trato especial". El planteamiento quedaba ahí, puesto que había sido recogido de la reforma urbana cubana.
Y, finalmente, también es importante recordar la aspiración de los guerrilleros a plena soberanía nacional, mediante la eliminación de los yugos impuestos por el imperialismo, y la expulsión de sus “asesores" o agentes— alusión a la misión militar norteamericana que sería expulsada por el proceso revolucionario, en 1968; la anulación de los tratados o convenios que comprometan nuestra soberanía e independencia nacionales y el establecimiento de relaciones diplomáticas con todos los países del mundo.
Por su parte, el ELN aportaba un programa mucho más genérico, más bien una lista de objetivos globales, que transcribo en este libro: soberanía nacional revolución agraria, amistad con todos los pueblos del mundo, expulsión de las empresas imperialistas y gobierno de los trabajadores. Había en este último punto el comienzo de un cambio respecto de la teoría del partido: no se postulaba el gobierno de un partido de vanguardia, sino el gobierno puro y simple de los trabajadores, organizados en el ejército popular que se aspiraba a formar.
Gran parte de estos postulados se han cumplido hoy, y acá otros, como la aspiración a un gobierno de los trabajadores en una democracia social directa, constituye objetivos hacia los cuales nuestro pueblo se va abriendo paso hoy día a través de las inmensas posibilidades abiertas por el proceso revolucionario iniciado en 1968. El perfeccionamiento de lo hecho y la conquista de lo que aún falta por hacer, pertenecen al conjunto de tareas a las que los revolucionarios nos enfrentamos hoy, como parte de una formulación ideopolítica final y una estrategia que se van construyendo día a día, a medida que el proceso avanza, a partir de nuestra propia realidad y de nuestros intereses nacionales.
Así la historia peruana recogió no solamente parte de las demandas programáticas de la guerrilla, sino algunas de sus germinales formulaciones ideopolíticas que luego fueron desarrolladas a la luz de nuestra experiencia nacional puesto que en realidad, a pesar de los rezagos de dogmatismo que aún conservaba, la guerrilla fue nuestro primer paso hacia la formación de una izquierda nueva, más comprometida con nuestro continente, y con cada uno de nuestros pueblos y que precisamente por eso, había despertado tanto recelo, desconfianza y hasta rencor en las menguadas filas de la izquierda tradicional.
Como se sabe, las guerrillas de 1965 y los intentos anteriores estuvieron, como otros movimientos guerrilleros de nuestro continente, profundamente influidos por la mística, el ejemplo y las posiciones ideológicas y políticas de la Cuba revolucionaria de esos años. Pero a pesar de ello yo pienso ahora que al calor de esa mística los latinoamericanos, incluidos nosotros, habíamos percibido sólo la superficie, es decir la parte menos importante de la revolución cubana porque en medio del repudio a las mentiras difundidas por el imperialismo, no supimos usar de un análisis prolijo, acucioso, para pasar los límites de la pura y simple adhesión acrítica. Recién ahora, al vivir la experiencia peruana, nos percatamos de que las revoluciones no sólo necesitan adhesión sino sobre todo comprensión, el entendimiento racional de quien se acerca a ellas no con un espíritu religioso sino con una actitud revolucionaria. Por ser leales a tal actitud, debimos aproximarnos al fenómeno histórico y popular de la revolución cubana cuidándonos de las calumnias y distorsiones del enemigo, pero también de la actitud reverencial, y por lo mismo falsa, de aquellos a quienes Vallejo llamó los leales ciento por ciento. ,
Algo que nosotros no percibimos suficientemente en América Latina, es lo profundamente entrelazada que está la revolución con la historia nacional de Cuba y, por tanto, la singular continuidad histórica en que ese entrelazamiento se expresa. Así al grito de 1868 sigue la guerra de los diez años, acaudillada por Carlos Manuel de Céspedes, el grito del Baire en 1895, la guerra popular dirigida por Maceo, Máximo Gómez y Martí, y finalmente, apenas como el comienzo de una pausa que serviría de aliento para retomar la lucha iniciada, el escamoteo de la independencia por la enmienda Platt.
Por existir este hilo conductor, dos características distinguen la guerra emancipadora: su enfrentamiento al naciente poderío de los Estados Unidos que la llevan a una temprana posición antiimperialista, y la presencia multitudinaria del campesinado, que le confiere un indeleble tinte popular. Es por eso que el antiimperialismo distingue, por ejemplo, algunos de los más lúcidos y hermosos escritos de Martí que pueden ser leídos por las generaciones de hoy con la misma adhesión y respeto que despertaron en las generaciones de ayer. Pero además, la primera independencia cubana está mucho más cercaren el tiempo, de la actual generación, de los que está para nosotros, por ejemplo, la gesta de San Martín y Bolívar, cuyo lenguaje hoy nos resulta en cierto modo lejano y extraño .
A la primera independencia y la subsiguiente intervención del imperialismo norteamericano sigue la revolución contra Machado en 1933 de la que nace la generación liberal y socialista que tendría decisiva influencia sobre los revolucionarios del Moneada. Y así, los hitos de 1868, 1895, 1933, 1953 y 1959 están muy cerca unos de otros, en las ideas y en el tiempo, formando una coherente continuidad histórica cuya comprensión por la generación de Fidel Castro hizo posible que el hallazgo de un origen y contenido profundamente nacional permitiese a la revolución recorrer con éxito su camino hacia el poder.
Quien visite hoy el Oriente cubano percibirá que las poblaciones campesinas de Sierra Maestra y las poblaciones urbanas de Santiago, la segunda ciudad en importancia de la isla y cuna de la revolución, están geográficamente muy cerca. Santiago de Cuba se encuentra casi en las estribaciones de las montañas orientales, y fue esa cercanía la que favoreció una relación constante entre la lucha guerrillera y el apoyo urbano, sobre el que desgraciadamente se ha hablado muy poco, puesto que casi se desdibujó, desenfocado porque la atención del continente estuvo centrada exclusivamente en los guerrilleros de la Sierra.
Por el contrario, en el Perú hay contrastes y desfases muy grandes entre las etapas más decisivas de nuestra historia que por ser muy antigua, ignorada y compleja, es más difícil de desentrañar e interpretar. Cierto, tenemos toda una tradición liberal de tipo revolucionario desde la época de la independencia, tradición ocultada sistemáticamente por la reacción y desgraciadamente desconocida hasta por los propios revolucionarios, pero hay una gran distancia entre una y otra de las generaciones que tuvieron participación decisiva en cada uno de los cambios en nuestra historia.
Por otro lado, mientras en Cuba la dirección revolucionaria desarrolló una inteligente acción que combinó con gran habilidad el apoyo exterior de los revolucionarios que residían en los Estados Unidos, la alimentación permanente desde una gran ciudad como Santiago de Cuba y el combate guerrillero en la Sierra, en el Perú, la tendencia a repetir mecánicamente el fenómeno guerrillero cubano, no permitió que pudiésemos encontrar la forma de desarrollar esa misma vinculación en un país donde las distancias y los obstáculos geográficos tienen una relación geométrica .
Pero eso no es todo. Si entre la clase media y el campesinado cubano había una distancia que tornó muy peligrosa la acción de Fidel en sus momentos iniciales, lo que hay en el Perú es un abismo de conformación racial, de comportamientos, de lenguaje, de constitución psicológica, que hizo doblemente difícil nuestro esfuerzo de acercamiento a los campesinos. Entre Fidel Castro y los campesinos de Oriente había mucho menos distancia que entre nosotros y los campesinos de Ayacucho o entre Guillermo Lobatón y los campos del Perené.
Partiendo de una concepción liberal y democrática, los revolucionarios cubanos llegaron a la guerrilla a través de una sucesión de actos que discurren a partir de las acciones callejeras en La Habana, pasan por acciones armadas, como el asalto al cuartel Moneada y el desembarco del Granma y culminan en la guerrilla de Sierra Maestra. Es una línea ascendente, cuyo punto inicial se encuentra en el momento mismo de la usurpación batistiana, y a lo largo de la cual el grupo de Fidel va ganando, mediante una sabia política que combina la explicación permanente al pueblo con los gestos heroicos, el cariño y la confianza del pueblo de Cuba. Es la genialidad de transformar la derrota del Moneada en un éxito político: los héroes del Moneada podían haber sido derrotados militarmente, pero la masacre cometida por los esbirros de Batista, sus acciones de venganza en presencia de toda la ciudad, les ganaron la adhesión moral de una población que se solidarizaba con ellos por la vía del repudio contra la prepotencia y el crimen. Esa popularidad creció con el juicio del Moneada y aumentó todavía más con el desembarco del Granma, hasta crecer multitudinariamente cuando la guerrilla recién empezaba su acción.
Mientras tanto, también iba cobrando forma la ideología de los guerrilleros. En los primeros periódicos mimeografiados de la promoción universitaria que después tomaría el nombre de Movimiento 26 de Julio la aspiración a la independencia nacional se mezclaba con las denuncias contra Batista. En “La Historia me Absolverá" aparece, junto al aún impreciso planteamiento ideopolítico un conocimiento más cercano de la realidad cubana y un programa de acción muy concreto. Y finalmente, por la vía de un choque muy directo con los corruptos grupos dominantes de Cuba y el poder imperial de los Estados Unidos, serían asumidas las ideas socialistas hasta la oficialización del marxismo-leninismo. Todo este largo trayecto se iba haciendo en un diálogo constante con el pueblo, a través de las experiencias que éste iba cobrando en los avatares de su revolución; una labor de convencimiento que mezclaba las explicaciones con los hechos, la racionalidad con la mística, y en que las decisones no se tomaban consultando los manuales sino evaluando las fuerzas reales favorables y contrarias y el estado de conciencia del pueblo.
No sucedió así en el Perú porque, lejos de haber buscado las vías más próximas a la comprensión de nuestro pueblo, partimos de teorías políticas abstractas, gran parte de las cuales ya eran estereotipos estériles. No consultábamos la realidad sino los manuales y eso impedía que la evolución ideológica a la que me referí anteriormente, se diera de manera más rápida y directa. A la vez, nos habíamos preocupado poco de estudiar nuestro propio país, de buscar en nuestra historia los métodos más adecuados para hacer la revolución, de relacionar nuestro complejo presente con nuestro pasado. La generalidad de su trasfondo ideológico inicial ayudó a los cubanos a encontrar su propio camino en medio de las incidencias de su acción revolucionaria y les permitió obrar con gran realismo y flexibilidad; la rigidez de nuestros esquemas nos impidió cambiar rápidamente de método cuando era necesario hacerlo y nos encasilló, castrando muy tempranamente nuestra capacidad de aprender y asimilar revolucionariamente el medio en que nos movíamos. Para hacerlo teníamos que empezar por admitir que el calco y la copia no son tareas de revolucionarios y teníamos que sacar a luz con más audacia algunas incoherencias entre los esquemas y la realidad que nos ocultábamos a nosotros mismos en el temor de sentirnos demasiado heterodoxos, puesto que no habíamos roto del todo el cordón umbilical que aún nos ataba a un mundo político que ya empezábamos a rechazar.
En suma, no estuvimos equivocados al tratar de iniciar la revolución en nuestro país, ni tampoco cuando empezamos a balbucear algunas heterodoxias, pero fallamos cuando nos calamos más hondo en las experiencias revolucionarias de otros países, particularmente la cubana, y sobre todo en la experiencia acumulada por el pueblo de nuestro propio país.
Sin embargo, para suerte del Perú, como pocas guerrillas de América Latina, la nuestra tuvo consecuencia y efectos insospechados. Vale la pena entonces detenerse en la enumeración, de sus méritos, de aquello que aportó al futuro. En primer lugar, naturalmente, está el heroísmo de los compañeros que la hicieron. Ese heroísmo tiene una doble faz: puede ser juzgado a través de la admiración por quien coge un arma, deja su hogar, va hacia la montaña, arriesga su vida, empieza a luchar, en los hechos, por un ideal. Pero quizá esa sea la parte menos importante del asunto- desde que, además ha sido la más elogiada y cantada por quienes reemplazan su incapacidad de hacer por la mitificación y el elogio incondicional. Lo más importante a mi juicio es la vocación de esa generación por acercarse, rompiendo las limitaciones de su origen social y político, a la realidad de su propio país. No lo lograron totalmente, es cierto y así lo hemos dicho una y otra vez en estas páginas, pero empezaron a intentarlo dramática, heroicamente. Siempre he pensado, por eso, que lo admirable de un guerrillero no es solamente su habilidad para combatir puesto que, al fin y al cabo, también los soldados que defienden al sistema cogen las armas y combaten con mejor o peor suerte. La actitud integral de los guerrilleros era coger un arma y unirse al campesinado, salvando las distancias sociales y geográficas que hemos mencionado, ponerse cara a cara con el rostro de este país, y también el coraje de poner en cuestión, en los hechos más que en las palabras, muchas “verdades" que hasta ese momento eran sagradas, intocables, que formaban parte del santuario de la revolución: el enaltecimiento de una determinada modalidad de acción política centrada totalmente en el valor intrínseco, casi fetichista que se confería a la organización partidaria.
Muchas veces se ha pretendido contraponer las guerrillas a los partidos comunistas diciendo que fracasaron porque los partidos comunistas las traicionaron. Tal explicación unilateral, superficial y que no tiene nada que ver con la realidad, la repiten quienes seccionan la verdad histórica para usarla en sus propósitos políticos. Toda verdad a medias, lo sabemos, es una mentira. Lo que las guerrillas hicieron desde el comienzo fue cuestionar en los hechos, no sólo la política y las dirigencias de los partidos comunistas sino la estructura partidaria en sí misma. Al rechazar el uso de la organización político-celular tradicional como línea de partida y al postergar para el futuro la solución del problema de la organización política, los guerrilleros abrían la posibilidad de que el pueblo crease, mediante su participación activa en la lucha insurreccional formas más democráticas y directas de organización que la intermediación tradicional, mientras tomaban nota de la inoperancia de los cenáculos.
La guerrilla reivindicó el valor revolucionario de la acción y la calidad humana del revolucionario. Hasta la etapa crucial del 65, eran considerados revolucionarios quienes se afincaban en las ciudades para estudiar los libros de marxismo y quienes confundían la repetición de los textos con el conocimiento de la realidad. Al rechazar los dogmas esclerotizados y al ubicar en su lugar a la teoría vinculándola con la práctica de la que se había divorciado, la guerrilla inició la revaluación de los textos e inauguró una nueva actitud revolucionaria, y por lo mismo crítica y autónoma frente a ellas, tratando de procesar el legado cultural contemporáneo, sin, cortapisas ni prejuicios, para aplicarlo en una actividad que al mismo tiempo que práctica era también de elaboración teórica.
Esa es la actitud que deben tener los revolucionarios de nuestro tiempo, no hay otra salida que esa para ubicarnos en el mundo de hoy con una actitud y una conducta nuestra, latinoamericana. Y todo eso se hacía, como hemos dicho anteriormente, en la acción, por cuya vía la guerrilla tocó el fondo de la condición humana del revolucionario, de su entrega total a una actividad política que había dejado de ser ocupación de diletantes para convertirse en vocación integral.
Mediante la lección de sus tropiezos, fracasos y errores, la guerrilla sirvió también para demostrar que la revolución es un amplio camino al que por la evolución y el avance de nuestra época, concurren numerosas y heterogéneas fuerzas políticas y sociales y que sólo puede ser exitosa en la medida en que, al tiempo que el uso de todos los métodos, concurra la presencia de todas esas fuerzas en una metodología que no puede desestimar por anticipado ninguna forma de acción contra el enemigo. Que la revolución no puede transitar por el camino del dogma, por el estrecho sendero que señala una capilla política determinada, pudimos comprobarlo posteriormente cuando la guerrilla tuvo efectos sorprendentes allí donde menos esperaba provocarlos, en el ejército y la iglesia, dos instituciones que habían sido, de un modo u otro, garantes del orden establecido.
Precisamente por no haber cubierto la acción guerrillera un largo lapso de nuestra historia, sino más bien por haber sido un conmovedor chispazo de heroísmo, no llegó a crear hondos resentimientos en la Fuerza Armada a la que se enfrentó, sino que se convirtió en uno de los fenómenos que los oficiales peruanos examinaron, con más atención en el curso de su gradual toma de conciencia de la necesidad de hacer profundos cambios revolucionarios en nuestro país. Sería erróneo, obviamente, pensar que la guerrilla fue el único factor para tal evolución, desde que también sobre nuestro ejército gravitaba como una pesada e insoportable losa, la estructura de dominación oligárquica que padecía nuestro país, generando su atraso, su pobreza, su colonización. Nuestra ligereza en el recuento de la historia peruana y latinoamericana y nuestra tendencia al unilateralismo, nos había impedido percatarnos de que el papel de las fuerzas armadas en el Perú y Latinoamérica está cubierto tanto de actitudes de enfrentamiento contra el imperialismo cuanto de acciones contrarrevolucionarias; no se podía entonces aplicar frente al ejército una actitud rígida, ignorante de tales hechos. Subestimamos el significado de los movimientos del coronel Arbenz de Guatemala, de Busch y Villarroel en Bolivia, del General Perón en Argentina y aún el del coronel Caamaño de Santo Domingo, de los oficiales revolucionarios de Carúpano y Puerto Cabello en Venezuela, de Yon Sosa y Turcios Lima, también en Guatemala, y no otorgamos valor simbólico al hecho de que precisamente el primer intento de acción guerrillera en el Perú fue encabezado por el teniente Vallejo, un oficial de la Guardia Republicana.
Por eso, cuando planeábamos nuestro intento insurreccional, y cuando estábamos alzados en la sierra, ignorábamos que también dentro de las filas de nuestros adversarios había quienes ya pensaban en transformar nuestro país acercándose lenta, progresivamente, a una decisión que sería trascendental pa ra nuestra patria: la de usar el poder que había servido hasta ese entonces para proteger los intereses oligárquicos, como medio de revolucionar las estructuras económicas, sociales y políticas. La gran derrota del imperialismo no se incubaba pues solamente en las filas guerrilleras, puesto que luego de la sangrienta derrota de 1965 y de la podrida “democracia" del 66/67/68, las fuerzas progresivas de nuestra nacionalidad abrirían, desde el seno de la Fuerza Armada, el proceso revolucionario que hoy vivimos.
Cuando releo las páginas de este libro, que escribí desordenada y subrepticiamente, en los meses […] [signi]ficativos cambios que ha experimentado nuestro país entre 1965 y 1974. Es cierto, el curso de una década es apenas un segundo en la historia de un pueblo tan antiguo como el nuestro, pero ésta no ha sido una década cualquiera, puesto que ha producido acontecimientos que variaran profundamente, quiérase o no, el curso de nuestro destino.
La primera parte del libro pretendía dar un apretado resumen de las causas que motivaron la acción guerrillera. Obviamente, señalaba algunas de las grandes lacras nacionales: la presencia de la dominación norteamericana en el cobre, el petróleo, la harina de pescado, la banca, la energía eléctrica, el comercio de importación y exportación, las comunicaciones y la agricultura; la permanencia de decrépitas e injustas estructuras en el campo, la explotación de los campesinos por los latifundistas; en suma, la existencia de un capitalismo deformado, subdesarrollado, subproducto de la penetración imperialista .
Gran parte de tal dominación va desapareciendo hoy, cuando la IPC, una suerte de símbolo de la prepotencia extranjera, ha sido nacionalizada, al igual que la totalidad de las empresas productoras de harina de pescado, que fue nuestro principal renglón de exportación; la Cerro de Pasco Copper Corp., con su refinería, sus minas y sus grandes haciendas, los principales bancos, la energía eléctrica, los teléfonos; y cuando la reforma agraria avanza despejando el campo de latifundistas y creando nuevas empresas asociativas conducidas por cientos de miles de campesinos. Así, el gigantesco poder del imperialismo y de las 45 familias que el libro denuncia, están en trance de liquidación y continuará disminuyendo a medida que el proceso avance.
La labor desarrollada en estos años ha sido inmensa y no se la puede enumerar en unos cuantos párrafos, pero a mi juicio, nada de esto significa que la tarea revolucionaria de independizar al Perú del dominio extranjero, transformando al mismo tiempo su estructura social, haya concluido. Por el contrario, los realizados son apenas los pasos iniciales de una revolución que debemos profundizar, sin prisa pero sin pausa, hacia la creación de un nuevo ordenamiento social y económico basado fundamentalmente en la propiedad social de los medios de producción y expresado en el libre ejercicio del poder político por los trabajadores organizados.
Estamos lejos, por supuesto, de la candidez de quienes creen que las sociedades son como ruedas que marchan, impulsadas por su propia dinámica, hacia un destino inexorable y predeterminado. Las revoluciones son consecuencia directa del juego de contradicciones sociales y, por tanto, son obra de los hombres. La lucha entre las nuevas fuerzas y el tradicionalismo conservador es muy dura aún y se da en todos los campos. La dirección revolucionaria de este proceso ha decidido, con palabras y hechos, abandonar el sistema capitalista, pero ésta es una labor ardua, lenta, difícil, en un país en que al mismo tiempo que permanecer alerta contra las fuerzas del privilegio y la explotación, hay que impedir el surgimiento de nuevos privilegios, luchar contra la pobreza, el subdesarrollo y desplegar grandes energías en el convencimiento de miles de personas cuya conciencia y comportamiento aún siguen influidos por el capitalismo.
A pesar de todo lo descrito, el proceso aún no ha sido comprendido por la izquierda tradicional que, en el pasado, absorbió gran parte del desdén por los militares que es característico de las viejas castas oligárquicas que crearon la Universidad de la que aquélla surgió y que mantuvieron a través de los años, de una u otra forma, su dominio sobre ella. En efecto, en el Perú del pasado no existía solamente el resentimiento o recelo contra los militares, y aún contra todos los mestizos o “mistis" por parte del campesinado que tuvo que enfrentarse durante años a los latifundistas que ejercían el monopolio de la gran propiedad de la tierra, o la actitud desdeñosa de la clase media que se sentía postergada y al mismo tiempo superior a los hombres de uniforme. Existía también la hipocresía oligárquica que en el fondo despreció y subestimó al ejército, puesto que, al tiempo que se parapetaba tras él para mantener su poder, nunca vaciló en usar del antimilitarismo o “civilismo" cada vez que quiso deshacerse de un militar que le resultaba incómodo. La historia es reciente y no debe ser olvidada. Así, por ejemplo, los exportadores que recurrieron a Odría y Noriega para capturar íntegramente el control de las divisas derribando a un gobierno constitucional, exonerarse de impuestos y terminar de entregar totalmente el país a las empresas norteamericanas fueron los mismos que, posteriormente, en la llamada Coalición Nacional del año 55, aprovecharon la lucha de los trabajadores peruanos contra Odría para desembarazarse de él y obligarlo a aceptar el relevo de una nueva alianza constituida por Prado el banquero, Beltrán el representante de los hacendados y Haya de la Torre el demagogo. La lealtad no figuró nunca entre las virtudes de tal oligarquía que desde el Club Nacional, La Prensa y la Sociedad Nacional Agraria, no se cuidaba de participar directamente de las actividades castrenses porque era consciente del inmenso poder de sus halagos y su dinero. Por eso, no precisaba que sus hijos siguieran, ni la carrera política ni la carrera de las armas: le bastaba educarlos a medias para ser parasitarios directores de sus empresas rentistas. Sin embargo, era de esta forma como las grandes familias iban cavando su propia tumba, porque al permitir que los hijos de familias más modestas entrasen a filas y escalasen los altos mandos, iban convirtiendo a la institución armada en terreno ajeno. Mientras desde la izquierda surgida de la universidad y sin sobrepasar los marcos de una institución académica que vivía de espaldas al país no acertábamos a distinguir este fenómeno, convirtiendo nuestro antimilitarismo abstracto muchas veces en una imitación del desprecio elitista por los militares, los oficiales y soldados servían en los lugares más a- parados del territorio nacional, de cara al subdesarrollo y la miseria, sumando a su origen social medio o modesto el encuentro, o reencuentro físico, con una población cuyo contacto se les iba haciendo cada vez más familiar.
Todo esto no habría sucedido si la oligarquía se hubiese tomado la molestia de educar a sus hijos en el ejército, pues de haber sucedido así no se hubiera producido nunca una revolución a partir de la Fuerza Armada del Perú. Esto es elemental, pero alguna gente que dice ser marxista no lo admite puesto que sigue prisionera de su origen universitario, de sus aspiraciones elitistas y de su formación dogmática, bebida en libros que describen la realidad capitalista europea en que el papel de los ejércitos se confunde con la defensa de los monopolios imperialistas opresores de pueblos. Diferente es la situación de los ejércitos de los países dominados y coloniales donde aquellos oscilan entre el servicio al opresor o la opción por la defensa de la nación oprimida. Luego, la interpretación que corresponde a los países opresores e imperialistas no puede asimilarse mecánicamente a los países oprimidos y coloniales.
Lo curioso es que quienes dicen ser marxistas empiezan por ignorar algo que el marxismo elemental reconoce: y es que no existe institución que sea impermeable a los cambios experimentados en el mundo, a las ideas nuevas, al avance de los pueblos, a las contradicciones sociales, menos aún en sociedades tan contradictorias y dinámicas como las nuestras. Resulta que para los predicadores de contradicciones antagónicas incluso donde no las hay, el ejército y de paso la iglesia, son islas inmunes a la evolución de los tiempos. Para ellos, que son capaces de azuzar sin ton ni son contradicciones sociales en todas partes, sólo hay una entidad a la que atribuyen un abstracto monolitismo: el ejército. Pero cualquier revolucionario que se precie de serlo —y no hay nada más distante de ello que un ultra— tiene que empezar por hacer lo que en su tiempo realizaron los grandes revolucionarios hoy sacralizados: analizar las fuerzas y tendencias reales, no las abstractas, que se mueven en la sociedad y no ignorar que éstas reflejan todas las tendencias sociales de su tiempo.
Lo que ocurre en realidad es que tras el antimilitarismo conservador-ultra que igual sirve para los niños bien de la ultraizquierda como para los curtidos maniobreros del apra, no se esconde otra cosa que la renuncia o la oposición a la lucha por el cambio social, pues nadie que quiera realmente cambiar las cosas en su país puede dejar de trazar una política frente al ejército, y menos aún en América Latina, donde nunca ha dejado de estar presente, para bien o para mal. esta institución cuyos virajes, marchas y contramarchas determinan en gran medida también los virajes, marchas y contramarchas de nuestra historia. Alguien dijo: “se puede hacer la revolución con la Fuerza Armada o contra la Fuerza Armada, pero de ninguna manera sin la Fuerza Armada".
Ya en el libro admitía nuestro tránsito de “antiguas a nuevas concepciones sobre la existencia y comportamiento de las clases sociales, la composición de la oligarquía y su relación con el imperialismo, los objetivos y etapas de la Revolución". Este tránsito a ideas que son fruto de la experiencia posterior a la guerrilla y al libro, más mi incorporación al proceso revolucionario, han dado lugar a que la llamada ultra- izquierda —o mejor subizquierda— se rasgue las vestiduras acusándome se traición a los intereses históricos de un pueblo que ella nunca supo defender en los hechos.
Los insultos, las calumnias, no merecen ser respondidos puesto que provienen de quienes ya nos gritan desde el basurero de la historia. Sin embargo, conviene volver sobre el tema frente a las personas o grupos que, honestamente, piensan que la participación en el proceso implica asumir una posición reaccionaria, abandonar las ideas socialistas, olvidarse de la causa de los pueblos oprimidos. Ya en el libro se decía con toda claridad: “Queremos un tipo de socialismo. . . que asegure a las masas oprimidas el ejercicio efectivo del poder, intervención en todos los asuntos del gobierno y amplia capacidad de decisión sobre sus propios destinos". Hoy reiteramos la afirmación de que para lograr tal socialismo “efectivo y real", la revolución “debe buscar formas políticas que le permitan mantener la adhesión del pueblo y le impidan burocratizarse".
A esa afirmación, que ya por aquella época nos distinguía de quienes pretenden por socialismo una sociedad de tipo burocrático, hoy tenemos que añadir que en la lucha por ese objetivo final no debemos cerrar los ojos ante el hecho indiscutible de que, precisamente por el arrollador avance de las ideas nuevas en el mundo y en América Latina, son cada vez más los hombres y mujeres, en muy diversos sectores sociales —aún en los que pueden resultar más sorprendentes y desconcertantes para nosotros— que se orientan a favor de los cambios revolucionarios. ¿Vamos a responderles con el dedo acusador del viejo fiscal que se siente el único y exclusivo propietario de la verdad cuando, por el contrario, debiéramos alegrarnos porque la' antigua lucha de quienes quisieron liberación y justicia social para nuestra patria ha empezado a rendir sus frutos? ¿No debiéramos más bien ayudarlos, narrarles nuestras experiencias, prevenirlos contra los errores y hacer todo lo posible porque no fracasen como muchas veces nosotros fracasamos?
Está claro que para adoptar esta última actitud es preciso vencer el resentimiento, superar los odios y personalismos, dejarse llevar una vez más por el irresistible impulso del ideal, preferir el amplio campo de la revolución al pequeño cenáculo. Y, desgraciadamente, no podemos esperar tal actitud de quienes pre firieron siempre a la angustia por la construcción de algo nuevo, el cómodo medrar de lo ya conquistado por otros.
Muchas veces se me ha increpado trabajar hoy, pacíficamente, con un gobierno militar, luego de haber predicado y realizado la lucha armada. En el libro se decía, efectivamente: “... reiteramos que la lucha armada de los pueblos —compleja, múltiple, rica y variada—, es la única vía que queda para liberar a América Latina". Y, en efecto, la historia nos tenía reservada más de una sorpresa cuando, en nuestro país, nuestros adversarios usaron las mismas armas con las que nos combatieron para iniciar un sorprendente proceso de cambios cuya calidad revolucionaria es ocioso discutir aquí. Cierto, ésta no es la aza- roza lucha armada guerrillera que nosotros intentamos, pero ¿vamos a negar nuestro concurso por eso? No son viejos fusiles guerrilleros los que hay hacen frente al imperialismo, sino tanques y cañones. Pues bien, nos alegramos de ellos, puesto que, entre muchos otros peruanos, nuestro esfuerzo despertó la conciencia nacional de quienes manejan esos pertrechos que fueron fabricados por los imperialistas para defender sus posesiones y que hoy son el soporte de una revolución que se vuelve contra ellos. Para quienes son incapaces de distinguir el contenido de la forma y lo fundamental de lo secundario, el trabajo común, leal, con los adversarios de ayer les parece una traición. Esa es la actitud de los ultras de ambos lados, que quisieran que el sacrosanto orden colonial de ejército contra pueblo se mantenga intocado, pero más puede la historia, el avance de los pueblos, la extraordinaria potencia de las ideas de este siglo.
Nosotros aprendimos en la guerrilla que quienes inician el cambio social, 'escojan la vía que escojan, siempre están solos al comienzo, en las duras y difíciles etapas iniciales, cuando cualquier ayuda, por mínima que sea, es invalorable e importante. Lo estuvimos nosotros cuando la pasividad de la izquierda peruana, la tardía reacción del campesinado, la ignorancia o indiferencia de otros sectores del pueblo, nos rodearon como un cerco de hierro. Y aprendimos que lo que más debe detestar todo revolucionario es la indiferencia, la discusión estéril, la vacilación. No son muchos quienes están dispuestos en nuestros países a arriesgar su seguridad, su vida, iniciando una revolución. Tampoco son muchos los jefes militares que dieron el audaz paso del 3 de octubre de 1968 y sobrarían los dedos de ambas manos para contarlos. Por tanto, no podemos darnos el lujo de quedarnos al margen para aplaudir o criticar de acuerdo al ritmo de los acontecimientos, o simplemente para oponernos porque no nos gusta que hombres de uniforme encabecen una revolución que creíamos que nos pertenecía exclusivamente, ni podíamos exigir seguridades en la conquista de los objetivos planteados porque sabemos de sobra que eso depende en gran medida de los propios revolucionarios y que no hay revolución que pueda garantizar a nadie la seguridad del triunfo. No había pues, posibilidad de duda, ni vacilación: teníamos que incorporarnos plenamente con todas nuestras fuerzas; justamente por ser leales a nuestro pasado, en una decisión que lejos de avergonzarnos nos enorgullece, a la lucha por la liberación de nuestro país y nuestro pueblo.
Estamos lejos de pensar, por supuesto, que los peligros han cesado de amenazar esta revolución. Podemos decir, con cercano conocimiento de los hechos, que el de hoy es un camino, tan diabólicamente difícil como el de la guerrilla, porque el enemigo acecha de todos lados. ¿Vamos a pedir, no obstante, una revolución fácil? Alguna gente cree ilusamente que las revoluciones deben ser antes del triunfo, caminos sembrados de muertos, sangre y sufrimientos y que en el poder deben ser procesos seguros, perfectos. Pero las revoluciones, antes y después del triunfo son obras humanas, hijas de los hombres dé su tiempo y por tanto tienen virtudes y defectos, méritos, limitaciones, vacíos y errores .La revolución, decía Mariátegui, no es un camino de rosas. Ayer en 1965 y hoy, en 1974, los hombres de este tiempo lo aprendimos. Precisamente por eso, quienes gritan impunemente porque creen que el gran enemigo imperialista ya fue derrotado o porque piensan que opera detrás del actual régimen, pierden de vista algo que el dolor de algunos pueblos latinoamericanos nos enseña: si los peruanos nos descuidamos, si rehusamos hoy nuestro concurso al fortalecimiento del terreno ganado, podemos aún ser derrotados nuevamente por el verdadero enemigo que lejos de operar en este régimen aguarda paciente, o impacientemente, que las dificultades crezcan para saltar sobre él. Y recién entonces, si eso sucediese, aquilataremos el verdadero valor que tiene este proceso, pues quizás tengamos que volver al duro camino del pasado. Y quizás lo hagamos no porque ese camino nos guste por sí mismo, puesto que queremos ahorrarle a nuestro pueblo el dolor y los sufrimientos de una guerra sangrienta. Aprecian exclusivamente a las revoluciones por la violencia que desatan aquellos que las miden, no por los objetivos que conquistan sino por los litros de sangre que derraman. Sabemos, sin embargo, que esos son los que corren a ocultarse bajo la cama al primer disparo.
Nunca como en estos años se había evidenciado tan descaradamente la importancia que tiene la actividad de los grupos políticos en determinadas y difíciles coyunturas históricas: hay grupos cuya actividad es estéril e inútil en términos de efectividad revolucionaria, pero que pueden ser el detonante para que los sectores oligárquicos reencuentren, y aprovechen la posibilidad de recuperar el poder. Cuando en alguno de los países de este continente empiezan a abrirse algunas posibilidades de cambio; cuando algunos gobernantes de formación marxista o no, por presión de los pueblos o no, comienzan a orientarse hacia el difícil camino de la transformación social o por lo menos a escapar de la rígida dominación imperialista; cuando los países empiezan a recuperar o a planear la recuperación, de sus riquezas naturales, se produce casi siempre una compleja situación en que la reacción agazapada usa del caos social, del quebrantamiento de la economía, de la incertidumbre de los sectores medios, de las expectativas, las esperanzas y el descontento popular, para instrumentar una estrategia que aísla al nuevo gobierno de las fuerzas que lo apoyan en el pueblo y de las que lo toleran en las instituciones establecidas.
Las oligarquías latinoamericanas son sabias, saben lo que quieren, qué defienden y adonde se orientan. Cuando ellas tenían todo el control del poder, el descontento popular, las acciones audaces de los grupos aislados que se enfrentaban al sistema eran inmisericordemente aplastados. Cuando pierden el control de ese poder, esos mismos factores les permiten ir recuperando el terreno y la iniciativa perdidos. Desgraciadamente, cierta izquierda latinoamericana, algunas veces por candor político y otras por rencor, mala intención o infiltración enemiga, es tardía en sus reacciones frente a los rápidos cambios de situación y sigue insistiendo machaconamente en los mismos manifiestos que se repiten y transcriben, sin mayores cambios, año a año, y lo más peligroso, en las mismas tácticas y actitudes que hoy, en muchos países, favorecen simple y llanamente a los más feroces fascistas, que operan ocultamente sembrando la desconfianza, azuzando la represión contra el pueblo, propagando al macartismo e impulsando la caza de brujas. La provocación es su mejor aliado porque en la represión que sigue a la provocación ellos siempre ganan. Ante la izquierda y el pueblo, los grupos fascistas permanecen ocultos, es el gobierno el que aparece, quien deteriora su imagen y se desprestigia; y mientras los ultra de izquierda gozan tratando de confirmar mediante la provocación, su línea de “desenmascarar" al régimen, por más que eso cueste vidas y sangre de trabajadores, los ultra de derecha desarrollan pacientemente los preparativos para la hora de su triunfo.
Cuando el triunfo de la ultraderecha llega, es el pueblo quien paga las consecuencias, o los militantes sencillos o ingenuos a quienes se les dijo que el camino de la intolerancia que se hace pasar por defensa de los principios, era el camino del triunfo. Los dirigentes, los grandes verbalizadores, escogen el camino del exilio o, simplemente, caen ellos también incapaces de reaccionar, impontentes ante la ola despiadadamente represiva de quienes recuperan el poder para volver a entregar el país al imperialismo y para dar rienda suelta al odio acumulado durante los meses o años en que, llenos de zozobra, vieron su dominación en peligro. Lo irónico es que, de un tiempo a esta parte, algunos “reformistas" mueren defendiendo sus principios mientras los “revolucionarios sobreviven lamentando inútilmente la pérdida de aquello que no supieron defender por falta de lucidez y de coraje.
Y entonces se inicia la larga oscuridad del fascismo y hay que volver a trabajar paciente, angustiosamente, arriesgando nuevas vidas y nuevas generaciones en la larga lucha por la liberación, porque a las grandes oportunidades históricas siguen los largos retrocesos. Esa fue la tragedia de España, repetida después en Guatemala, Brasil, Bolivia y Chile. La subizquierda peruana debe preguntarse si permitirá que esto suceda también en el Perú. Hasta el momento parece no sólo dispuesta a permitirlo sino también a hacer todo lo posible porque tal cosa ocurra.
En el colmo del desconcierto y de los apuros por “caracterizar" a este proceso, la subizquierda lo ha señalado con el duro y socorrido calificativo de “fascista", pero al hacerlo pone al descubierto su ignorancia política, puesto que hasta hoy no nos ha explicado qué cosa entiende, a fin de cuentas, por fascismo. ¿De qué fascismo hablan? ¿Del populismo fascista de la Italia de los años 14 o de las corporaciones de los años 30, del sistema económico y político mussoliniano o, simplemente, de la represión de las bandas reaccionarias? Ciertamente, el fascismo es el producto de ciertos capitalismos agónicos, aterrorizados ante la inminencia de la revolución social; tras él se esconden los monopolios amparados por un Es-
tado poderoso que les sirve para disciplinar por la fuerza a los trabajadores y para asegurar el fortalecimiento de la propiedad privada, mientras la demagogia trata de usar los intereses nacionales para impulsarlos a una misión universal expansiva. Por eso, de la Italia arruinada de posguerra que soñaba con el renacimiento del Imperio Romano, el fascismo paso a la Alemania destruida de la segunda década del siglo, que creía en la superioridad de su raza aria, a la España sobrecogida por una guerra civil, a Portugal que luchaba por la supervivencia de su imperio colonial.
En todos estos países, implantó la dictadura de los capitalistas, amparada en los principios de jerarquía, autoridad y disciplina. Constituyó una reconstrucción capitalista, por la fuerza, de economías que habían sido casi destruidas; no sólo no cuestionó la propiedad privada, sino que hizo de su defensa uno de sus principios fundamentales, convirtiéndola en el instrumento más eficaz de la producción y limitando la intervención del Estado a aquellos aspectos en que la iniciativa privada era insuficiente. Socialmente, el fascismo partía de la admisión de la desigualdad de los hombres. Decía aspirar a la justicia y la revolución social, pero sostenía que ésta sólo podía ser consecuencia de la expansión de la nación, es decir de la agresión imperialista. Al ordenar la producción con disciplina de hierro prohibiendo las huelgas, y al impulsar simultáneamente la propiedad privada, el fascismo aspiraba a perpetuar las diferencias de clase, la desigualdad social.
Las corporaciones alrededor de las que la subizquierda ha hecho tanto escándalo comparándolas con nuestras comunidades industriales, eran organismos estatales por rama de industria en cuyos consejos directivos patrones y trabajadores tenían representación paritaria, vigilados por los representantes del Partido Nacional Fascista. Nuestra subizquierda dice que, puesto que en esas corporaciones había tal representación paritaria y en las empresas privadas reformadas del Perú se aspira a lo mismo, estas últimas son entidades corporativas que concilian las clases y, por tanto, el modelo peruano es un modelo corporativo .
Lo que la subizquierda oculta o ignora es que los trabajadores de las corporaciones no tenían acceso a la propiedad de los medios de producción. Es decir que la supuesta representación de los trabajadores se agotaba en sí misma puesto que no tenía ningún basamento en la propiedad de las empresas y, por tanto, no representaba un ápice de poder económico. Y algo más que también calla: por ser profundamente antidemocrático, el fascismo repudiaba el sufragio como expresión de la voluntad colectiva y rendía culto al superindividuo y a las élites. Por tanto, los supuestos representantes de los trabajadores no eran elegidos sino designados por los organismos inmediatamente superiores. Por otro lado, si el sindicato había sido prohibido en Alemania, y en Italia había sido transformado en organismo base de la corporación haciendo ingresar a su interior a los patrones, y si además las huelgas estaban prohibidas, es fácil determinar hasta qué punto los trabajadores quedaron sujetos a la rígida y autoritaria dirección de los capitalistas y del Estado.
Nada de esto sucede en el Perú, donde los trabajadores tienen diversos canales de acceso a la propiedad de los medios de producción, a través de las reforma agraria, la reforma de la empresa y de la creación del sector de propiedad social, que son medios de transferencia de la propiedad de los medios de producción, es decir del poder económico perteneciente a los latifundistas y capitalistas. Donde los sindicatos, comités vecinales, ligas, federaciones agrarias y u otras entidades de carácter representativo mantienen su funcionamiento normal y aún más, son propiciados y apoyados por el Estado interesado en dar curso a un amplio proceso de organización popular. Y en donde finalmente, los trabajadores, incluidos los analfabetos, eligen a sus representantes en estas organizaciones, a todo nivel.
Para cierta subizquierda también resulta que un Estado fuerte puede ser sinónimo de fascismo; ésta es una forma segmentaria de interpretación, que asimila nacionalismo a fascismo: “Nacionalismo, se ha dicho en efecto, es sinónimo de fascismo". Es obvio que una cosa es el fortalecimiento del Estado que corre paralelo a la penetración o concentración de los monopolios en los países imperialistas o al afianzamiento de la penetración de los mismos en los países en trance de colonización, y otra significación muy diferente tiene el fortalecimiento del Estado en los países que inician por este medio la defensa de su soberanía nacional lo que implica, en tal caso, la afectación, el debilitamiento, cuando no la liquidación de las oligarquías y las grandes empresas imperialistas . Para el fascismo, el Estado era, a la vez que un eficaz instrumento de los monopolios y de la propiedad privada, un ente totalizador. “Todo en el Estado nada fuera del Estado", decía Mussolini y agregaba: El Estado es lo absoluto, los grupos o individuos son lo relativo. En la aplicación de esta doctrina la vida de las organizaciones y de los hombres se incluía en el Estado y estaba sujeta a él.
En el Perú, el Estado ha obtenido al fin su personalidad nacional recuperando para el país los sectores estratégicos de la economía que antes estaban en poder de los monopolios. Este no es el Estado reaccionario, expansionista, totalitario de los fascistas, sino el ente que, enfrentando al imperialismo, asume la tarea de servir de motor al desarrollo nacional limitando al mismo tiempo su propia función dentro de una economía plural en el que sector definitorio será aquél en que los medios de producción y la gestión de las empresas pertenezcan, no al Estado, sino a los trabajadores organizados.
Los ultras claman que, incluso admitiéndolo, tal ente sirve “a la burguesía", que todo Estado representa a la clase social dominante, y por tanto, quien trabaja con él o lo apoye, se pasa a las filas de la burguesía. Este es un mecanismo que pone de lado tanto el análisis de la situación creada por el juego de contradicciones entre los intereses de la nación peruana y del imperialismo opresor, cuanto la evolución del proceso social. Para los ultras, el Estado es un ente prefabricado, inmutable, de la clase dominante. Ellos, que no se distinguen precisamente por su amor a la dialéctica, se niegan a reconocer que en los países en proceso de cambios progresivos, el Estado suele ser una entidad que pasa del dominio de un sector social al de otro sector social de acuerdo a la forma como se resuelven las contradicciones que se dan en la lucha por el poder de cada sociedad. Hasta el 3 de octubre de 1968, el Estado peruano servía al imperialismo y a la oligarquía: representantes de los monopolios o de los latifundistas y pesqueros, eran ministros de Estado, parlamentarios, técnicos de diverso nivel, cuya acción estaba diariamente orientada a la anulación del Estado reduciéndolo a su mínima expresión para dejar el campo libre a las empresas capitalistas, o a usar de él en beneficio propio.
La intervención militar fue el punto definitorio de la contradicción en que se jugaban por un lado, los intereses de la oligarquía y del imperialismo, y del otro, los sectores sociales revolucionarios surgidos de las capas medianas postergadas por la oligarquía o simplemente enfrentadas a ella. Por tanto, la repetición ultra de que el Estado y el ejército representan simple y llanamente a la burguesía, es inservible para explicar por qué ese mismo Estado que protegía a las empresas imperialistas y a sus socios latifundistas, ahora los expropia. El Estado representa hoy a los nuevos grupos revolucionarios de técnicos, intelectuales, y oficiales de la Fuerza Armada comprometidos a liberar a nuestra patria del imperialismo transformando simultáneamente su sistema capitalista y avanzando hacia un nuevo sistema de base económica predominantemente social. Esto, lógicamente, abre la interrogante de si podrán ser esos mismos grupos, condicionados por su propia situación social, los que conduzcan el proceso hasta el final planteado. Pero la solución de esa interrogante no pertenece a la metafísica, sino una vez más a la obra de los hombres, a la manera cómo el pueblo organizado, conjunta- mente con sus propios líderes y los dirigentes más lúcidos del proceso, sean capaces de superar constantemente la situación actual y de vencer a las fuerzas conservadoras que se mueven a todo nivel, dentro y fuera del país, sin poner en peligro la subsistencia del proceso. Esta, por tanto, no puede ser una respuesta teórica, libresca, sino histórica, que abre las puertas a la implementación de las grandes tareas revolucionarias del presente, que no pueden confundirse ni sobreponerse a las del futuro, esto es: fortalecimiento del proceso, organización popular, esclarecimiento ideológico, definición de las líneas de la revolución, unificación de todas las fuerzas interesadas en el cambio social dentro de la línea de la revolución, respeto y acatamiento de la dirección del proceso revolucionario, etc., en una palabra las tareas que sirven de prerequisito para la conversión de nuestra sociedad, de predominantemente capitalista en predominantemente autogestora. Todo eso implica también que el progresivo cambio de rol del Estado en el Perú y aún más su depuración de los grupos reaccionarios supérstites continúe, simultáneamente con el surgimiento de las organizaciones de trabajadores con cada vez más grande poder económico y político. Todo este complejo fenómeno dialéctico toma para nosotros el nombre de transferencia del poder, que implica una transformación gradual, pero total de la sociedad, es decir, una revolución social. Y por tanto, un fenómeno radicalmente opuesto, tanto a la consolidación fascista del dominio de las grandes empresas y los monopolios, cuando al reformismo que cambia la parte menos importante de la realidad para que todo quede igual.
Pero donde las afirmaciones ultras se desmoronan totalmente es cuando se analiza el problema del partido. ¿Cómo asimilar el proceso peruano, cuestionador del papel de los partidos tradicionales y decididamente opuesto a la formación de un partido único y excluyente, al fascismo basado en el dominio omnipresente y piramidal del partido basado en la jerarquía y el autoritarismo A esto se responde: es cierto no hay partido único, pero donde hay violencia y represión, allí hay fascismo. En efecto, es una de las notas características del fascismo el uso sistemático de la violencia como parte de la lucha política, pero si admitiéramos que allí donde hay represión hay fascismo eso nos llevaría a calificar como fascistas a todos los régimenes del mundo que usan de la represión en mayor o menor medida, defendiendo diversidad de intereses, revolucionarios y contrarrevolucionarios. Ese camino absurdo nos lleva entonces a meter en un mismo saco a regímenes y sistemas de las más diversa significación y orientación.
Si para Clausewitz la guerra era la continuación de la política por otros medios, para los fascistas la violencia sistemática contra los adversarios era la continuación de la política por otros medios. De ahí las organizaciones paramilitares represivas para usar el terrero reaccionario, la violencia callejera, la quema de libros, el asalto y destrucción de las imprentas socialistas, la ruptura de huelgas, las golpizas y los asesinatos. A fin de cuentas, el imperio de la cachiporra como la maciza expresión de la indolencia, la proscripción del diálogo con el discrepante, el uso de la diatriba y la calumnia como recurso polémico, la repetición constante y machacona de la mentira para que ésta se convierta en verdad. Nada más parecido que este último cuadro a los métodos de los grupos ultras, cuyo fanatismo puede ser comparado con ventaja al descrito.
Finalmente, no podemos dejar de señalar algo que el pueblo peruano debe saber puesto que le concierne: el verdadero origen de la acusación de fascismo contra los procesos antimperialistas de América Latina no está en los grupos ultras sino en el imperialismo. Fue la afirmación hecha por los Hoschild, Patiño y Aramayo, repetida por el antiguo PIR contra el presidente boliviano Villarroel, a quien la oligarquía hizo colgar de los faroles de la Plaza Murillo con los aplausos del apra en el Perú, que presentó el derrocamiento de presidente mártir como un triunfo de la democracia contra el fascismo. Fue la cantaleta del embajador norteamericano Braden, quien comparaba al proletariado peronista con las hordas nazis. Y hoy, haciendo honor a su estupidez y falta de imaginación, los viejos politiqueros de la subizquierda peruana tratan de expandir este embuste que conviene a los intereses imperialistas. Es el “antifascismo" criollo en el que se dan la mano los sedicentes marxistas con los grupos más retardatarios y regresivos de la derecha peruana.
Sé, por supuesto, que a muchos sectarios, a los fanáticos que confunden revolución con odio y con resentimiento social, ha molestado profundamente que, hoy como ayer, quienes nunca nos apartamos del campo revolucionario, hayamos admitido la verdad maciza de los hechos. Pero, como en la gran movilización campesina de los años 60, o en la guerrilla del 65, en el proceso revolucionario del 68 una sola es la opción: ponerse del lado de quienes luchan en los hechos contra el imperialismo, por la soberanía nacional, por la reforma agraria y por construir una sociedad sin explotados ni explotadores o del lado de quienes usan sus dogmas como pretexto para la inacción y la indiferencia. Cierto, alguna vez dudamos del contenido revolucionario de este proceso, eso es admisibles si se tiene en cuenta que habíamos luchado con las armas en la mano contra los que hoy lo dirigen, pero a estas alturas ya no caben dudas posibles sino una sola actitud: sumarse a quienes han iniciado el más importante proceso de transformaciones de toda nuestra historia.
Y es por eso también que, para cualquier revolucionario latinoamericano, las capillas, los dogmas, dejaron totalmente de tener validez y solamente podremos pensar en el triunfo de la revolución latinoamericana que va a ser una realidad del futuro, no como la obra de los pueblos y de los hombres. Las revoluciones tendrán éxito en este continente, en la medida en que nos acerquemos a nuestras realidades, sepamos elaborar una concepción latinoamericana revolucionaria, compenetrarnos de nuestra propia nacionalidad, encontrar una concepción y un lenguaje político totalmente nuevos y latinoamericanos. Ese es el reto del futuro.
En la región occidental de América del Sur, debajo de la línea ecuatorial, a manera de un riñón bañado por el Océano Pacífico, se encuentra el Perú. Su inmensa superficie de un millón y cuarto de kilómetros cuadrados está dividida en 23 departamentos.
Una configuración abrupta y difícil caracteriza al escenario geográfico. Si alguien pudiera elevarse a una altura espacial distinguiría como el fenómeno natural más notable, la imponente cordillera andina que lo atraviesa de norte a sur, cual un espinazo gigantesco.
Por su lado oeste, la cordillera desciende casi hasta el mar y deja frente a él una larga y estrecha faja costera. De sur a norte, desde Tacna, vecina con Chile, hasta Tumbes, punto de contacto con el Ecuador, el viajero debe recorrer 2,200 kilómetros. Si se le ocurriera penetrar hacia el este, no podría recorrer más de 40 kilómetros, o 200 en las zonas más anchas, sin verse obligado a ascender por las estribaciones andinas.
La Costa es un gran malecón que la naturaleza ha colocado frente al océano. Su clima templado y monótono que, salvo en el extremo norte no excede los 17 grados, es apenas alterado por neblinas y ligeras lloviznas. Es también un inmenso desierto que, paradójicamente, reúne en los oasis creados por sus cincuentaitantos riachuelos, en torno a sus puertos y ciudades, las tierras más fértiles y productivas del país, los cultivos de exportación, la tercera parte de la población y casi toda la industria.
En contraste, la Sierra está encerrada por los eslabones de la cadena andina y todo en ella, aldeas y hombres, sigue las sinuosidades de la cordillera. Allí encontramos innumerables accidentes geográficos: mesetas inmensas, profundos callejones, pendientes vertiginosas y los más variados pisos climáticos. El hombre vive hasta los 4,500 m. sobre el nivel del mar, dedicado a cultivos y ganadería, pero los picos andinos continúan su ascenso, como agujas lanzadas al cielo, hasta los 8,000 m. Las lluvias varían año a año y las sequías son frecuentes en la altiplanicie.
Desde los picachos andinos los ríos descienden tumultuosos hacia la Selva. Al comienzo pequeños arroyuelos, luego poderosas corrientes y finalmente lentas serpientes de agua que van a alimentar la cuenca amazónica.
La Selva es un enorme manto verde que cubre gran parte de las fronteras norte y este. Ocupa las dos terceras partes del territorio nacional, pero sólo alberga al 11% de la población, que se aglomera en las últimas estribaciones andinas, pues las zonas bajas y planas son inhóspitas y de difícil acceso. Bosque llano e interminable, húmedo y pantanoso, continúa por todo el territorio brasileño y apenas si es alterado por una que otra colina. Allí casi no existen carreteras y son los ríos las únicas vías de comunicación.
Desiertos y cálido sol tropical en la Costa norte, que se atenúa por las nubosidades provocadas por la Corriente de Humboldt; frió cortante en la cordillera y las mesetas andinas; humedad sofocante en la Selva: geografía y clima cambiantes y accidentados. Tal la apariencia que ofrece a primera vista este país contradictorio.
Si hay algo característico en el Perú son sus contradicciones. Su historia fue cortada en dos, bruscamente, por la conquista española que destruyó una vieja cultura y masacró durante trescientos años a los quechuas dominados. Su geografía es atravesada violentamente por el espinazo andino. Ni siquiera las características raciales de sus pobladores son uniformes, pues no puede hablarse de mestizaje donde aún perduran las huellas de la conquista lejana.
¿Y qué decir de su economía? El latifundio aún supervive lánguidamente en Costa y Sierra, junto a antiquísimas comunidades campesinas. Y sobre este andamiaje, el capitalismo ha impuesto nuevas relaciones de producción y de intercambio uniéndose, en maridaje vergonzante, a la feudalidad de la Colonia. Finalmente, desde comienzos de siglo, el imperialismo domina al país manteniendo la subsistencia deformada de los sistemas anteriores.
A comienzos de siglo el imperialismo norteamericano hizo irrupción en el país. Si desde la emancipación y primeros años de nuestra turbulenta república, los prestamistas ingleses estuvieron presentes tras los bastidores de la política criolla y en los arreglos que siguieron a la desastrosa guerra del Pacífico, desde la primera guerra mundial la dominación inglesa cedió en provecho de la penetración norteamericana.
Dueños del cobre, de gran parte del petróleo y de las tecnificadas producciones agrícolas para la exportación, los monopolios norteamericanos tienen en sus manos los principales resortes de nuestra economía.
Pertenecen a monopolios norteamericanos y empresas extranjeras: 85% de la producción minera: cobre, hierro, plata, plomo, zinc y otros metales; 14 de los 20 más importantes grupos pesqueros (el Perú es el primer productor mundial de harina de pescado); 6 de los 10 más grandes ingenios azucareros; la comercialización del algodón, café y lanas.
Todos los bancos están conectados a la banca internacional. El Banco de Crédito, el más importante del país, pertenece presumiblemente al Vaticano, a través de la banca italiana; el Continental y el Internacional están controlados por el Chase Manhattan Bank de la familia Rockefeller; son numerosas las sucursales de bancos norteamericanos, europeos y japoneses que operan con toda libertad y, en general, casi no hay bancos peruanos que no estén, en una u otra forma, bajo la dominación extranjera.
La energía eléctrica que consume la capital —70% de la industria manufacturera del país— es proporcionada por la Lima Light & Power y un consorcio vinculado a la banca italiana; los teléfonos están en manos de la ITT.
El comercio mayorista de importación es monopolizado por las empresas exportadoras extranjeras y la penetración norteamericana se hace presente hasta en el comercio a menudeo.
Fueron empresas británicas las que pusieron en marcha nuestra industria manufacturera tradicional: textiles, jabones, etc. Hasta hoy día, las 3/4 partes de la producción textil de algodón pertenecen a la Grace y a la Duncan Fox, que tuvieron su origen en inversionistas ingleses y actualmente se encuentran fuertemente vinculadas a intereses norteamericanos.
Las inversiones norteamericanas han creado en los últimos años una industria de consumo cuya característica más notable es su enorme vulnerabilidad y dependencia respecto del exterior: el 48% de los insumos debe ser importado de los Estados Unidos y Europa.
Dentro de la industria manufacturera se han presentado últimamente importantes modificaciones al aparecer nuevas productoras de bienes intermedios tales como fertilizantes, fibras artificiales, soda caústica, explosivos, ácido sulfúrico, pinturas, etc. Pero todas ellas están ligadas al capital norteamericano o a las empresas norteamericanas que operan en el país. En total, la inversión imperialista en la industria manufacturera llega al 80% y grupos de dos o tres empresas copan entre el 90 y 100% de la producción de neumáticos, papel, aceite, lácteos, tabaco, etc.
La superficie total del Perú comprende 128,5 millones de has. En la propiedad rural constituida existen 12 millones de has. en pastos naturales, bosques, montes y tierras cultivables no trabajadas, así como otras 455 mil has. que permanecen en barbecho. Pero sólo la ínfima extensión de 2.8 millones están en actividad. [1]
El Perú aparece así, a primera vista, como un país de tierras baldías y abandonadas. Gran parte de ellas podrían ser incorporadas a la agricultura siempre que se pusiera en manos de los campesinos los medios suficientes para hacerlo. Pero las mejores tierras de las pocas cultivables están monopolizadas por los latifundios los que, a su vez, dejan grandes extensiones sin cultivo.
La concentración de tierras en pocas manos es enorme: el 1% de las unidades agropecuarias ocupa el 75% de la superficie agrícola total; el 0.1% del total de propietarios acaparan el 60.9% de las tierras utilizadas. De los 17 millones de hectáreas cultivables, diez millones corresponden a mil grandes propiedades y sólo un millón 933 mil está en poder de las comunidades campesinas .[2]
El capital extranjero está ligado al latifundio. El grupo Gildemeister de Hamburgo es el primer latifundista del país con más de medio millón de has. bajo su dominio, seguido por la Cerro de Pasco Copper Corp[3] con 300,000 has. y el Grupo de Le Tourneau con 400 mil has. de selva. Grace, William & Lockett, Anderson Clayton & Cía, figuran también entre las empresas extranjeras que son propietarias de tierras destinadas al cultivo de algodón, caña de azúcar, a la ganadería y extracción de maderas[4]
Consecuencia directa de esta situación es la irremediable decadencia de la producción agrícola.
Veamos algunos síntomas:
El sector agropecuario que en 1950 participaba con un 25.7% en el Producto Bruto Interno, lo hizo en 1964 con sólo un 19.6%. En 1940 el 61.2% de la población económicamente activa estaba ocupada en labores agrícolas. En 1961 el porcentaje había bajado al 49.6%. En 1950 los productos agropecuarios de exportación representaban el 57.8% del valor total de las exportaciones; en 1965 eran sólo 29.2.%
Esta subproducción tiene graves consecuencias en el cuadro económico y social del Perú. En 1950 producíamos 8’431,638 toneladas de productos alimenticios; en 1960, solamente 7’800,000; y la cantidad sigue bajando para una población en constante aumento que, además, abandona los campos para aglomerarse en las barriadas marginales de las ciudades. La crisis alimenticia presiona cada vez más sobre las clases pobres y la balanza de pagos: el país importa para el consumo humano el 90% de trigo, 40% de carne, 40% de leche, 40% de grasas y 25% de arroz.
La descapitalización del país adquiere caracteres alarmantes: los consorcios imperialistas retiraron en los últimos cinco años 347 millones de dólares después de invertir sólo 58. Los términos de intercambio son cada año más desfavorables: de 105 dólares que valía una tonelada de exportación en 1950, en 1967 sólo valía 58.50.
De todo esto se deduce fácilmente que el signo fundamental de la economía del Perú contemporáneo es su dependencia del imperialismo norteamericano, lo que descapitaliza al país y agudiza su crisis estructural.
A la agudización de la dominación imperialista sigue la agravación de las contradicciones internas.
Una oligarquía próspera e inmensamente rica, ligada íntimamente a los consorcios imperialistas en multitud de inversiones y negocios, vive en la cúspide del sistema. En la base, las mayorías subsisten en la más infinita pobreza.
45 familias centralizan lo más importante del poder político y económico, asociadas con los monopolios norteamericanos. El 56% son accionistas de bancos y compañías financieras; el 53% posee acciones en compañías de seguros; el 75% posee compañías dedicadas a la construcción y a la actividad inmobiliaria en las ciudades; el 56% tiene inversiones en firmas comerciales y el 64% es accionista importante de una o varias empresas petroleras. Este grupo actúa bajo el nombre de Sociedad Nacional Agraria [5].
Según datos oficiales, 24 mil privilegiados disfrutan de una renta de 2 millones y medio de soles al año (unos 62,500 dólares) mientras que 11’976,000 desposeídos apenas sobreviven con 6,310 soles anuales (unos 157 dólares). El 1.9% de la población económicamente activa, unos 61,300 rentistas, perciben la gruesa proporción del 44% de la renta nacional, mientras que el 44% de la población económicamente activa, un millón y medio de obreros agrícolas, percibe sólo el 13% [6].
Los promedios estadísticos no registran, desgraciadamente, el caso frecuente de familias que superan en ingresos el millón de soles (23 mil dólares) mensuales, mientras el hombre de campo percibe apenas un sol diario o, simplemente, no percibe ningún salario.
Paralelamente a sus abismales diferencias de clase, el Perú registra desniveles de región a región. El ingreso por persona en la Costa superaba en 1961, en cuatro veces al de la Sierra; en 1965 llegaba ya a siete veces.
Las contradicciones enfrentan también a la ciudad y el campo. 23 de cada cien peruanos viven en Lima y el porcentaje crece aceleradamente con los 75 mil provincianos que llegan anualmente a la capital. En Lima se encuentran el 70% de las fábricas, la mitad de los obreros y cerca de las dos terceras partes de los cuadros profesionales[7]. Casi la mitad de los electores viven en Lima, con lo que la capital es, en la práctica, la que decide el gobierno del país. Fuera de la agricultura y la minería, cuya ubicación es técnicamente fijada por el lugar de la tierra de cultivo y la existencia de los recursos minerales, todas las actividades están concentradas prácticamente en las zonas urbanas.
En la Sierra, las zonas urbanas registran un 21% de familias que consumen menos del 75% del requerimiento normal de calorías, mientras que las rurales tienen un 61%. Los centros urbanos serranos casi igualan en este aspecto a las zonas rurales de la Costa: 20% de familias que consumen una cantidad de calorías inferior al requerimiento mínimo, pero están lejos de equiparar el porcentaje de Lima: apenas un 5%.
Fijando nuestra atención en los trabajadores, encontramos también entre ellos grandes desniveles. La distancia entre escala y escala del ingreso medio por ocupación es demasiado grande. El ingreso de los empleados y trabajadores independientes, es decir de la pequeña burguesía, 450 dólares anuales, casi dobla al de los obreros urbanos: 260 dólares. Y éste es inmensamente superior, con ser pequeño, al de los varios millones de hombres del campo: 10 dólares anuales [8]
Las escalas de ingreso dentro de la clase obrera también son notables. Mientras los obreros del gas y la electricidad ganan 224 soles de salario semanal, los mineros 215 y los de construcción 298, los de la industria manufacturera sólo ganan 193 y los obreros agrícolas apenas 86 [9].
Economistas, sociólogos y políticos han insistido por mucho tiempo en el “dualismo" de nuestra sociedad. Recientemente se insiste sobre su carácter capitalista, aunque deformado y contradictorio. La polémica no ha terminado aún, pero el hecho objetivo es que el Perú, económica y socialmente, está lejos de haber logrado una organización integrada. A este hecho se refiere el antropólogo Matos Mar cuando dice en un reciente ensayo:
".. las regiones no se desarrollan ni se interrelacionan ni complementan. Este es el caso, por ejemplo, de los diversos sectores de la producción que aparecen desarticulados, pues cada actividad económica tiene su propio ritmo y sentido, casi sin enlace con las otras. La agricultura sigue así su propió cauce, la pesquería el suyo, la industria aparece aislada. Si se generan relaciones, éstas se dan solamente entre los grupos de poder y segmentariamente en otras actividades. Por otra parte, hay una gran mezcla de tipos de economía que aparecen en distintas proporciones y además con dominio de hábitos regionales ocasionados por la heterogeneidad cultural. En muchos casos, esta mezcla tiene tonos contrapuestos; así, el sector moderno capitalista empresarial utiliza formas coloniales capitalistas al lado de la cooperación tradicional indígena" [10]
La realidad peruana ha dejado de ser estática: las clases sociales desarrollan una movilidad que no tiene precedentes.
La población en general crece aceleradamente. Nos incrementamos en algo más de un cuarto de millón por año. Hoy somos doce millones, en 1970 seremos 13 millones y medio, en 1980, 18 millones. En 25 años nuestra población se habrá duplicado.
Paralelamente el número de trabajadores crece y, dentro de ellos, la clase obrera. Entre 1950 y 1965, la población económicamente activa aumentó de 2.5 millones a 3.6 millones; en ese mismo lapso, los obreros aumentaron de 904,800 a 1’382,100, los empleados crecieron en 200 mil personas y los llamados trabajadores independientes en 300 mil.
La estructura de la clase obrera ha experimentado cambios. Los obreros dedicados a la agricultura y a la pesca, que antes eran la mayoría, han disminuido hasta el 40% y los mineros de 5.2% a 4.7%. El sector dedicado a la industria manufacturera creció de un 14% en 1950 a un 18% en 1965.
A pesar de su crecimiento, la clase obrera siguió teniendo un bajísimo nivel de instrucción. Ningún jornalero de la agricultura es obrero calificado; 47 de cada cien obreros carecen de toda instrucción y sólo 43 de cada cien poseen educación primaria.
El nivel de desocupación es muy alto. Los economistas calculan que en el Perú deben crearse por lo menos unos 150 mil empleos por año y aún más, teniendo en consideración no sólo el incremento de la población sino la paulatina incorporación de las mujeres al trabajo. Pero la industria sólo crea unos 10 mil empleos por año. Esto trae como consecuencia que en los grandes centros urbanos cunda el subempleo y la desocupación encubierta, cuando no la desocupación real y total.
En este cuadro contradictorio, donde muchos fenómenos sociales parecen esfumarse y el comportamiento de las clases sociales no aparece con la claridad necesaria, la izquierda marxista no ha podido elaborar aún una táctica única y coherente.
Más que el proceso mismo de la enfermedad, lo que aparece claro en el Perú son sus causas y sintomatología. El examen de algunas cifras, que aún así no revelan la verdadera dimensión del drama que viven los sectores más empobrecidos y explotados, da una idea de la enfermedad incurable del sistema.
La desnutrición es una de las características de la población peruana. El consumo de calorías y proteínas baja año a año. Anualmente, el poblador peruano sólo consume 17 kilos de carne, promedio que encubre los millones que, simplemente, no la consumen. Las estadísticas registran promedialmente sólo 69 gr. de carne al día, 6 gr. de huevos, 20 gr. de pescado y 108 gr. de leche, pero suman millones los peruanos cuya dieta no incluye carne, ni leche, ni huevos[11] De acuerdo a una encuesta que efectuaron los estudiantes de la Facultad de Medicina de San Fernando en 1963, 93 de cada cien niños de Lima padecen hambre y sólo dos toman leche.
Así se explica que, mientras en Latinoamérica la tasa de mortalidad infantil es de 8, en el Perú es de un 9.7 por cada cien mil. Cada diez minutos muere un niño menor de un año, de enfermedades en su mayor parte curables.
Hay en el Perú más de 400 mil niños retrasados mentales teniendo por causa, en la mayoría de los casos, el alcoholismo de los padres y la pobreza del hogar, ya que suman 250 mil los enfermos alcohólicos. El Perú es e! segundo consumidor mundial de coca, calculándose en 800 mil los masticadores y en cerca de 8 millones los kilos ingeridos por año. Se calcula que 137 mil kilos de cocaína van cada año al estómago de nuestros campesinos [12].
Alrededor de 7 mil niños de 6 a 9 años de edad trabajan, perteneciendo cerca del 40% de los mismos a las zonas urbanas de Lima, Arequipa y Cuzco. Entre los 10 y los 14 años son 73 mil los niños que trabajan en las ciudades del país, particularmente Lima y Arequipa [13]. 45% de las 200 mil criadas que tiene Lima son menores de 21 años y muchas aún niñas de 10 a 11 años [14].
La pobreza de las masas es indescriptible. La mitad de la población limeña vive en tugurios insalubres de una o dos habitaciones, que no cuentan con agua potable ni servicios higiénicos [15]. Se calcula que 3 millones de peruanos carecen de atención médica, un millón y medio caminan descalzos y otro millón y medio sólo usa “ojotas", rústicas sandalias. Desde 1963 hasta enero de 1968, el costo de vida en Lima había subido 77.93%.
Mientras tanto, la delincuencia acusa una expansión de 75 a 85% en los últimos cinco años. Cada 60 minutos se produce un robo en la capital y por lo menos se registran dos asaltos a mano armada cada 24 horas. No menos de diez mil mujeres se dedican a la prostitución, oficio que incorpora a sus filas unas siete mujeres por día. Lima figura entre las ciudades de mayor productividad delictiva de América Latina.
Hay más de dos millones de analfabetos registrados oficialmente, sin contar a los peruanos mayores de 40 años y menores de 15 a quienes las estadísticas no cuentan por estar, los últimos, dentro de los límites de la escolaridad obligatoria. Y queda medio millón de niños que, sabiendo leer y escribir, no logran continuar sus estudios por la falta de locales escolares. En total, ahondando en el eufemismo de las cifras oficiales, se calcula en cinco millones los analfabetos del Perú.
A pesar de la miseria que se abate sobre las masas la mayor parte de los gastos del Estado peruano recae sobre ellas. Los rentistas y las grandes empresas contribuyen al presupuesto nacional con tan sólo un tercio de la suma total que el pueblo, a través de impuestos indirectos está obligado a pagar. Y la relación tiende a empeorar en perjuicio de los más necesitados, porque prácticamente no hay impuestos para los grandes exportadores ni para las compañías mineras y las nuevas industrias manufactureras que dependen, en una u otra forma, de los monopolios norteamericanos. En los años que van de 1950 a 1965, los impuestos indirectos se incrementaron 17.1 veces, mientras los pagados directamente por empresas y rentistas sólo aumentaron 7 veces.
La liberación de tributos en beneficio de los poderosos hace que el Perú tenga que enfrentar continuos déficit en su economía fiscal. Entre 1963 y 1967 sumaron 10,638 millones de soles (unos 394 millones de dólares al cambio de 1967).
Los déficit son cubiertos con préstamos norteamericanos, al igual que los gastos causados por las obras públicas que el Estado debe realizar a pesar de su exiguo presupuesto. El abuso de los préstamos exteriores ha agravado la dependencia del Estado y la política peruanos con respecto a los Estados Unidos, sobre todo durante el gobierno de Belaúnde Terry.
Como resultado de esta política económica mendicante el Estado peruano debe: 234 millones de dólares a proveedores privados: 94 millones a las instituciones financieras; 76 millones al BID; 234 millones al BIRF; 122 millones a las agencias del gobierno de los Estados Unidos (AID y EXIMBANK): 42 millones a otros estados. Al finalizar 1968 la deuda externa llega a los 742 1 millones de dólares, según datos del Banco Central de Reserva.
Los intereses, amortizaciones y servicios que el Estado debe pagar a sus acreedores extranjeros, han ido aumentando su negativa influencia sobre la balanza de pagos. En sólo los tres años comprendidos entre las postrimerías de 1963 y fines de 1966, las obligaciones del país con el exterior se elevaron más allá del doble.
Como remedio a esta situación, sucesivos gobiernos oligárquicos han apelado a las inversiones extranjeras en condiciones siempre ventajosas para el imperialismo y siempre onerosas para el Estado peruano.
Las inversiones más cuantiosas de los monopolios se están dirigiendo al sector minero. Así, entre 1961 y 1964 se registró una inversión minera global de 400 millones de dólares que significaron un promedio anual de inversión directa de 300 millones de dólares.
Expresadas en las estadísticas, las inversiones han dado al Perú una de las tasas de crecimiento del PNB más altas de América Latina, lo que encubre el mayor grado de dependencia y la crisis y deformación del sistema económico en su conjunto. Y sobre todo, el hecho indiscutible y peligroso de que el Perú va en camino de convertirse en un país minero monoproductor.
Expertos de la Sociedad Nacional de Minería y Petróleo han calculado que en los próximos siete años se puede esperar una inversión anual de 127 millones de dólares, lo que daría un total para ese período, de 900 millones de dólares, cifra mayor a la inversión íntegra de los Estados Unidos en el Perú (518 millones). De concretarse estas inversiones, como parece estar sucediendo, los grupos oligárquicos podrán salvar la crisis fiscal y hasta proporcionar al país una relativa “estabilidad" que no hará sino agudizar aún más las contradicciones del sistema y la dependencia del Perú.
Dentro de este cuadro caracterizado por: a) una mayor dependencia del imperialismo; b) la agravación de las múltiples contradicciones sociales y económicas del sistema, debió actuar una naciente izquierda insurreccional en 1965. Estas fueron las condiciones objetivas de las que nació y que trató de aprovechar en su lucha. Veamos ahora cómo lo hizo y en qué grado los desniveles, las contradicciones, la desconexión y paradojas de este país, se reflejaron en ella misma y actuaron en su contra.
Desde 1956, casi inadvertidamente a los ojos de las direcciones políticas de izquierda y del país entero, un nuevo factor social se había hecho presente con caracteres propios: el campesinado. Empezaba lentamente la sindicalización en las zonas en que el campesinado es más fuerte económicamente y vive más cerca de los centros de comunicación. Los valles de La Convención y Lares en el Cuzco, Cerro de Paseo en el centro, los valles del Norte, albergaban a un campesinado despierto, que vendía sus productos y empezaba a luchar contra los rezagos feudales.
Tradicionalmente el campesinado había vivido apartado de la vida nacional. Si bien es cierto que el debate sobre el problema del indio se remonta a fines del siglo pasado, éste no había participado en él. Ahora empezaba a plantear sus propios problemas y a desarrollar sus propias acciones.
El trabajador agrícola de la Costa tiene en el Perú una larga trayectoria de lucha: las plantaciones cañeras y algodoneras fueron en los años 30 escenario de profundas luchas sociales y en ellas repercutió la prédica de los caudillos de la pequeña burguesía. No sucedió lo mismo con el campesinado de la Sierra, al que esos mismos caudillos olvidaron.
Pero en 1959 y 1960 la agitación agraria llegó fácilmente a muchos rincones apartados. Empezó en la Costa, ciertamente, pero no se limitó a ella.
La huelga estalla en Casagrande, el más grande ingenio azucarero del país, propiedad de la familia Gildemeister. La policía interviene. Mueren cuatro trabajadores y 26 son heridos, tres de ellos gravemente [16]. En Paramonga, otro ingenio propiedad de la Grace, un choque entre huelguistas y tropa deja un saldo de tres muertos y dieciséis heridos. En Raneas, el enfrentamiento entre la policía que defendía a la Cerro de Pasco Copper Corp, y los comuneros que reclamaban la propiedad de sus tierras con argumentos legales, causa tres muertes. Poco antes, otros comuneros habían intentado recuperar la posesión de la hacienda Paria, también propiedad de la Cerro. En la hacienda Torreblanca, valle de Chancay, los guardias civiles disuelven una asamblea del sindicato causando varios muertos y heridos.
Los hechos demostraban que el gobierno y los latifundistas trataban de impedir el proceso de sindicalización mediante el abuso de su fuerza, pero sus sangrientos métodos no lograban el objetivo buscado.
En 1961 y 1962 los periódicos de Lima empiezan a hablar de Hugo Blanco, reclamando la represión contra los sindicatos de La Convención y Lares.
La recuperación de tierras, motejada por la derecha oligárquica como ‘‘invasión" se estaba efectuando en esos valles pacíficamente, movilizando a grandes cantidades de campesinos a quienes la evolución económica y la migración habían dividido en una compleja estructura social [17].
Como lo señala Craig [18], hacía diez años que los arrendires y allegados presentaban reclamos organizados ante la dependencia del Ministerio de Trabajo ubicada en el Cuzco, y en 1958, ocho organizaciones habían formado una federación provincial. El estímulo para la presentación de las primeras protestas y la formación de los primeros sindicatos,
parecen haber sido las huelgas de obreros textiles registradas en el Sur el año 1956.
Casi todos los dirigentes sindicales de La Convención y Lares eran ex-artesanos o ex-trabajadores ferrocarrileros que habían migrado al valle, hablaban castellano y tenían conocimientos elementales. Muchos eran evangelistas (protestantes fundamentalistas) y habían visto en el movimiento laboral la oportunidad de realizar los objetivos de “justicia social" que ellos deducían de las sagradas escrituras. Como lo expresó sucintamente un líder: “la Biblia enseña que los humildes heredarán la tierra —y nosotros somos los humildes" [19].
A través de los abogados cusqueños, los campesinos se vincularon con la Federación de Trabajadores del Cuzco, dirigida casi íntegramente por el Partido Comunista. La primera huelga se produjo durante los meses de junio y julio de 1960, cuando Hugo Blanco todavía no había llegado al valle.
La incorporación de Hugo Blanco a la actividad organizativa de los sindicatos produce una elevación en el nivel de la lucha. 1961 y 1962 pueden señalarse como los puntos más altos de la ola sindicalista.
Pero la ideología revolucionaria de Blanco despierta el celo de los antiguos dirigentes de la Federación Provincial y su trotzquismo la desconfianza de los dirigentes comunistas de la Federación de Trabajadores del Cuzco. Cuando en 1962 es nombrado Secretario General de aquélla, la elección es impugnada por algunos miembros. Mientras tanto, el gobierno de Lima ordenaba su captura.
Sobrevino entonces el violento período de persecución que culminó al ser apresado en mayo de 1963. El gobierno se había librado de Blanco pero no había podido evitar la liberación de miles de campesinos, el quebrantamiento del poder de los hacendados y la alteración de la estructura social preexistente. Era la primera derrota del latifundio en esas proporciones: una reforma agraria quedaba realizada de facto.
En general, el cuadro campesino de esos años nos muestra la lucha por tres objetivos fundamentales: a) el reconocimiento de la organización sindical y la mejora de salarios en la Costa Norte; b) la recuperación de tierras por las comunidades del centro, y c) la abolición de condiciones de servidumbre por los sindicatos de la Selva Alta cus- queña. Al mismo tiempo, los focos más notables se concentran en las zonas donde, por tener más capacidad económica, relación con los partidos políticos o nivel educativo, el campesinado se había organizado en defensa de sus derechos.
Pero no es una movilización total. Antes bien, los focos de agitación ocultan la lucha pausada y lenta de otras zonas en donde la explotación del campesino es mayor y más trágica. La Costa Norte, Cerro de Pasco y La Convención son, posiblemente, algunos de los lugares en que el campesino tiene un nivel de vida relativamente alto. Sin embargo, existen simultáneamente lugares como las provincias altas del Cuzco, las sierras de la llamada “mancha india" [20] o el altiplano puneño, en que la pobreza alcanza dimensiones de tragedia nacional.
Para citar un ejemplo de esta situación nos referiremos al caso de Lauramarca. En un estudio realizado en la citada hacienda (provincia de Quispicanchis, departamento del Cusco), Gustavo Alencastre narra las increíbles condiciones de trabajo que allí imperaban. Trabajan hombres, mujeres y niños desde los siete años, en diversas labores. Los salarios, cuando son pagados —la hacienda siempre elude esta obligación bajo diversos pretextos—, son de treinta centavos diarios; los individuos que no asisten a las faenas están obligados a pagar reemplazantes a razón de cincuenta centavos, es decir una suma mayor que su propio salario; para trabajar en la hacienda los colonos deben salir de sus casas alrededor de las 4 ó 5 de la madrugada y caminar de 10 a 25 kms. hasta el lugar de trabajo; los pastores deben cuidar el ganado fino día y noche en los parajes más fríos y yermos, ya que en caso de pérdida o muerte de una oveja deben pagar 8, 10 y hasta 12 alpacas, lo que constituye para ellos un desastre ecónomico; el “pongaje" o servicio gratuito en casa del patrón, del mayordomo y hasta del guardia civil subsiste a pesar de estar prohibido en la legislación peruana. La lucha de los campesinos contra este régimen es sorda y silenciosa:
“Se ha comprobado también que muchos colonos rehuyen cumplir las órdenes y disposiciones de los empleados. Que otros se rebelan abiertamente. Que algunos ocupan subrepticiamente ahijaderos y rompen alambradas... un grupo reducido de naturales que sirve a los patrones con toda voluntad, goza de privilegios consistentes en más tierras y más pastos, exención de pagos de yerbajes y otros. Este grupo es muy mal visto por los demás y considerado como traidor a la causa indígena" [21].
En mayo de 1957 se organiza el sindicato campesino de Lauramarca, afiliado a la Federación de Trabajadores del Cuzco y a la Confederación de Campesinos del Perú. El nacimiento del sindicato da lugar a constantes presiones y persecución de sus dirigentes quienes se ven obligados a permanecer ocultos para eludir el peligro. Muy pronto se produce la primera huelga de brazos caídos: varios colonos son maltratados por los empleados, muchos son encarcelados y no pocos abaleados en sus domicilios.
Pero la fuerza colectiva del sindicato logra imponer su presencia y transforma a los campesinos y sus costumbres:
“En épocas lejanas existía un Consejo de Ancianos que tenía gran ascendiente, autoridad y predicamento; pero eso es cosa del pasado; porque cuando ahora necesitan discutir asuntos de importancia, se reúne una Asamblea General, en la que a viva voz nombran a sus personeros, apoderados o comisionados; dando muestras de un claro sentido de la discusión democrática y de respeto a la opinión ajena, aparte de intuición y razonamiento correctos y perfectamente enfocados al fin perseguido" [22].
En condiciones similares a las de la hacienda Lauramarca, y aún peores, viven todavía varios millones de campesinos en el Perú, pero a ellos les ha faltado la capacidad económica de que dispusieron los de La Convención o la cercanía a los centros de comunicación que es característica de Pasco y la zona central del país.
Cuando los lugares más conflictivos del campo son reprimidos mediante incursiones punitivas por los gobiernos de turno, el descontento de la masa campesina continúa y se extiende, esperando la primera ocasión para desbordarse, pero sólo explota aisladamente. Este último hecho es favorecido por la rivalidad entre los partidos políticos y las tendencias de izquierda, por la desvinculación entre las regiones y por la existencia de varias centrales campesinas que expresan diferentes intereses y diversas concepciones de lucha.
En el Perú existen las siguientes organizaciones campesinas:
a) Federación de Campesinos del Perú (FENCAP), vinculada al Apra y con influencia en las zonas agrícolas de la Costa Norte.
b) Confederación de Campesinos del Perú, orientada por varias tendencias de la izquierda marxista, con influencia sobre el campesinado del Cuzco, Ayacucho y Lima.
c) Federación de Comunidades del Centro, que agrupa a las comunidades campesinas del valle del Mantaro (Sierra Central).
d) Frente Sindical Departamental de Puno, orientado por los hermanos Cáceres, comerciantes locales con ambiciones políticas [23].
Todas ellas tienen cierta antigüedad, porque el sindicalismo campesino en el Perú no es cosa nueva: hay sindicatos que fueron organizados allá por los años treinta, como los del valle de Chancay y las grandes haciendas costeñas.
Lo nuevo de esta década ha sido la extensión del movimiento sindical a las zonas serranas, las ocupaciones de tierras, la violencia de los choques con las fuerzas represivas y la repercusión de todo esto en la capital, gracias a los modernos medios de información.
El fenómeno de las barriadas marginales es otra de las características del cuadro social de las últimas décadas, aunque no es privativo del Perú.
En 1955 existían 39 barriadas en la Gran Lima con una población de 119,140 habitantes, un 10% del total. Diez años después, era medio millón de personas, la cuarta parte de la población capitalina.
Las razones de esta gigantesca migración han sido muchas veces repetidas: la atracción que ejerce Lima sobre el resto del país, por ser el centro urbano más desarrollado; la creencia, falsa pero muy difundida, de que en Lima hay oportunidades de trabajo; en general, las condiciones de vida cada vez más difíciles en el interior.
Hasta hoy día, la población de las barridas se ha acaracterizado por sus expectativas en el orden social actual y por su búsqueda de mejoras a través de los políticos de la burguesía. A la vez, subsiste en ella el espíritu comunitario de la provincia, que le permite hacer frente a las adversas condiciones de su vida. La penetración de la izquierda marxista ha sido muy limitada cuando no totalmente nula.
Con todo, la sola presencia de esta población marginal, creciente y subempleada, fue señalada como un factor social explosivo que rodea amenazante a la capital, cual un cinturón de miseria. Y la ocupación de tierras en las afueras de Lima se equiparaba a las noticias frecuentes de “invasiones" campesinas. Dos fenómenos que contribuían a crear una imagen que demostraba por sí sola que algo estaba cambiando en la estructura social.
A estos factores puede añadirse otro que para la historia política de los últimos años e incluso para la historia de la revolución en el Perú, resulta decisivo: el crecimiento de la pequeña burguesía.
A primera vista, en el Perú del siglo XX observamos una oligarquía poderosa, concentrando el poder en la cúspide del sistema, en sociedad con las empresas extranjeras. En la base un campesinado mayoritario, analfabeto y mísero, excluido de cualquier poder de decisión, y un proletariado agrícola explotado y con todos sus derechos recortados. Entre ambos polos, el proletariado fabril y minero, el artesanado, y la rica gama social de lo que llamamos “clase media".
En verdad, como ya hemos visto anteriormente, este último sector está, en nivel de ingreso, “standard" de vida, grado educativo y capacidad técnica, muy por encima del proletariado fabril y el artesanado. En sus estratos más altos llega a codearse con la clase dominante. Y a ellos llega por el ejercicio de la profesión, a través de la política o de relaciones amistosas y familiares.
Este fenómeno no es original de nuestro país, pero sí es más notable que en otros debido a la existencia de grandes sectores que no participan de la vida nacional.
Un abismo separa a la “clase media" del campesinado y el proletariado agrícola convirtiéndola de hecho en un sector privilegiado.
Un sector privilegiado que desde 1930 viene luchando por el poder y agitando consignas radicales para atraer en su apoyo a los estratos postergados, pero que no ha vacilado en traicionarlos cuando ha podido llegar a arreglos ventajosos con la clase dominante.
Ahora bien, a partir de 1956 observamos que el crecimiento de la clase media se equipara al del proletariado, como consecuencia del fenómeno de urbanización y la gran movilización social de los últimos años.
Aunque las estadísticas peruanas no permiten elaborar con precisión un estudio sobre la estructura de clase de la sociedad, puede servirnos de índice la “posición ocupacional" de los trabajadores registrada por el Censo de 1961. Entre trabajadores independientes y empleados, los datos de dicho Censo dan un 50.8% de la población económicamente activa, mientras a los obreros correspondió un 32%, a los trabajadores domésticos 5.7, a los patronos 1.9 y a los familiares no remunerados 9.3% [24].
Esta alta cifra —1’548,469 dentro de una población económicamente activa calculada en algo más de tres millones de personas—, nos da una idea de la importancia numérica de la pequeña burguesía en el Perú, sobre todo si tenemos en cuenta que los estudiantes no están considerados dentro de la población económicamente activa.
Además del crecimiento de los últimos años, la pequeña burguesía registra una gran movilidad social. A ella acceden una gran cantidad de “recién llegados" de provincias o hijos de padres obreros, artesanos o campesinos. El canal de acceso es siempre la educación, tal como lo será para los estratos sociales superiores. Por eso, al mismo tiempo que la pequeña burguesía crece, la universidad se democratiza y el nivel social de su alumnado es cada año más bajo. Y como este proceso se realiza en medio de luchas, contradicciones y choques sociales, la universidad se radicaliza y se convierte en el caldo de cultivo de las ideas marxistas, sobre todo a partir de 1956...
Paralelamente, los empleados de comercio y los bancarios lograron construir fuertes organismos sindicales que durante varios años estuvieron a la vanguardia de las luchas sociales en la capital.
Leemos en el Plan Sectorial de Educación:
“El sistema educativo peruano ha experimentado desde 1955 el período de más rápido crecimiento de su historia. Desde un total de 12,875 establecímientos de enseñanza en 1955, se ha elevado hasta 18,722 en 1964, un incremento total del 45.4% que en los niveles de primaria, media y superior ha alcanzado, respectivamente, a 41.0,%, 140.6% y 273.3%" [25].
En el mismo período, de 1’262,765 alumnos matriculados en 1955 se pasó a 2’491,571 en 1964, un incremento total del 97.3%.
El crecimiento fue más notable todavía en las universidades. De 34 escuelas normales y 9 universidades que había en 1960 se pasó a 86 escuelas normales y 24 universidades. Y el ritmo creciente ha continuado en los años posteriores: en 1968, el número de alumnos matriculados en todos los niveles de enseñanza llegó a 3’235, 700, un cuarto de la población total. Los universitarios son 96 mil. En 1970 serán 111 mil los egresados de secundaria que tocarán a las puertas de las universidades.
Guiados por concepciones tradicionales y razones de prestigio, los educandos se dirigen preferentemente hacia las profesiones liberales, que son las que menos oportunidades ofrecen en un país sobrecargado de letrados y abogados. Al salir de la universidad, son pocos los que pueden obtener empleos bien remunerados y un buen porcentaje los que deben dedicarse a otras actividades.
No sólo eso. Antes de llegar a la universidad han debido pasar por un duro proceso de selección en el que los más pobres han sido eliminados. De los que logran terminar la educación secundaria, un porcentaje cada vez más alto es descartado por la enseñanza superior, debido a que no cuenta con la capacidad suficiente para recibir a tantos postulantes.
El número de postulantes inscritos se elevó progresivamente desde 12,305 en 1960 hasta 26,374 en 1964; de ellos fueron declarados “aptos para matricularse" 4,479 en 1960 y 7,968 en 1964. En 1967 fueron 40 mil los que no pudieron ingresar. Se calcula que para 1970 serán 71 mil los eliminados [26].
“Casi la mitad de los alumnos abandonan la escuela secundaria sin concluir los estudios... De los que llegan a concluirlos, sólo la mitad llegan a ingresar a los estudios superiores" [27].
La situación del estudiantado ha sufrido un vuelco. En los primeros años de este siglo, los hijos de “buena familia" que se educaban en las universidades, tenían su porvenir asegurado en la política, las profesiones liberales y los negocios. En las últimas décadas, por el contrario, una sensación de inseguridad y postergación hace presa de ellos, impulsándolos a acciones cada vez más radicales y violentas. Es muy poco lo que los hijos de empleados pobres o de obreros pueden esperar del sistema. Y si bien es cierto que una minoría logra escalar posiciones, siempre hay una mayoría relegada y dispuesta a escuchar la prédica revolucionaria.
El cuadro económico-social que hemos diseñado en los capítulos anteriores, no tardó en reflejarse nítidamente en la vida política del país.
En 1956 el régimen autoritario de Odría no pudo soportar la presión de los sectores descontentos y se vio obligado a ceder el poder a Manuel Prado, un impopular banquero aliado del Apra.
Prado desarrolló su gobierno en medio de un clima de contradicciones entre varios sectores de la oligarquía y, a pesar del apoyo incondicional del partido aprista, tuvo que enfrentar una creciente ola de agitación social.
Mientras campesinos y obreros agrícolas desarrollaban combates de una dimensión sin precedentes, los estudiantes y las capas pobres de la pequeña burguesía se radicalizaban rápidamente.
El campesinado quería recuperar sus tierras, librarse de la servidumbre y que se respete sus sindicatos; los obreros, golpeados por la crisis, pedían mejores salarios; lo mismo exigían amplios sectores de la pequeña burguesía.
En estas condiciones la influencia de la izquierda marxista empezó a crecer en el estudiantado, la clase obrera y el campesinado. Simultáneamente, nuevas tendencias reformistas, como el belaundismo y la democracia cristiana, nacieron del seno de la pequeña burguesía.
La situación podía equipararse a la de 1931, cuando una parecida onda de intranquilidad generó a los partidos aprista y comunista. Pero esta vez la dimensión y alcances eran mayores y más amplios los sectores sociales afectados.
Esta vez no se podía ignorar a las grandes masas ni a los sectores olvidados del campesinado y se comprendía con mayor precisión la importancia de compenetrarse con ellos.
El impacto causado por la Revolución Cubana fue muy grande y no tardó en reflejarse en las organizaciones políticas. En el Apra produjo el desprendimiento de un grupo de jovenes que formaron primero el Comité de Defensa de los Principios Apristas y de la Democracia Interna luego el Apra Rebelde y más tarde el MIR. Los encabezaba Luis de la Puente Uceda.
En el Partido Comunista fue aún más fuerte y se unió al causado por el XX Congreso del PCUS y la polémica con el PCCH.
En efecto, todo un andamiaje ideológico, teórico y práctico quedaba automáticamente en discusión. El culto a Stalin había sido remecido desde sus cimientos y con él la infalibilidad del Partido de la Unión Soviética. Temas como la validez de las posiciones del PCUS; la inmediatez o lejanía de la revolución y el papel de las clases sociales en ella; las etapas de la revolución y el papel del partido, empezaban a ser debatidos.
En general, el socialismo cubano planteaba los problemas de la revolución para la orden del día y no para un mañana más o menos lejano, daba una finalidad precisa a todos los revolucionarios de Latinoamérica y otorgaba cierto respaldo a las “herejías" en germen. Aún sin proclamarlo, todos comprendíamos por esos años que había empezado una nueva etapa revolucionaria había empezado y que, de realizarse, la revolución no se desarrollaría necesariamente de acuerdo a los patrones que teníamos en mente.
El efecto fundamental del impacto del XX Congreso, los cambios en el movimiento comunista internacional, la Revolución Cubana, las luchas campesinas y todo el marco social descrito anteriormente, fue el de generar diversos movimientos de discrepancia o por lo menos diferencias con las direcciones políticas de la izquierda, a lo que muchos dieron en llamar posteriormente, la “nueva izquierda’’.
¿Quiénes conformaban esta heterogénea “nueva izquierda"? Es arriesgado decirlo desde que, consultados, algunos de los que la conforman lo negarían. Pero de acuerdo a lo sucedido en los últimos años podríamos enumerar así sus componentes:
a) los discrepantes del Apra que, después de un complicado proceso de lucha interna, dieron nacimiento al MIR y a Vanguardia Revolucionaria;
b) los discrepantes del Partido Comunista que, luego de un proceso similar, fueron a nutrir, unos el FIR y el ELN, y otros las tendencias maoístas que aparecieron posteriormente;
c) la enorme cantidad de jóvenes, principalmente universitarios, que sin pertenecer a estas organizaciones se identificaban, en una u otra forma, con ellas;
d) algunos trotzquistas como Hugo Blanco, cuya decidida actividad en el campesinado los diferenciaba claramente del trotzquismo “tradicional", teorizante y dogmático.
Muchas interrogantes sobre estrategia y táctica no eran planteadas expresamente. En gran medida, la “nueva izquierda" continuaba sosteniendo teóricamente las posiciones “tradicionales": caracterización del país y sus clases dominantes y etapas necesarias para la revolución. Todavía hasta hoy encontramos en los documentos de algunas organizaciones insurreccionales la misma tipificación del régimen hecha por el Partido Comunista. Lo nuevo estaba, en todo caso, en los métodos de lucha que se propugnaba y en la actitud general frente al poder oligárquico.
¿Cómo resumir los puntos de vista de la “nueva izquierda?" Es una tarea difícil, ya que ella se presentaba en forma sumamente difusa, con planteamientos dichos a medias o simplemente entre líneas. Hasta ahora no podría encontrarse en el Perú un planteamiento teórico sólido, que englobe y resuma de verdad todo lo que la “nueva izquierda" piensa. Más que una plataforma teórica, ella había esbozado en aquella época, una actitud.
Tratemos de precisar aquí algunos de los puntos que consideramos comunes:
En primer lugar su actitud frente al campesinado. Guiándose por los ejemplos chino y cubano, todas estas tendencias coinciden en otorgarle un papel muy importante en la primera fase de la revolución y en consecuencia dirigen hacia aquél su actividad fundamental. Así, Luis de la Puente asesoró por un buen tiempo a la comunidad de Chepén y otras, Hugo Blanco participó en la organización sindical de los valles de La Convención y Lares, y otros estudiantes tomaron parte en diversas formas en la sindicalización campesina.
La verdad es que también los partidos políticos “tradicionales", sobre todo el comunista, habían influido en el asesoramiento y organización de los sindicatos campesinos, pero no habían incorporado a su militancia plenamente al movimiento. Había, pues, una gran diferencia entre quienes trataban de influir sobre el movimiento campesino “desde afuera" y quienes se incorporaban a él para orientarlo “desde adentro".
En segundo lugar, la negación de toda posibilidad pacífica de ascenso al poder. Salvo los socialistas, ningún organismo de la izquierda marxista ha planteado nunca en el Perú tal posibilidad. Pero los discrepantes querían que los métodos de acción se adecuaran al objetivo final de la toma del poder por la violencia.
En tercer lugar, el repudio contra los partidos “tradicionales" aprista y comunista cuyo pasado atacaban. Todos los nuevos grupos tenían en común la negación de algo. Más que afirmando, nacían negando. Les era también común en este terreno, cierta falta de análisis, consecuencia de defectos en el conocimiento del pasado.
Particularmente en lo que se refiere al Partido Comunista, pocos o ninguno de los discrepantes podían exhibir un bagaje real de conocimientos sobre la historia del partido y las circunstancias nacionales e internacionales en que tuvo que operar y que explican los desaciertos de su política.
Esta, que a primera vista puede parecer una observación sin mayor importancia tiene, en realidad, una razón de ser. Sólo analizando exhaustivamente la historia del partido y relacionándola con la historia del movimiento comunista internacional, se puede encontrar la raíz de los errores cometidos, porque la política nacional del partido reflejó siempre la línea del movimiento comunista internacional. Quedándose sólo en el rechazo vago y global del oportunismo, los discrepantes del Partido Comunista y quienes repetían sus argumentos, rehusaban ahondar el análisis.
Lo mismo puede decirse respecto de los trotzquistas. Es cierto que el stalinismo es la fuente de las deformaciones del movimiento comunista, de sus errores y frustraciones. Pero, ¿basta él para explicarlo todo? ¿No habría que buscar también en sus raíces la explicación de por qué surgió y triunfó en la lucha por la dirección del bolchevismo? ¿Por qué dirigir la crítica solamente al stalinismo y no también al trotzquismo, cuya ejecutoria no es nueva en nuestro país? En realidad, las direcciones trotzquistas habían participado en gran medida de las concepciones y métodos señalados como “tradicionales".
En cuarto lugar, la “nueva izquierda" reivindicaba la acción como promotora del desarrollo de la conciencia popular. Armada o no, individual o masiva, la acción era, a sus ojos, la única que podía engendrar la revolución y unificar a los revolucionarios.
Este es el aspecto más importante y el que define, en último término, la lucha de estos años. El que distingue lo que es realmente nuevo de lo que no lo es. A partir de este principio se puede exigir cierta consecuencia entre las palabras y los hechos, la teoría y la práctica, los discursos y la conducta.
Poco a poco este planteamiento fue quedando más claro y no tardó en afectar la concepción que exigía la preexistencia del partido para cualquier proceso revolucionario. Cuando la estructura teórica de las guerrillas enunciada por los dirigentes cubanos y resumida por Debray empezó a circular en el Perú, no hizo sino reforzar lo que muchos habían sostenido en la práctica: primero la acción, luego el partido; el partido nace de la acción.
Sin embargo, la “nueva izquierda" llevaba dentro de sí una serie de características negativas, muchas de las cuales contribuyeron más tarde a sus derrotas más serias. Sin ahondar en esas características es imposible explicarse coherentemente la historia de los últimos años.
Nacida de los sectores empobrecidos y postergados de la pequeña burguesía, la “nueva izquierda" no siempre era consecuente con los principios que proclamaba: más que de hechos concretos, gustaba del gesto y la declaración. Proclamaba la necesidad de ir al campo a iniciar la revolución, pero permanecía en la ciudad, salvo las excepciones mencionadas; propugnaba la lucha guerrillera como la única salida revolucionaria para la situación del país, pero sólo una minoría de ella formó parte de las guerrillas cuando éstas abrieron los fuegos; se decía unitaria, pero se mantenía fragmentada en múltiples grupos que se combatían violentamente unos a otros; señalaba a fuego la tendencia del Partido Comunista a guiarse por planteamientos políticos ajenos a la realidad del país, pero no hacía ningún esfuerzo sistemático por estudiarla y, en general, podía decirse que la desconocía; repudiaba al stalinismo pero aplicaba sus métodos en sus luchas y fragmentaciones internas.
En general, la “nueva izquierda" carecía de un planteamiento ideológico coherente y de un conocimiento cercano de la realidad peruana, que sólo podía ser resultado de la concurrencia de dos factores: el estudio teórico de la economía y la sociedad peruana y la actividad práctica en el seno de las masas.
Las profundas divisiones de la izquierda tienen, en el Perú, una vieja raíz. Desde la muerte de José Carlos Mariátegui, un marxista de espíritu amplio y creador, el Partido Comunista estuvo largos años bajo la dirección de Eudocio Ravines y sus testaferros. Ravines es posiblemente el traidor más inescrupuloso de América Latina y tuvo tiempo, mientras estuvo a cargo de la dirección del PC. de crear una escuela caracterizada por sus métodos de liquidación política que no reconocían ningún principio y ningún tipo de legalidad. Muchos revolucionarios valiosos fueron liquidados políticamente en este proceso y la lucha contra Ravines llena un buen número de años de la historia del PCP.
La acusaciones fraguadas, las expulsiones sin pruebas, la intolerancia respecto al discrepante, el dogmatismo, la falta de imaginación y audacia, la desconfianza con las masas, el temor a pensar por cuenta propia, formaron parte de ese modelo degenerado de stalinismo que Ravines implantó en el Perú.
Estos métodos impidieron cualquier debate de principios, cualquiera confrontación de argumentos. La situación, mantenida durante muchos años y que en gran parte subsiste hasta hoy, se reflejó en toda la izquierda. No había en ella ningún antecedente de colaboración por encima de las discrepancias y de confrontación de experiencias.
Dividida por múltiples querellas, fragmentada y subfragmentada, conservando gran cantidad de rezagos de la política “tradicional", esta nueva izquierda tenia, hay que decirlo, mucho de viejo. Y en esas condiciones no estaba evidentemente a la altura de las grandes jornadas que la esperaban y aún más, perdió, como lo demostraremos más adelante, varias oportunidades de ligarse a las masas.
Hemos visto anteriormente cómo, bajo la influencia de la izquierda en unas ocasiones o espontáneamente en otras, la sindicalización campesina se extendió desde 1956 hasta 1962. El punto más alto de esa gran ola, por la calidad política de sus dirigentes, estuvo en los valles de La Convención y Lares y la figura más destacada fue Hugo Blanco.
Pero Hugo Blanco era y es un disciplinado militante trotzquista. Este hecho planteaba a la izquierda un serio problema. ¿No se había dicho durante muchos años que los trotzquistas son agentes del imperialismo? ¿No se habla señalado repetidamente al trotzquismo como una corriente contrarrevolucionaria? Los años del stalinismo no estaban lejanos y, en todo caso, caído el ídolo de Stalin, el supremo anatema contra el trotzquismo no había sido retirado por nadie; tenía plena vigencia.
Eso, por un lado. Por otro, la izquierda en su conjunto no se incorporaba plenamente a la lucha campesina. Orientaba a las organizaciones “desde arriba", asesoraba a los sindicatos, destacaba temporalmente organizadores al campo, pero no dirigía “desde adentro", a la manera de Blanco.
Por un lado, sus prejuicios políticos, todavía subsistentes, le impedían dar a Blanco la colaboración que merecía. Por otro, su inercia la mantenía encerrada dentro de sus viejos moldes urbanos.
A fines de 1961, Juan Pablo Chang y un grupo de cuadros que no militaban en ninguna organización partidaria, formó el APUIR (Asociación para la Unificación de la Izquierda Revolucionaria) y planteó la formación de un Frente de la Revolución Peruana.
Muy pronto quedaron precisados los siguientes puntos comunes: “Apoyo incondicional a la ocupación de tierras; reorganización de la CTP y lucha por un Pliego Único de Reivindicaciones; amnistía para todos los presos y perseguidos políticos y sociales; defensa incondicional de la Revolución Cubana; confiscación de todos los latifundios y distribución gratuita de la tierra a los campesinos; nacionalización de las empresas imperialistas; reforma urbana y gobierno de los trabajadores" [28].
El objetivo del Frente era la construcción de un Partido Único de la Revolución. El llamamiento estaba dirigido a todas las organizaciones de izquierda: Partido Comunista, Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), Partido Socialista, Partido Comunista Leninista, Movimiento Túpac Amaru, fracciones trotzquistas de “Voz Obrera" y “Obrero y Campesino" y Movimiento Social Progresista.
En realidad, la razón del llamamiento era promover un vigoroso apoyo político a las ocupaciones de tierras encabezadas por las federaciones campesinas y particularmente a Hugo Blanco, en momentos en que éste carecía de él.
El llamamiento fue escuchado por las fracciones trotzquistas, excepto el Posadismo y por el Partido Comunista Leninista, agrupación de discrepantes del PCP. La gran mayoría de la izquierda ignoró el llamado y el apoyo a Blanco fue, en el mejor de los casos, puramente declarativo. Sin embargo, lo que Blanco necesitaba no eran declaraciones, sino dinero, hombres, armas...
El ascenso de las masas campesinas era demasiado rápido y grande como para permanecer indiferente. Si otras tendencias políticas, además del trotzquismo, hubieran apoyado a Blanco, se hubiera configurado un movimiento sólido, fuerte, capaz de extenderse a otras zonas del país y de defenderse con éxito frente a la represión que se veía venir.
Por otra parte, el mismo Blanco no estaba preparado para hacer frente a esos momentos difíciles porque permanecía sujeto a una dirección dogmática, poco conocedora de la realidad nacional e ignorante del trabajo práctico; una dirección que no podía proporcionar la salida coherente y lógica al movimiento iniciado.
Blanco aspiraba a que “el Sindicato Campesino se erija paulatinamente en un verdadero organismo de poder popular democrático, que se enfrenta a cada paso y cada día con mayor vigor al poder patronal, representado por el gamonal y todas las fuerzas estatales a su servicio" [29]. Eso era para él, el Poder Dual: “dos poderes que se enfrentan, el de los explotadores representantes del pasado oprobioso y el de los explotados abanderados del futuro" [30].
El organismo fundamental de la lucha armada en el Perú sería, según esa tesis, la milicia del sindicato dirigida por el partido [31]. Lo que no quería decir que hubiera llegado la hora de la lucha por el poder: “esta etapa, decía Blanco en 1964 desde su prisión de Arequipa, no tiene un objetivo inmediato de lucha por el poder o por el derrocamiento del gobierno de Belaúnde sino objetivos más modestos y defensivos: la defensa de las ocupaciones de tierras por los campesinos del ataque de las fuerzas armadas y de los terratenientes" [32].
La tesis del poder dual y de las milicias podía tener éxito como consigna para las masas y podía ser difundida y obedecida bajo un régimen burgués que, como el de Prado, alternaba la negociación con la represión; pero ya después del golpe militar de 1962 no servía para hacer frente a un ejército que había asumido el poder para “poner orden" en el país y para arreglar cuentas, entre otras cosas, con los campesinos de La Convención.
Cualquiera que quisiera mantenerse junto a las masas a pesar de la represión debía recurrir a la táctica guerrillera. Pero esa decisión requería una absoluta claridad sobre la metodología a aplicarse.
Esa condición no se dio. Y a comienzos de 1963, después de los encuentros de Pucyura, solo y abandonado, Blanco cayó en poder de la policía. Un resultado en el cual la izquierda en general y particularmente la izquierda revolucionaria, tenía seria responsabilidad.
Por eso, las masas de La Convención y Lares no desembocaron en la lucha guerrillera que constituía la culminación lógica del proceso iniciado desde 1956 sino que, por el contrario, tuvieron que soportar sucesivas incursiones represivas en 1963.
Lo que hubiera podido ser el punto inicial de un poderoso movimiento revolucionario, quedó sólo en reformas: la Junta Militar no tardó en reconocer el control “de facto" de las parcelas por los campesinos, mediante decreto promulgado en marzo de 1963.
La tierra había sido conseguida... Y si bien eso no resolvía todos los problemas de los campesinos, pues la tierra debía ser pagada a los propietarios, cosa que no han hecho hasta ahora y presumiblemente no harán, parte de los objetivos por los que se había luchado, quedaban conquistados. El movimiento no lograría retomar la fuerza de antes, pues los intereses comunes que habían cohesionado a diversos estratos sociales ya no existían y, antes bien, las organizaciones se debilitaban minadas por las discrepancias entre los seguidores de Blanco y la FTC y por las diferencias entre arrendires y allegados.
La captura de Hugo Blanco no significó el fin del movimiento campesino desde que, como hemos visto antes, La Convención era sólo uno de los focos de la actividad insurgente.
Durante casi siete años el arquitecto Fernando Belaún- de había recorrido el territorio nacional sembrando promesas de reforma agraria con la finalidad de recolectar votos. Era lógico que los campesinos esperaran el cumplimiento de las promesas una vez colocado en la Presidencia luego de unas elecciones apadrinadas por el ejército. ..
En realidad, su doble actitud, lo había hecho incurrir en un juego peligroso: mientras a las masas les prometía una reforma agraria lo suficientemente vaga para despertar su entusiasmo y hacerles creer en lo que ellas querían, a la oligarquía le planteaba concretamente una reforma limitada a los sectores más conflictivos, dejando intangibles los latifundios más productivos, que son también los más poderosos del país. Frente a las masas, gustaba presentarse como un incendiario; frente a la oligarquía, con la que mantenía antiguos lazos políticos y familiares, aparecía como el bombero de un incendio con el que amenazaba en caso de no ser elegido.
A mediados de 1963 las ocupaciones de tierras empiezan a extenderse amenazadoramente. ¿Qué sucedía? Era evidente que el ascenso del arquitecto al poder había creado en las masas la confianza de que, al recuperar sus tierras, no serían reprimidas.
Ya en octubre del mismo año las “invasiones" se multiplicaban en el centro y se extendían a toda la parte meridional del país. Se estima en no menos de trescientos mil campesinos de diferentes status de tenencia, pero fundamentalmente comuneros, colonos de haciendas y trabajadores sin tierras, los protagonistas.
Esta gran oleada invasora tenía características propias, todas ellas reveladoras del alto nivel que estaba alcanzando la lucha campesina y por consiguiente, alarmantes para las “clases altas".
En las anteriores etapas, los campesinos se conformaban con ocupar pacíficamente zonas sin cultivar, preferentemente pastos naturales, y siempre exhibían incontrastables argumentos legales para su acción. Eran, no sólo pacíficos, sino también legalistas: la violencia venía estrictamente del campo enemigo.
Ahora, la situación había variado: ya no tenían mayor interés en la argumentación legal, les bastaba decir que las tierras les pertenecían y que ya las habían pagado con el trabajo gratuito o mal remunerado de varias generaciones. Y además, también ocupaban zonas de cultivo, sembradas o en descanso [33].
La consigna “Tierra o Muerte" se extiende por primera vez a lo largo de toda la Sierra. “Con la excepción de Puno, todos los departamentos de la Sierra fueron escenario de invasiones: Cajamarca, Ancash y Huánuco en grado menor, Apurímac, Ayacucho, Huancavelica y Arequipa en grado mediano y Pasco, Junín y Cuzco en muy alto grado" [34].
La creciente relación entre ciudad y campo contribuyó a que muchas de estas ocupaciones de tierras encontraran una dirección consciente de parte de estudiantes, licenciados del ejército, abogados provincianos, personas con intereses propios, etc. Era un movimiento nacido de los más profundos deseos de reivindicación de las masas, pero no enteramente espontáneo. Había una dirección, pero era múltiple e inubicable.
Orgánicamente, la izquierda no estuvo presente en este movimiento aluvional. En enero de 1963 había sido reprimida y casi todos sus dirigentes se encontraban en la cárcel. Quedaban elementos aislados, desvinculados de sus direcciones, aunque actuantes.
Debido a que no había sabido ligarse a tiempo al campesinado, la izquierda no supo prever la gigantesca movilización y tampoco pudo defender al campesinado de las masacres que siguieron.
A fines de diciembre de 1963, el Ministro de Gobierno Oscar Trelles fue censurado por la oposición de derecha (APRA-UNO). Lo reemplazó un nuevo ministro “duro", el que autorizó al ejército y la policía a poner orden.
La oleada fue detenida en un baño de sangre.
Constreñida por su falta de audacia, la izquierda se había aislado por propia voluntad del ascenso popular y en consecuencia no se encontraba en capacidad de utilizarlo para ligar las reivindicaciones de los campesinos con los objetivos de la revolución. Con ello perdía, como en 1962, una oportunidad revolucionaria. Pudo incorporarse al campesinado en 1961-62 y tuvo los medios suficientes para hacerlo, pero careció de iniciativa e imaginación. En 1963-64 ya era demasiado tarde para intentarlo.
Desde sus comienzos, el ELN estuvo formado por un reducido grupo de jóvenes. Había entre ellos colegiales, universitarios, obreros, uno que otro campesino. Muchos provenían de la Juventud y del Partido Comunista pero, por diversos motivos, habían dejado de prestarle obediencia y de militar activamente en sus organizaciones. No los había unido un plan preconcebido de reclutamiento sino circunstancias fortuitas.
Había entre ellos brillantes poetas que ya habían logrado audiencia y consagración, como Javier Heraud; jóvenes con aficiones intelectuales, imaginación y gran talento como Edgardo Tello; colegiales, sencillos muchachos de barrio como Hugo Riera; obreros de construcción como Moisés Valiente. Posteriormente, ya en 1964, se incorporaron algunos cuadros de cierta experiencia política, como Juan Chang, que había sido miembro de la dirección del FIR; Luis Zapata, dirigente de los obreros de construcción civil del Cuzco; Guillermo Mercado, que también había formado parte del Comité Central Leninista y de la dirección del FIR, y otros.
Junto a maduros dirigentes de larga experiencia, formaban filas adolescentes que recién nacían a la vida política. Diferentes caminos los habían llevado a una misma posición: a unos la experimentación de múltiples tácticas y la decepción final con respecto a los métodos de lucha política practicados hasta entonces en nuestro país; a los otros, el deseo de tomar parte en heroicas acciones. A todos los unía la admiración por la Revolución Cubana y sus líderes y el anhelo de seguir su ejemplo.
Todos afirmaban ser marxistas leninistas, pero algo los diferenciaba del resto de la “izquierda nueva": un afán de purismo político, cierto desdén por la lucha política propiamente dicha y el recelo respecto a cualquier tipo de organización partidaria.
El ELN elaboró un programa, pero hay que decir que ese trabajo no ocupó los mejores esfuerzos de la organización. En verdad, para casi todos sus integrantes, la izquierda había elaborado ya bastantes programas como para ponerse a redactar uno más. El programa fue elaborado en breves y agitadas discusiones, en campamentos, en el curso de viajes o en plena actividad clandestina! Algunos borradores quedaron perdidos en las peripecias de esos años intensos.
Se había cuidado que los planteamientos reunieran dos cualidades: ser lo suficientemente amplios como para reunir a amplias capas de la población, fundamentalmente a los obreros y campesinos, y lo suficientemente claros como para que nadie dudara de los objetivos de la acción a iniciarse. Al mismo tiempo sintéticos, de fácil fijación en la imaginación popular.
No se trataba ciertamente de hacer una larga relación de reivindicaciones mínimas y máximas, árida, pedante y difícil para la mentalidad de las personas sencillas. Esbozar por otro lado planes de gobierno tal como los partidos burgueses, era ilusorio desde que una gran distancia en años y esfuerzos separaba esos instantes del poder.
El programa debía ser, al mismo tiempo que la bandera común susceptible de ser agitada desde el comienzo de la lucha, un esquema que pudiera ser llenado, corregido y completado con el conocimiento de la realidad peruana, los deseos y necesidades del pueblo.
Posteriormente, el programa fue corregido, disminuido y aumentado sucesivamente. Al promediar 1964 había quedado sintetizado en los siguientes puntos:
1) Gobierno Popular.
2) Expulsión de todos los monopolios extranjeros.
3) Revolución Agraria.
4) Amistad con todos los pueblos del mundo.
5) Soberanía Nacional.
Eran las cinco tareas a cumplirse por la revolución, las tareas sin las cuales no había revolución posible. Al mismo tiempo, eran los objetivos a los que el pueblo llegaría luego de un extenso camino.
En definitiva planteábamos el socialismo como el objetivo final de nuestra acción.
Dos métodos eran señalados como los fundamentales para cubrir el camino con éxito: lucha armada y unidad popular. Ambos se complementan dialécticamente porque en el Perú no puede entenderse uno sin el otro. Será la lucha armada la que logre construir una auténtica unidad de todas las capas explotadas de la población. Y a su vez, la unidad popular tendrá su expresión más alta en los combates armados contra el imperialismo opresor y sus aliados nacionales.
Con relación a las demás organizaciones de la izquierda, la actividad del ELN estuvo orientada, desde el comienzo, a la formación de un amplio frente político que respaldara las acciones, aunque no lo consideraba indispensable para iniciarlas.
El ELN siempre había pensado que la revolución no será obra de un solo partido sino un proceso múltiple, cambiante, sumamente complejo, al cual fuerzas sociales y políticas de la más diversa índole darán su aporte. En consecuencia, cuidaba ofrecer una imagen absolutamente amplia y exenta de sectarismo, allanando el camino a todos los que quieran participar de la insurrección, en cualquier tarea que elijan.
Estas consideraciones se sustentaban en dos hechos objetivos: la realidad del pueblo peruano y la situación de la izquierda marxista.
Las grandes mayorías del Perú siempre fueron apolíticas. Primero el Incario, luego el poder colonial español y después el remedo de República que hemos vivido en casi todo lo que va de este siglo, tuvieron estructuras políticas limitadas a las clases dominantes y sectores privilegiados. Las masas indígenas en un comienzo, y luego los proletarios y campesinos, nunca tuvieron poder de decisión sobre los asuntos del Estado. Restringido el voto a los ciudadanos “solventes" o a las minorías lectoras, no hubo necesidad de consultar al pueblo para esas decisiones y desde luego, tampoco de incorporarlos a organizaciones políticas partidarias.
Pero nuestro pueblo ha luchado innumerables veces heroica, sangrientamente contra sus opresores. Sin embargo, su lucha nunca ha alcanzado en lo que va de nuestra historia, proporciones nacionales, aun en los casos de las sublevaciones más extensas.
Los caudillos quechuas que se enfrentaron al poder español no pudieron movilizar tras de sí a todos los pueblos indígenas; tampoco los caudillos criollos que realizaron nuestra independencia. Y la república es una sucesión de levantamientos de campesinos, fácil y rápidamente aislados y debelados, y de cruentas guerras civiles entre militares y políticos ambiciosos, espectadas con cierta indiferencia por las grandes mayorías.
En el fondo de estas limitaciones vivían profundas diferencias de clase y desconexiones entre las diversas regiones del país.
La revolución socialista es el primer cambio que requiere la participación activa de todo el pueblo. Sin esa participación es ilusorio pensar en el triunfo revolucionario.
Al mismo tiempo que requisito indispensable para el triunfo, constituye el mejor dique contra cualquier desnaturalización de la revolución. Las masas campesinas y proletarias, sin cuya colaboración ninguna guerra revolucionaria es posible en el Perú, deben promover sus propios líderes y ejercitarse en la adopción de sus propias decisiones.
Para el cumplimiento de este proceso, la prematura creación de un partido político es un obstáculo serio.
Si el partido es creado antes de iniciada la guerra, se convierte rápidamente en una organización con sus propios intereses de grupo y da lugar a una dirección que también los tiene. Los intereses globales de la organización o los particulares de su dirección, se contradicen a menudo con las necesidades de la revolución en países como el nuestro, donde los partidos nacen, no de las mayorías explotadas, sino de capas privilegiadas, burguesas o pequeño-burguesas, apartadas del conjunto de las masas explotadas.
Las contradicciones no tardan en expresarse en las repetidas postergaciones de los plazos revolucionarios, a dilación de las tareas, el egoísmo de organización, el sectarismo, y en un verbalismo incendiario que no corresponde a la conducta adoptada.
Muchas veces el partido debe usar un lenguaje insureccional" para satisfacer a sus bases y atraer nuevos adherentes. En realidad desarrolla una actividad dirigida exclusivamente a controlar desde arriba a las organizaciones estudiantiles y obreras.
¿No es ésta, en verdad, la política tradicional recubierta con un lenguaje “nuevo"?
Cuando la presión de los militantes exige la concreción de reales tareas revolucionarias, la pugna ideológica y política no tarda en aparecer. Entonces se pierde la perspectiva revolucionaria dentro de una maraña de luchas intestinas. Y las tareas revolucionarias son nuevamente postergadas a nombre de la lucha contra el oportunismo.
Cuando el partido logra iniciar la insurrección, su dirección política, luego de sucesivas depuraciones, se ve obligada a transformarse en dirección militar. Pero la revolución no es como el teatro, donde el actor puede cambiar de vestuario de una escena a la otra.
Una dirección política no puede transformarse en militar por el simple hecho de desearlo: necesita antes pasar por el tamiz de la lucha misma, que selecciona implacablemente a los más capaces y elimina a los menos aptos, por más que éstos sean políticos brillantes.
No siempre es el político experto el más indicado para dirigir una lucha que, sobre todo en los primeros momentos, exige férrea disciplina y cualidades militares. Cuando el partido traslada toda su dirección al campo, ésta tiende a repetir inconscientemente su liberalismo urbano en un nuevo escenario. Y fracasa, llevando a la derrota a la insurrección iniciada.
Por otro lado, todo partido político crea en sus militantes cierto espíritu de cuerpo, orgullo y superioridad con respecto a las demás organizaciones. Un partido político es una organización lanzada hacia el poder, hacia la supremacía del movimiento en que interviene. Lo que convierte a la unidad revolucionaria en una tarea imposible por el recelo mutuo, la rivalidad y hasta la inquina entre las organizaciones.
Los miembros del ELN no querían crear un partido más, un nuevo elemento de confusión y dispersión. Por eso siempre trataron de construir, al mismo tiempo que una “asociación libre de revolucionarios", un equipo militar disciplinado.
Disciplina y democracia no se oponen en una organización militar revolucionaria. Su vida interna puede ser una mezcla de subordinación del inferior al superior en las cuestiones militares y democracia y libertad de expresión para los asuntos políticos. Es absurdo que una guerrilla se detenga a discutir democráticamente cuando ataca el enemigo, pero sí es posible e indispensable que todos los guerrilleros, sin distinción de grado, intervengan en las decisiones políticas de la guerrilla. Eso garantiza, no sólo la educación de los militantes, sino su adhesión a la línea general del movimiento revolucionario.
El nombre ELN (Ejército de Liberación Nacional) representaba, más que una realidad presente, el objetivo futuro de la tarea iniciada: la conformación del ejército revolucionario por todo el pueblo, toda la masa sin partido.
En la complejidad de la izquierda marxista peruana, la formación de tal agrupación, por pequeña que fuese, representaba un factor absolutamente nuevo. Nunca se había hecho un experimento semejante, que contradecía los métodos considerados hasta ese entonces los únicos correctos y factibles.
El ELN quería que el partido naciera de la masa campesina y de los densos centros proletarios agrícolas, fabriles y mineros; que se confundiera con el pueblo; que sea su creación.
Este criterio se justifica por la situación del campesino peruano, sumamente atrasado, sujeto a antiquísimas creencias y prejuicios. Muchas de estas creencias son conservadoras y negativas para cualquier proceso revolucionario; otras son positivas y pueden ser el germen de una futura evolución política.
Vale la pena recordar lo que dijera Castro Pozo:
“La supersticiosa simplicidad del alma indígena está poblada de contradicciones, consecuencia de la destrucción de sus ideales político, moral y religioso, por la imposición violenta de otros que jamás han entendido ni procurado hacer suyos, ya que implícitamente significaban la negación de su personalidad, su explotación y servidumbre" [35].
Cuando el partido, constituido en la ciudad con gentes de la clase media costeña, se trasplanta al campo, se produce un evidente desnivel entre los objetivos, métodos y concepciones del partido, y las costumbres, tradiciones, sentimientos, reivindicaciones y necesidades de la masa indígena.
Para superar esta contradicción hay que partir del nivel del campesino; hay que sembrar y cultivar, no trasplantar. El partido nacido prematuramente es siempre un obstáculo, una valla interpuesta entre las masas y la revolución. No se trata de llamar a las masas a seguir al partido sino de construir el partido en el mismo seno de las masas.
Si el partido nace del campesinado y el proletariado, luego de un largo proceso de lucha en que revolucionarios y explotados se hayan unido en un solo haz, se habrá logrado una auténtica vanguardia de los explotados, conformada por ellos mismos.
Hacer la guerrilla en nombre de un partido es también una suerte de autorización concedida para que otros partidos, antiguos o nuevos, formen a su vez sus propios frentes guerrilleros, lo que dispersa y desintegra las fuerzas revolucionarias.
Frente al fenómeno simultáneo de un pueblo marginado de los partidos y de una izquierda marxista fragmentada, el ELN planteaba como salida la conformación de un frente político sumamente amplio, con todas las fuerzas interesadas en la transformación revolucionaria del país, y un ejército que reuniera a todos los combatientes, sin distinción de ideologías ni militancia.
Tal ejército tendría como objetivos los de la revolución. A su dirección llegarían combatientes de capacidad militar y política, independientemente de su militancia. Sería un auténtico ejército popular, porque a él se incorporarían obreros y campesinos, aun sin ser marxistas. Un ejército revolucionario en el que los combatientes, con partido o sin él, obedezcan a una dirección única, inspirada, no en los intereses partidarios, de por sí limitados y estrechos, sino en los altos intereses generales de la Revolución.
La dirección de las fuerzas armadas revolucionarias debía ser autónoma. El frente político sería amplio, sin ninguna exclusión, y tendría a su cargo las acciones políticas de apoyo a los combatientes.
Estas concepciones presidieron el curso de las relaciones del ELN con otras agrupaciones de la izquierda, desde 1962 hasta los días de la insurrección de 1965. Muy pronto la actitud recelosa de esas organizaciones o su simple negativa a apoyar una lucha en la que no veían mayores perspectivas frustró sus propósitos. Sólo pudo obtener del PC, FIR y VR posibilidades de un futuro trabajo conjunto.
Hay que reconocer que el objetivo del ELN había sido ilusorio. Las diferencias en la izquierda eran demasiado grandes como para saldarlas desde tan temprano y además, era imposible establecer una real colaboración entre una organización armada que recién se disponía a alzarse y varias organizaciones políticas.
Por eso, en un esquema elaborado a fines de 1964 y publicado en 1965, el ELN reconocía tácitamente su equivocación al asegurar:
“El objetivo inmediato de nuestra política unitaria es la formación de un amplio frente que agrupe a todo el pueblo. El Frente no será el resultado de negociaciones burocráticas a espaldas de las masas; será la culminación de una etapa de la lucha armada del pueblo en que la acción integre, en los hechos, a todas las fuerzas populares."
Y agregaba:
“Nadie puede reclamar para sí la dirección de la Revolución si no demuestra en la práctica que está al frente de las masas y que es capaz de conducirlas por un camino victorioso. La conducción de un pueblo no es un privilegio sino una grave responsabilidad otorgada por el respaldo popular."[36]
En el número 46 de su órgano oficial “Voz Rebelde", el MIR publicó las resoluciones y conclusiones de la asamblea de su Comité Centra!. En ellas se dice, al analizar críticamente algunas de las experiencias de 1965:
“No se logró oportunamente, a pesar de los esfuerzos mutuos, la vinculación de los grupos guerrilleros “Pachacútec" del MIR y “Javier Heraud" del Ejército de Liberación Nacional, que operaban en zonas relativamente cercanas. De haberse alcanzado ésta a tiempo, se habría fortalecido la fuerza armada revolucionaria y el objetivo de las operaciones represivas seguramente se habria frustrado. La falta de relación, a pesar de haber sido buscada por nuestro Movimiento en abril de 1965, con otro sector de izquierda revolucionaria también empeñado en organizar la lucha armada, no atribuíble en absoluto a sectarismo de nuestro Movimiento, conspiró contra la ampliación del proceso." (Los subrayados son nuestros) [37].
Esta afirmación, hecha luego de los contrastes de 1965, no corresponde a la verdad.
En realidad, las dos organizaciones tuvieron contactos desde mediados de 1962, es decir tres años antes de abril de 1965, y nunca pudieron llegar a puntos de acuerdo que permitieran la integración.
Muchas veces, quienes no están interiorizados en los problemas de las organizaciones revolucionarias peruanas, se han preguntado por qué se dio en el Perú la existencia de dos direcciones y dos organizaciones guerrilleras.
A pesar de que el MIR y el ELN estaban dispuestos a iniciar la lucha guerrillera, tal como lo demostraron en los hechos, sus métodos de trabajo diferían.
El MIR partía de un partido político previo con una dirección ya establecida. Para el ELN, partido y dirección debían nacer de la lucha misma.
Esta primera diferencia impedía de hecho cualquier coordinación efectiva. La experiencia subsiguiente demostró que la coordinación de dos organizaciones que trabajan en secreto y se cuidan de revelar sus planes, es imposible. El MIR y el ELN sólo tenían un camino si querían realmente la unidad revolucionaria: integrarse.
El MIR sostenía que la revolución debería ser dirigida por un partido: el MIR. El ELN pretendía que la dirección fuera capaz de asimilar a otras fuerzas revolucionarias que, en 1962, actuaban en el país.
El ELN sostenía la amplia concepción del ejército revolucionario que hemos reseñado anteriormente y que pretendía liberarlo de la restricción a los miembros de un partido.
En las infructuosas conversaciones de los dos organismos, el MIR sostuvo la necesidad de ingresar a su organización para participar en la lucha, una exigencia que contradecía las afirmaciones hechas posteriormente en su proclama de 1965:
“La revolución que iniciamos será obra de los campesinos y los sectores progresistas y patrióticos de la pequeña burguesía y la burguesía nacional bajo la dirección del Partido Revolucionario que ha de constituirse en el fragor de la lucha y del cual el MIR se considera un factor" [38]. (El subrayado es nuestro).
Y el propio Luis de la Puente afirmaba en su discurso del 7 de febrero de 1964:
“Si la unidad ha de ser para luchar junto a los campesinos, para enfrentar el poder oligárquico, para hacer posible la revolución, para esa unidad nuestros brazos están abiertos" [39].
Al ELN no le interesaba la participación en ninguna dirección y nunca puso esa exigencia entre sus condiciones para llegar a un acuerdo. Sólo pedía que la dirección definitiva de las guerrillas naciera de la lucha misma y no sólo entre los compañeros más “politizados", con más “nivel" o experiencia partidaria. Lo exigía porque veía perfectamente claro que ésta es una de las garantías de subsistencia de los grupos armados a crearse y porque conocía las limitaciones de las direcciones políticas.
El ELN había dicho una y otra vez que la dirección del movimiento revolucionario no le interesaba; que de conformarse un frente político, tal como por entonces reclamaba, con la participación del FIR y del Partido comunista que no estaba aún dividido, no solicitaría ninguna participación en él.
Lo que el ELN pedía era que las organizaciones militares tengan el mando de todo el movimiento, que el frente político esté subordinado a la organización militar y que las guerrillas no pertenezcan a ningún partido político específicamente, sino que constituyan una organización militar enteramente autónoma.
Tal exigencia se justifica todavía más si se tiene en cuenta que en ese año, 1962, Hugo Blanco era la figura más destacada del movimiento campesino de La Convención. Nadie que quisiera organizar la insurrección en el Perú podía ignorar las proporciones que venían tomando las ocupaciones de tierras.
Era cierto que el FIR y Blanco no compartían las tesis de la lucha guerrillera, pero se podía llegar a un acuerdo con ellos y, en todo caso, se podía precipitar en los hechos tal acuerdo. Pero de ninguna manera era correcto ignorarlos y hacer como si no existieran.
Como hemos visto anteriormente, el campesinado vivía un proceso que podía llegar a ser revolucionario si se le apoyaba y orientaba desde adentro. Concebir la revolución como obra exclusiva de un partido significaba, por más que esa intención no figurase en las declaraciones públicas, cerrar las puertas para una tal confluencia, única garantía del éxito de la acción revolucionaria en esos momentos.
En 1962 las puertas estaban abiertas para una fecunda unidad de la izquierda. El FIR había hecho repetidos llamados en tal sentido y muchos de sus militantes y dirigentes estaban dispuestos, en los hechos, a ir hacia acciones revolucionarias, incluso guerrilleras.
Los sindicatos campesinos hubieran podido dar a los grupos guerrilleros las bases populares que éstos necesitaban y a su vez las guerrillas habrían dado al movimiento campesino una definitiva orientación revolucionaria.
Cerrar el paso a tal camino tratando de que la revolución, por naturaleza compleja y rica en matices, corra por un solo canal significaba abandonar a su suerte a un promisor movimiento de masas y negarle a las guerrillas su mejor garantía de victoria.
Otra divergencia residía en cómo empezar las acciones. El ELN era partidario de la acción inmediata a partir de un grupo armado que, en el curso de los combates, construya su propia base social. EL MIR juzgaba necesario primero crear una base social campesina mediante un previo trabajo clandestino en el campo, por el método de la “propaganda armada secreta" [40].
El ELN creía que era imposible realizar tal propaganda en las condiciones de represión que el campo vivía en 1962-63. Destacar cuadros revolucionarios al campo, sin que éstos estuvieran organizados, armados y listos para combatir era, a su criterio, ilusorio e ingenuo y equivalía a revelar al enemigo los movimientos previos de los insurrectos. Para el ELN no había más salida que la implantación de grupos armados y móviles en los puntos a elegirse.
La práctica demostró posteriormente que era posible realizar tal trabajo sin ser reprimido cuando el MIR pudo dedicarse durante casi todo 1964 a una discreta labor de reclutamiento del campesinado en condiciones de relativa tranquilidad.
Sin embargo los servicios de inteligencia del enemigo no cesaban de vigilar a los conspiradores y de prepararse para el enfrentamiento. Era posible darse tiempo para preparar una base campesina; pero el hacerlo comportaba ciertos riesgos y desventajas que salieron a luz un año después, ya en el curso de las acciones.
De cualquier forma, estas divergencias que a nuestros ojos aparecían insuperables en 1962, eran pequeñas comparadas con las grandes tareas que queríamos emprender. Hoy día, gran parte de esas divergencias ha sido superada.
Hay que decir también que la unidad obtenida solamente de la suma de organizaciones y no de un cambio de concepciones y métodos, no hubiera salvado al movimiento de su suerte posterior. En realidad ambas organizaciones tenían grandes limitaciones que, en definitiva, determinaron los contrastes de 1965.
Pero sería quedarse en la superficie señalar sólo las discrepancias tácticas como la razón de la separación entre MIR y ELN. Hay que bucear en las profundidades de la izquierda peruana para determinar qué hizo posible tal división.
La razón estriba en que casi todos, o por lo menos los cuadros que tenían opinión determinante en el MIR y el ELN, eran personas formadas en tiendas políticas opuestas: el MIR era producto de un desprendimiento del Apra y el ELN estaba dirigido por cuadros salidos del PC.
Por tanto, había entre ellos una valla invisible, constituida por los prejuicios que todavía los ataban a su pasado político. La lucha entre el Apra y el Partido Comunista, que ha llenado varias décadas de la historia política peruana todavía influía en ellos, aunque no lo confesaran. Era difícil para ambos organismos encontrar un lenguaje común.
Además, el MIR mismo era aún heterogéneo, agitado por polémicas, pugnas y luchas internas.
En general, en los años que van de 1962 a 1965, la izquierda insurreccional estaba lejos de haber cuajado concepciones, métodos y sistemas organizativos que hicieran posible una real unidad. En esas condiciones, cualquier acuerdo forzado hubiera sido un entendimiento hipócrita, una unidad a medias.
Esta confusión se reflejó fielmente en las acciones posteriores y fue otra de las determinantes de la derrota. Para triunfar en 1965, los revolucionarios hubieran tenido que modificar previamente sus métodos de trabajo, haciéndolos más concretos y eficientes.
Constituido el ELN y coexistiendo con la organización ya establecida del MIR, una inevitable rivalidad se desarrolló entre ambas organizaciones; una emulación que, además de constituir un desperdicio y duplicación de esfuerzos y tareas, no creaba el clima necesario para la realización de una política unitaria.
El 9 de setiembre de 1965 ambas organizaciones acordaron formar, por fin, un Comando Nacional de Coordinación. Era demasiado tarde . En Ayacucho y Cuzco, guerrilleros del MIR y el ELN combatían contra el mismo enemigo ignorando que hubiera bastado caminar unos diez días para encontrarse. Además, la coordinación acordada era puramente propagandística, limitada y por lo tanto ficticia: el Comando había sido constituido por elementos de la ciudad que no tenían ningún contacto con los combatientes.
Unos 45 días después caía en Mesa Pelada, Luis de la Puente, jefe del MIR. Era la consecuencia de no haber superado a tiempo la miopía, el sectarismo y la falta de criterio; de no haber puesto, por encima de los intereses de grupos y partidos, las conveniencias de la Revolución.
Las acciones de 1965 comprenden desde la toma de la hacienda Runatullo y la emboscada de Yahuarina, el 9 de junio, hasta la liquidación de la guerrilla “Javier Heraud" y la desaparición de Guillermo Lobatón, en diciembre. Fueron siete meses de combate intenso, sobre todo en el frente del Centro, comandado por Guillermo Lobatón y Máximo Velando.
A mediados de 1965 existían los siguientes frentes guerrilleros, de Sur a Norte:
1) El de Mesa Pelada, provincia de la Convención departamento del Cuzco, comandado por Luis de la Puente Uceda. Este era también el comando general del MIR.
2) El de la provincia de La Mar, departamento de Ayacucho, donde actuó la guerrilla del ELN.
3) El de las provincias de Concepción y Jauja, departamento de Junín, donde actuaron las guerrillas de Guillermo Lobatón y Máximo Velando. (MIR).
El MIR había organizado un cuarto frente en el Norte: provincia de Ayabaca, departamento de Piura. Estaba al mando de Gonzalo Fernández Gaseo y Elio Portocarrero. No llegó a actuar, por decisión de la Dirección Nacional del MIR.
La tarea de enumerar las acciones de 1965 se ve dificultada por la falta de documentación suficiente y porque casi todos los protagonistas han muerto en combate, han sido asesinados, o están perseguidos. No obstante, puede establecerse cierto orden cronológico de los combates que recibieron publicidad en la prensa limeña.
Primeros días de junio: “asalto a una mina, voladura de un puente en la carretera a Satipo, antes de la hacienda Runatullo... asalto a esa hacienda por un grupo y asalto a la comisaría de Andamarca por otro grupo, todo el mismo día..,
“... Las dos operaciones tuvieron resultados extraordinarios. En todas partes fue acompañada de propaganda armada: en la mina, en la hacienda, en el puente, en el pueblo. Se hicieron mítines y reparto de víveres de los depósitos, así como en todo el camino...
.. Asalto a la hacienda Alegría, a la cual se convirtió en comunidad y se dispuso de sus bienes (animales y productos) en forma de reparto para los campesinos" [41].
9 de junio de 1965: combate de Yahuarina entre 17 guerrilleros comandados por Máximo Velando y 50 ó 60 guardias civiles armados de metralletas al mando del mayor Horacio Patiño. “Los guerrilleros causaron a la fuerza represiva 9 muertos, varios heridos y 12 prisioneros, entre ellos un oficial, los que fueron puestos en libertad sin haber sufrido ningún maltrato" [42].
Combate de Pucutá: los guerrilleros dirigidos por Guillermo Lobatón derrotaron a un grupo de rangers en su propio campamento, arrebatándoles vituallas y armas “y ocasionándoles numerosas bajas entre muertos y heridos" [43].
25 de setiembre de 1965: toma de la hacienda Chapi por un grupo del ELN y muerte de los hacendados Carrillo [44].
El curso de esos siete meses puede dividirse claramente en dos fases. La primera, evidentemente exitosa para los guerrilleros que asestaron golpes certeros y eficaces. La segunda fue la contraofensiva del ejército, apoyado políticamente por el frente contrarrevolucionario de los partidos de la burguesía. A la primera fase pertenecen las acciones de Yahuarina y Pucutá. A la segunda, la captura y muerte de Máximo Velando, la desaparición de Guillermo Lobatón y la muerte de Luis de la Puente.
Se ha hablado con frecuencia de errores de concepción teórica en quienes iniciaron las guerrillas. Es cierto que los líderes de 1965 estaban limitados por los conceptos y prejuicios de su época. Así, revisando la documentación de esos años, uno se encuentra con un panorama confuso en cuanto a la caracterización del país, el análisis de sus clases sociales y sus particularidades. Pero este hecho no puede explicar por sí solo la derrota, puesto que la revolución peruana no es la única que comienza con nociones confusas, vagas o erradas las que después, en el curso de la lucha, van corrigiéndose y precisándose [45].
Evidentemente, sucedió algo más. Creemos que la explicación de la derrota se encuentra, no en las concepciones teóricas generales de los guerrilleros, sino en su procedimiento táctico o, mejor dicho, la forma en que lo aplicaron.
El MIR había distribuido sus hombres en los tres frentes mencionados, de los cuales funcionaron sólo dos [46].
El objetivo de tal distribución parecía ser la dispersión del ejército. Los guerrilleros intentaban obligarlo a combatir en varios lugares diferentes.
Desde antes de iniciar las acciones, la preocupación por la construcción del partido había presidido la actividad de los cuadros guerrilleros. En todas las zonas éstos trataron de construir partido, con mayor o menor éxito, antes de disparar el primer tiro.
Parece ser que Mesa Pelada fue la zona donde alcanzaron mejores frutos, si nos atenemos a la afirmación del CC del MIR en su análisis sobre las experiencias de 1965:
“En el sur se comprueba que el trabajo de construcción del Partido y de organización de las masas a partir de aquél (subrayado por nosotros) se encontraba en pleno desarrollo, en extensión y profundidad tales que hay suficientes razones para afirmar que de haberse continuado así la acción armada habría tenido un amplio y firme respaldo de las masas…
“En el centro se comprueba que la guerrilla “Túpac Amaru’’ desarrolló intenso trabajo de vinculación con las masas campesinas de la zona, vigorosa y efectiva capacidad guerrillera, pero adoleció de deficit en cuanto a la construcción del Partido lo que no le permitió canalizar más organizada y eficazmente el apoyo y extraordinaria simpatía que despertó en el campesinado" [47].
De lo que se deduce que los guerrilleros no aplicaron el mismo criterio para la construcción del partido: mientras Lobatón y Velando se vincularon directamente a las masas, De la Puente lo hizo desde el partido.
Esta demás decir que, puestos a construir organización, el trabajo de los frentes no podía marchar al unísono. Dadas las diferentes condiciones de las zonas en que estaban trabajando y de los hombres, unos frentes progresaron más que otros.
¿Cuál era el nivel requerido para iniciar las acciones? No lo sabemos. Lo cierto es que fue el ejército, al detectar al grupo de Mesa Pelada a comienzos de 1965 el que parece haber obligado al MIR a revelar sus planes y precipitar los encuentros.
La falta de coordinación entre los frentes y de éstos con la organización propagandística de la ciudad sale a relucir si se comprueba que, cuando Lobatón abre los fuegos en junio, De la Puente no estaba preparado y menos aún el Frente Norte, que no llegó a actuar. Y cuando se anuncia con excesiva antelación la presencia del comandante en Mesa Pelada.
En todo caso, ubicados en zonas con caracteres diferentes, era imposible que los guerrilleros rompieran los fuegos simultáneamente. Al no hacerlo, el objetivo de la dispersión del enemigo no se conseguía: éste podía combatirlos sucesivamente con cierta comodidad.
Además, se olvidaba que el ejército peruano posee más de cincuenta mil hombres sobre las armas y que puede combatir en varios frentes aún si éstos actuasen simultáneamente. Separándose, los guerrilleros no dispersaban al ejército; se dispersaban ellos mismos.
La construcción del partido, o de lo que se ha dado en llamar un “mínimo de partido" antes de iniciar las acciones, no parece haber rendido los frutos deseados.
Por su diseminación, el campesino peruano es renuente a agruparse en células de buenas a primeras. Por su espíritu comunitario, prefiere la gran asamblea a la reunión pequeña y secreta. El propio Hugo Blanco no pudo organizar una eficiente estructura partidaria, a pesar de la influencia que ejercía en La Convención y Lares y comprobó “las dificultades que esta tarea entraña" [48].
Parar el edificio partidario obligaba a reclutar gente que no había sido probada aún en el fuego del combate, lo que permitió la infiltración enemiga.
Así, elementos poco seguros llegaron hasta los “comités regionales" organizados en cada zona guerrillera y participaron en vitales trabajos de preparación logística que, por definición, deben ser secretos y constreñidos estrictamente a los alzados.
Así fue como Albino Guzmán, un campesino oriundo de la zona, “participante activo de las luchas campesinas durante la etapa de Hugo Blanco" [49], llegó a integrar el Comité Regional del Sur y como tal intervino en los trabajos de acondicionamiento de la zona. Conocía pues no sólo los depósitos de armas y víveres sino las sendas, los campamentos, los guerrilleros, la calidad de las armas y ... los miembros del partido, es decir, los campesinos de la red de enlace. Cuando desertó, se convirtió en el enemigo más eficaz de la guerrilla y el colaborador más activo del ejército. A él se debe, en gran medida, la captura y liquidación de De La Puente y sus compañeros.
El Comité Central del MIR ha calificado este hecho gravísimo como “fortuito". Sin embargo, para cualquiera que revise los numerosos casos de desertores de la guerrilla transformados en colaboradores del ejército a lo largo de la historia de los movimientos guerrilleros éste no es, sin duda, un hecho fortuito. Es la consecuencia de una concepción, de un método que ponía a la guerrilla en manos de colaboradores reclutados y ascendidos hasta la cúspide de la organización sin la indispensable prueba de fuego del combate.
Cuando el partido se construye, no sobre la base de la acción sino de la politización, puede ser numeroso, pero en realidad es endeble e ineficaz para los momentos difíciles. Quizá el “déficit en cuanto a la construcción de Partido" que ha señalado el Comité Central del MIR refiriéndose a los guerrilleros del Centro, haya sido el que les permitió combatir por más tiempo y más eficazmente al enemigo.
Hombres recién llegados, desconocedores de la realidad del valle, entusiasmados por los rezagos del trabajo político-sindical de Hugo Blanco que encontraban a cada paso, los guerrilleros del Sur se dedicaron a reconstruir el trabajo político con la intención de parar una organización partidaria clandestina que sirviera de apoyo a la guerrilla, abasteciéndola e informándola.
Aparentemente cumplían así una de las condiciones de toda lucha guerrillera: su enraizamiento en el pueblo. Pero inadvertidamente, la guerrilla se transformaba, de organización combatiente, en núcleo de activistas y organizadores políticos.
El trabajo de preparación del foco guerrillero fue impresionante. Seguramente eran numerosos los campesinos que colaboraban con la guerrilla y no fue necesario mayor esfuerzo para capturar la dirección de la organización sindical campesina del valle. Pero cuando llegó el ejército, una gran cantidad de elementos dudosos se pasó al bando enemigo, a quien fue fácil descubrir los depósitos laboriosamente ocultos por los alzados.
Por otra parte la guerrilla, entregada al trabajo político, había descuidado su capacidad militar. Sus hombres carecían de la capacidad de movilización suficiente para eludir el cerco, atravesarlo e instalarse en un lugar alejado. Para ello hubiera sido necesario desechar de un solo golpe, no sólo el trabajo realizado durante un año, sino la concepción que había presidido ese trabajo.
Algo más puede añadirse sobre la dispersión. Cuando dos o tres frentes guerrilleros empiezan a operar frente a un enemigo numeroso en un país tan extenso como el Perú, toda comunicación entre ellos es imposible, a no ser que se realice a través de las ciudades. Y son éstas, precisamente, los lugares donde los servicios de inteligencia del adversario operan con mayor eficacia.
Cuando una organización revolucionaria ha pasado años combatiendo en la ciudad y el campo en las condiciones más duras, los enlaces a través de los centros urbanos son perfectamente factibles. Pero cuando esa experiencia no existe y antes bien hay toda una tradición de liberalismo y descuido en el trabajo, cuando nunca realmente se ha vivido etapas de dura clandestinidad, hacer contacto a través de las ciudades significa entregar militantes al contrario.
En América Latina son muchos los valiosos cuadros guerrilleros que han caído prisioneros o han sido asesinados cuando intentaban infructuosamente buscar contacto con las ciudades: el más conocido es Fabricio Ojeda, en Venezuela. En 1965, fue detenido en Puerto Bermúdez y luego torturado y asesinado, Máximo Velando, el hombre que había dirigido la emboscada de Yahuarina cuando, presumiblemente, buscaba contacto con su organización.
Parte importante de la concepción insurreccional aplicada por el MIR estuvo condensada en las llamadas “zonas de seguridad".
Aunque este criterio no fue desarrollado en documento alguno como un planteamiento teórico, repetidas referencias a las zonas o refugios de seguridad aparecieron en los manifiestos del MIR desde antes que comenzaran las acciones y aun después, cuando se hizo el balance de la derrota.
Parece ser que, para la dirección del MIR, la guerrilla podía escoger algunos lugares inaccesibles, tan numerosos en nuestro accidentado territorio, poblarlos de depósitos con municiones y alimentos, cerrar y minar todos los accesos para impedir el paso del ejército.
Este puede haber sido el criterio que llevó a Luis de la Puente a refugiarse en Mesa Pelada, un lugar alto y despoblado, situado al norte del departamento y muy apartado de cualquier centro campesino.
Todavía el 5 de setiembre, poco más de un mes antes de la muerte de De La Puente, el MIR decía en uno de sus comunicados: “serán aniquilados cuantos se atrevan a acercarse a Illarec Ch’aska!" [50].
Y el Comité Central del MIR, al hacer el análisis de las experiencias de 1965, reconoce la existencia de un plan defensivo de la base guerrillera:
“Por otra parte se cometió el grave error de descubrir la presencia en ese lugar del c. Luis de la Puente, Secretario General del Movimiento. El enemigo concentró, en consecuencia, su atención en esa zona. Y lo que debía haber sido retaguardia del Comando se transformó en primera línea de combate. No obstante esto, el acondicionamiento defensivo de la zona, tal como campos minados y la actividad de los propios guerrilleros, impidieron la penetración de las fuerzas represivas por bastante tiempo" [51].
Las “bases de seguridad" debieron ser creadas en Centro y Sur, pero fue en este último lugar donde funcionaron con mayor estrictez.
En el Centro, las guerrillas de Lobatón y Velando tuvieron que desechar tal criterio ante la arremetida del adversario: así fue cómo pudieron subsistir por un tiempo más largo. En cambio, en Mesa Pelada, donde otros factores como la enfermedad de De La Puente y la falta de adecuada preparación militar del resto de la guerrilla, impidieron su rápida movilización, los guerrilleros quedaron cercados dentro de su propia zona de seguridad, que se convirtió en una trampa mortal.
Quedó demostrado entonces que no hay lugar inaccesible para un ejército que posea ciertos conocimientos contraguerrilleros.
En realidad, sólo un exceso de ingenuidad podía haber conducido a la creencia de que allí donde llegan los guerrilleros no llega el ejército.
El concepto “zona de seguridad" es absolutamente contrario a la táctica guerrillera. Además es peligroso porque crea en el combatiente una falsa confianza en la protección del terreno.
En la primera fase de la guerra, la única seguridad del guerrillero reside en él mismo, en su capacidad de desplazamiento y su conocimiento del terreno. Ubicarlo en zonas delimitadas equivalía a despojarlo de su única tabla de salvación: su agilidad.
Por otra parte aferrado a sus depósitos, confiado en el abastecimiento de sus redes de enlace, era un hombre indefenso cuando los depósitos caían en manos enemigas y las redes eran destruidas.
A fin de cuentas, la “zona de seguridad" es un rezago de las tácticas de autodefensa, tantas veces ensayadas en América Latina.
Para quienes afirman que el fracaso peruano se debe a la repetición mecánica de las tácticas cubanas, valdría la pena recordar a Debray:
.. querer ocupar una base fija o apoyarse en una zona de seguridad, aun de algunos miles de kilómetros cuadrados de extensión es, al parecer, privarse de su mejor arma, la movilidad, dejarse encerrar en una zona de operaciones y permitir al enemigo el empleo de sus mejores armas. El rescate de la zona de seguridad erigida en fetiche es el campamento fijo, instalado en lugares reputados de inaccesibles. Esta confianza en sólo las virtudes del terreno es peligrosa: al cabo, no hay lugares inaccesibles por la sencilla razón de que, si uno mismo ha llegado a ellos, el enemigo puede hacer otro tanto" [52].
En éste como en otros aspectos, encontramos una contradicción entre lo que hizo el MIR y las guerrillas cubanas.
Mientras aquí, De la Puente y sus compañeros intentaron construir zonas de seguridad antes de empezar las acciones, en Cuba, según lo afirma Debray, “fue solamente al cabo de 17 meses de combate continuos, en abril de 1958, cuando los rebeldes fijaron una base guerrillera en el centro de la Sierra Mestra" [53].
Ignorando esta importante contradicción, comentaristas mal informados han atribuido la derrota peruana a la pretensión de calcar la experiencia cubana. Huberman y Sweezy han llegado a preguntarse, refiriéndose a Debray y la “desastrosa tentativa del MIR peruano":
“Cuando se considera que Luis de la Puente había estado en Cuba y trataba conscientemente de aplicar las enseñanzas de la experiencia cubana, sólo puede uno preguntarse: ¿Por qué eludió Debray esta cuestión? ¿Temia tal vez que un análisis del fracaso en el Perú pudiera arrojar dudas sobre la validez de su propia teoría"? [54].
La respuesta es clara. De la Puente ensayó crear un nuevo método que, según él, se adecuaba más a la realidad peruana. Trató de combinar base campesina con partido y partido con guerrilla. Pero retornó inconscientemente a superadas tácticas de autodefensa. Y convirtió a la guerrilla en un grupo sedentario que, por el mismo hecho de serlo, estaba condenado a muerte.
Podemos arriesgar la afirmación de que el frente del Centro fue el único que combatió realmente al ejército durante 1965 y el que pudo realizar repetidas acciones con éxito, desarrollando una campaña muy móvil hasta la desaparición de Guillermo Lobatón.
Para un análisis de la derrota de 1965 es importantísimo estudiar la experiencia de Guillermo Lobatón y su grupo. La falta de documentos y versiones fidedignas nos impide hacerlo.
Es posible que los guerrilleros del Centro, cuya mayor zona de influencia se encontraba en las comunidades de Concepción, se hayan retirado hacia las selvas de la pro- vincia de Jauja, en el convencimiento de que allí podrían resistir más eficazmente.
Abandonada así su “zona de seguridad" —anotemos de paso que la emboscada de Yahuarina se dio con la esperanza de cortar el paso al ejército para defenderla [55]— fueron alejándose cada vez más hacia zonas despobladas. Las últimas noticias de Lobatón lo ubican en la misión del Obenteni, en una región poblada por selvícolas y frecuentada por misioneros católicos. Allí parece haberse dado el combate final.
El grupo de Lobatón puede haber perecido porque no pudo solucionar una contradicción propia del territorio pe- ruano: la población apta para apoyar la lucha guerrillera vive en parajes descubiertos, mientras que las selvas es- tán casi despobladas.
Como hemos dicho anteriormente, el campesinado de La Convención tenía experiencia sindical y hasta política, pues había luchado contra los latifundistas organizado en sindicatos. La prédica revolucionaria no era nueva para él y, antes bien, estaba presto a secundarla en palabras y hechos.
Sin embargo, algo había cambiado.
Primero, habíanse operado cambios sociales. La campaña de Blanco, los sindicatos, la ley agraria de la Junta Militar, la reforma agraria de Belaúnde, habían generado en el campesinado cierta confianza en sus propias fuer- zas y esperanzas en medidas reformistas.
Eran pocos los latifundistas que quedaban y un gran sector del campesinado tenía asegurada la posesión de su tierra. La consigna “Tierra o muerte" ya no tenía el significado apremiante de antes.
Además, con la expulsión de los gamonales, el “frente de clases" que había funcionado en época de Blanco, quedaba roto.
Segundo, se habían producido cambios políticos. El reemplazo de la administración Prado por el reformismo de Belaúnde, se había reflejado en la presencia de funcionarios de la reforma agraria y en la esperanza de los campesinos ricos en formas cooperativas con financiación estatal. Es cierto que el camino reformista es falso y puramente demagógico, pero no dejaba de tener atractivo para los pequeños propietarios.
Simultáneamente, La Convención era objeto de la atención especial de organismos estatales e imperialistas, pues había sido el foco más conflictivo. Hacia allí afluían recursos, préstamos, investigadores sociales... y de los otros.
Tercero, entre Blanco y De la Puente se había operado una represión amplia y profunda. La influencia de la Federación Provincial había decaído en el valle. Muchos campesinos se habían transformado en traidores por corrupción o temor y podían transformarse en la “base social" del ejército cuando éste llegara.
El solo hecho de que, a pesar de todos estos cambios importantísimos, muchos hayan colaborado espontánea y sacrificadamente con la guerrilla, demuestra de por sí la potencialidad revolucionaria del campesinado en el Perú.
No obstante, la elección de La Convención como zona de operaciones, nacida probablemente del deseo de suceder a Blanco en el liderazgo del campesinado, fue puramente mecánica. En 1962 hubiera sido correcta; en 1965 llevaba consigo grandes riesgos.
En la cordillera central de los Andes, dentro del ángulo agudo formado por los estrechos y profundos callejones de los ríos Pampas y Apurímac, está la provincia de La Mar.
Las comunidades de Chungui y Ancco viven en las cumbres de la cordillera, a unos 4,000 m. sobre el nivel del mar. Desde esas alturas, cientos de arroyuelos caen rápidamente por increíbles pendientes, hacia el Pampas y el Apurímac.
Al sur las pendientes son desérticas y calcinadas por un sol implacable. Al noreste se pueblan de bosques tupidos y eternamente húmedos.
No hay carreteras. El viajero que se atreva a cruzar la provincia tendrá que usar del mulo o de su propios pies, ascendiendo y bajando penosamente gigantescas escaleras de piedra, lodazales interminables y enormes acumulaciones de arena.
La tierra cultivable es escasa y pobre. En las alturas, los comuneros cultivan papas y ocas. En las pendientes y zonas cálidas, maíz y caña de azúcar. En la “ceja de selva", café y cacao.
Luego de transportarlos durante varios días a lomo de mulo, los comuneros venden sus escasos productos, a bajo precio, en las ferias de la carretera. Las ferias son el pun- to de contacto con la civilización capitalista, la punta de lanza que va penetrando en los Andes a medida que la carretera avanza.
La gran mayoría habla solamente el quechua, aunque algunos jóvenes se educan en el colegio de la capital de provincia.
El Censo de 1940 registró 38,590 pobladores. De ellos 35,129 vivían en el campo y 3,461 en los pueblos.
El Censo de 1961 registró 40,961 pobladores de más de cinco años de edad, de los cuales 32,598 no hablan castellano y no saben leer ni escribir [56].
Comunidades y haciendas coexisten en la propiedad de la tierra y los puntos conflictivos son numerosos. La aspiración de los yanaconas es casi siempre independizarse de la hacienda y convertirse en comuneros.
La provincia tiene una historia agitada.
En 1922 se levantaron los indígenas de Ancco y Chungui, “por el tanto robo y el tanto ultraje que cometieron los que se encontraban al frente de los municipios y gobernaciones distritales" [57]. Estos cobraban dinero a los indios con diversos pretextos y los abrumaban con tributos y arbitrios inmoderados.
Desde el mediodía del 12 de diciembre de 1922, los indios de uno y otro sexo, tanto ancianos como niños, de las comunidades de Llachuapampa, Maura, Pampahuasi, Retama-pampa, etc., se pusieron en movimiento para asaltar la casa de los señores Añaños, en Patibamba, y rodearon los pueblos de San Miguel y Tambo durante varios días.
El país vivía por entonces el oncenio de Leguía, un dictador civil y reformista, que amparaba su mando en el apoyo financiero de los Estados Unidos y la Gran Bretaña. El levantamiento produjo en la molicie capitalina sólo ecos lejanos. El gobierno envió refuerzos para “dominar a los indios".
Así, 150 soldados “pacificadores" armados de ametralladoras recorrieron los pueblos de la provincia durante varias semanas. El saldo de la “pacificación" fue, según cifras oficiales: 430 bajas indígenas, entre muertos y heridos; más de 1,400 hogares destruidos por el incendio en muchos pueblos y caseríos; pérdidas incalculables en todo género de especies.
El padre español Fray José Pacífico Jorge, jefe de la Misión Franciscana en la provincia de La Mar por esos años, escribió al Prefecto de Ayacucho y autor de las masacres, una conmovedora carta. El documento hace una vivida descripción de los crímenes de la gendarmería:
“Horrorizado ante los crímenes que acabo de presenciar en esta provincia de La Mar, le escribo esta carta, antes de reponerme de la honda impresión producida en mi espíritu por todo lo que he presenciado.
“En cumplimiento de mi sagrada misión, he tenido que recorrer todos los lugares y caseríos de este pueblo, en los días de sangre que, sin motivo, se ha hecho correr sobre esta provincia indefensa.
“En el caserío de Lacc-huapampa, poblado por más de dos mil indios, he presenciado el incendio de más de 200 chozas; sus desgraciados habitantes que huían despavoridos a los cerros y quebradas vecinas, caían muertos, atravesados por los proyectiles certeros de los incendiarios quienes, después de prender fuego a las chozas, se dedicaban a cazar a los pobres indios, cual si fueran venados o animales silvestres.
“En Illaura mismo presencié la emocionante escena de tres cuerpos agónicos; dos de ancianos y uno de un parvulito de 4 años de edad; los cuerpos de estos pobres fueron extraídos de una choza a medio incendiarse, y ofrecían al espectador horribles llagas en toda su extensión; los viejecitos agonizaban lentamente en medio de dolores horribles y el parvulito falleció pocos momentos después de habérsele extraido de entre las cenizas. Antes de la muerte de estas personas, ministré los últimos auxilios de nuestra santa religión.
“En Lacc-huapampa presencié otro crimen que me conmovió hondamente. Una pobre mujer con una criatura lactante de pecho huía de su choza en dirección opuesta a la que seguían los incendios de esos caseríos; uno de esos malvados dirigió a la pobre mujer un disparo de fusil y la atravesó por la espalda, haciéndoles caer a ella y a su tierno hijo... Yo no pude aproximarme a las víctimas para ministrar los auxilios espirituales, por temor de ser victimado también a balazos, desde que los criminales parecían no tener conciencia y actuaban sin que nadie pusiera resistencia a sus desbordes y pasiones.
“En los demás caseríos de La Mar he visto cuadros de dolor indescriptible: pobres indios agonizantes, con horribles heridas de bala, rodeados de algunos deudos ancianos (porque los jóvenes permanecen escondidos) que lloraban el mal que no tiene remedio. Cadáveres de varones, mujeres y aun de criaturas que permanecían tendidos por los suelos, insepultos por muchos días; algunos despedían ya olor insoportable. ¿Será posible que tanto crimen quede sin castigo?" [58].
El recuerdo de esta masacre ha pasado a formar parte de la tradición del pueblo. Todavía hoy, los chunguinos son conocidos por su valentía y presencia de ánimo.
Como todas las comunidades, la de Chungui debe permanecer alerta contra los acaparadores de tierras, gamonales y tinterillos.
El procedimiento es conocido: el tinterillo falsifica títulos y recurre al Juez de Primera Instancia reclamando la posesión de sus tierras supuestamente arrebatadas por la comunidad. La maquinaria judicial, engrasada con las dádivas del litigante, funciona con rapidez: muy pronto se expiden resoluciones respaldando la reclamación.
Mientras tanto los comuneros, verdaderos propietarios, ignoran que la araña sigue tejiendo su tela. Sólo se enteran cuando aparece el tinterillo para recuperar “sus tierras" protegido por el juez y los guardias.
¿Qué hacer entonces? Si acatan la decisión judicial, habrán perdido sus casas, sus cultivos, y tendrán que emigrar a parajes siempre más altos, más pobres... Si se resisten, serán acusados de “invasores" y masacrados...
En 1963, ante las intrigas de un tinterillo, Chungui optó por resistir colectiva, organizadamente. Y los guardias, desarmados por comuneros enfurecidos, tuvieron que regresar a la capital provinciana.
Pero las cosas no quedaron ahí. Los “indios" habían resistido a la autoridad y ese es un delito que en el Perú se paga muy caro. Muy pronto, personero, gobernador y alcalde fueron apresados y llevados a Ayacucho.
Pero la maravillosa fuerza colectiva de los campesinos se mantuvo invencible. Día y noche la comunidad se mantenía alerta contra sus enemigos, casi militarizada. Cientos de ojos y oídos percibían cualquier movimiento extraño para impedir que sus cultivos fueran invadidos. Al fin las autoridades fueron puestas en libertad. La segunda batalla había sido ganada.
Chapi, la hacienda más grande de la provincia, era también un semillero de descontentos y el centro de irradiación de todos los abusos e intrigas contra los campesinos. Su extensión abarca gran parte de la provincia: desde los ríos Pampas y Apurímac, las tierras de Chapi suben a la puna y bajan a las selvas. Para recorrerlas, hay que emplear varios días a pie y en lomo de bestia.
La ganadería y la producción de alcohol de caña sin rectificar son sus principales actividades. Está dividida en cuatro “pagos"; cada “pago" está obligado a servir en la hacienda, en la época del año que ésta fija. El trabajo no es retribuido con salarios, sino en alcohol y coca.
Los Carrillo, dueños de la hacienda, se distinguían por su trato duro y despiadado.
Ya en 1956, el explorador francés Michel Perrin había descrito en un emocionante libro [59], su aventura en la hacienda Chapi adonde llegó buscando los orígenes del Alto Amazonas, en compañía de su alumna Teresa Gutiérrez.
Engañado por Miguel Carrillo, quien le dijo que el río Apurímac era navegable a la altura de su hacienda, Perrin intentó surcarlo en una frágil balsa. Fue arrebatado por las torrentosas aguas y arrastrado unos 10 kms. Salvó la vida por milagro pero Teresa, su alumna, pereció.
En su valiente libro Perrin denuncia las intrigas de Carrillo, su comportamiento de señor feudal y su dominio sobre los peones indígenas. Prueba, punto por punto, que Carrillo preveía la suerte fatal que correría, a pesar de lo cual lo instó a intentar la navegación.
El objetivo de Carrillo habría sido hacerlo desaparecer, confiado en que Teresa, que tenía salvavidas, sobreviviría a la tragedia:
“Lectores distraídos me han preguntado a veces: ¿Cuál fue el rol de Miguel Carrillo? Yo creo haberlo dicho claramente desde el accidente a la policía, luego a la justicia peruana y al fin en estas páginas. Cuatro años después no puedo sino confirmar, y lo hago con plena conciencia del sentido de mis palabras: Carrillo es culpable de homicidio premeditado. ¿Quién estaba marcado? Yo mismo, sin duda. ¿Teresa y yo, quizás Teresa sola? No lo creo. Es posible que, por el contrario, como me lo han hecho notar, él haya pensado que yo solo desaparecería y que los peones le traerían a Teresa. Puede, ser también que él nos haya deseado la muerte a todos, la de los peones era despreciable a sus ojos" [60].
Pero los Carrillo eran amos de la provincia y tenían poderosos amigos en Lima. Y aunque la trágica muerte de Teresa Gutiérrez, una joven universitaria de San Marcos, conmovió a todo el país, el caso fue silenciado muy pronto y Perrin se vio obligado a abandonar el Perú.
Chapi está al frente de La Convención, en la otra banda del río Apurímac. A sus peones sólo les bastaba cruzar el río para enterarse que al otro lado habían sindicatos y la gente exigía salarios...
La respuesta a las reclamaciones de los trabajadores a quienes los Carrillo obligaban a prestar servicios en forma gratuita, había sido siempre violenta. Los rebeldes eran colgados, azotados y encerrados con grilletes en la casa hacienda.
En enero de 1963, Miguel Carrillo estranguló personalmente y luego degolló a Julián Huamán, colono de Orónjoy, uno de los “pagos" de la hacienda: éste había cometido el atrevimiento de reclamarle un toro que Carrillo había vendido sin pertenecerle. No contento con eso, amenazó con hacer lo mismo a cualquier futuro quejoso.
El crimen sublevó a los campesinos. El 8 de enero de 1963, las mujeres de Oronjoy apresaron y ataron a Miguel Carrillo y lo condujeron sin hacerle ningún daño adonde el juez de paz de Chungui, en cuyo despacho hicieron una larga lista de quejas.
La reacción de los campesinos era, después de todo, mesurada y serena. El documento que elaboraron en esa ocasión, constituye una de las piezas más ilustrativas sobre los abusos de los latifundistas y prueba contundente contra la conducta siniestra de los Carrillo.
Entre otros innumerables abusos, acusaban a los Carrillo de haber violado a las siguientes campesinas: Ignacia Orihuela, Lorenza Balboa de Huamán, Mercedes Pacheco de Huamán, Rosa Santa Cruz de Sánchez, Evarista Sánchez de Cose, a la esposa y la hija menor del colono Emilio Contreras. Acusaban a Miguel Carrillo de haber maltratado, causándole lesiones graves, a la señora Catalina Orihuela de Ccorahua y de haber robado el ganado vacuno y caballar de 10 colonos.
Como es costumbre en estos casos, se inició un largo y tedioso expediente. A pesar de ser culpable de un homicidio perpetrado ante la presencia de numerosos testigos, Miguel Carrillo fue liberado inmediatamente y los quejosos fueron apresados “por atentar contra la libertad del señor Carrillo".
Rápidamente empezó a funcionar la maquinaria judicial en poder de los gamonales de la zona: los reclamantes fueron acusados del robo de 20 mil soles y encarcelados por cuatro años.
Y así, el 20 de diciembre de 1966, la Corte Superior de Ayacucho dictó una increíble sentencia:
.. todas estas acusaciones (asesinato, abusos, atropellos, N. del A.) no tienen ningún respaldo dentro del proceso y en nada desvirtúan la comisión del delito contra la propiedad individual de que ha sido objeto el agraviado Carrillo Cazorla, así como del robo de especies y víveres en su almacén de Oronjoy y de lesiones...
FALLAMOS: condenando a los acusados Basilio Huaman Ccorahua, Virginia Huamán Berrocal y Mar- Celina Castro Ccaicuri, reos de los delitos contra la libertad individual, lesiones y robo de comestibles, en agravio de Miguel Carrillo Cazorla, al primero a la pena de seis meses de prisión en la cárcel departamental de esta ciudad... a las dos últimas a la pena de seis meses de prisión con carácter condicional y al pago de diez mil soles por concepto de reparación civil, que pagarán en forma solidaria con los ya sentenciados..
Saturnino y Emeterio Huamán, parientes de la victima permanecieron encarcelados durante varios años mientras el “agraviado" Miguel Carrillo disfrutaba de libertad. Desde la prisión, mantenían comunicación con sus hermanos de sufrimiento, instándolos a mantener la moral alta y a continuar resistiendo la opresión de los Carrillo.
Así era la provincia de La Mar cuando llegaron los guerrilleros.
Abril, Chinchibamba, pequeña localidad selvática.
Somos unas cuantas personas que nos movilizamos sólo de noche para evitar encuentros con los campesinos: todavía no queremos que se enteren de nuestra presencia, pero ellos, más hábiles, descubren nuestras huellas, nos ven a través del follaje, escuchan nuestros pasos. El rumor se extiende y las explicaciones son fantásticas: ladrones de ganado, “pishtacos" [61], comunistas... ¿Pero qué idea tienen ellos del comunista, sino la que inculca en sus mentes primitivas, supersticiosas, el cura de la aldea, el hacendado aprista, el maestro prejuicioso?
Somos obstinados y continuamos caminando de noche. Nuestros alimentos están agotados y durante varias semanas comemos poco o nada. No hay otra salida: hablar con los campesinos.
Empezamos a hacer amistades. Las reacciones son diversas: unos desconfían, quizá otros nos teman, pero ninguno nos niega ayuda. En el primer examen mutuo la palabra “papay" nos separa. “Papay" es el patrón, es todo blanco o mestizo, todo extranjero. Nosotros tenemos que dejar de ser “papás", de ello depende nuestra suerte futura.
Otra barrera: el idioma. Muy pocos de nosotros hablan el quechua (yo apenas si conozco algunas palabras pronunciadas desastrosamente), otro compañero sabe el quechua del Cuzco, de fonética diferente; sólo uno conoce la pronunciación del lugar.
No obstante estas dificultades, la amistad crece y menudean las invitaciones. Explicamos quiénes somos, a qué hemos venido, y nuestro lenguaje va haciéndose más accesible. Debemos cuidar las palabras, hay muchas que el campesino oye por primera vez. Quienes saben quechua sirven de intérpretes o hablan ellos mismos.
Estos campesinos viven su mundo, con sus tragedias, sus rivalidades y alegrías. Son comuneros y no están básicamente descontentos con su situación. Habituados a ver en su miseria una fatalidad, no se sienten víctimas. Defienden sus tierras de un aspirante a gamonal que quiere cultivar dentro de la comunidad con títulos fraguados. El tinterillo ha sido echado y su policía protectora ha debido retirarse con cautela, para después apresar a sus autoridades.
A ese mundo debíamos incorporarnos y fuimos recibidos con entusiasmo, afabilidad y alegría.
Junio 1965. Ya no somos “papás", somos “hermanos" [62]. Ayudamos en lo que podemos. Problema de todos: médico. Faltan médicos y medicinas, la gente se muere por falta de remedios. Una tableta de aspirina tiene valor inapreciable. Curamos a los enfermos y repartimos las pocas que tenemos, doble razón para ser bien recibidos. Muchos son los que están de acuerdo con nuestros objetivos, otros se limitan a escuchar, dos o tres desconfían, pero la generalidad sabe al fin que no somos ladrones ni bandoleros. Ya no nos temen y podemos llegar a cualquier casa seguros de encontrar alimento y ayuda.
Constatamos que en este lugar la población es escasa y temporal. Lo más denso vive en las alturas y acuden a las quebradas o a las selvas del río Apurímac sólo por algunos meses. Nos interesa el contacto con la población, pero ir a las alturas plantea el problema táctico de cómo desplazarnos y dónde escondernos. No sólo es problema de terreno, lo es también de equipo. Una noche a 4,500 m. a cielo abierto, no es cosa de juego. Necesitaríamos abrigo, frazadas, ropa gruesa, pero no los tenemos, ni podemos abrumarnos con su peso al ascender los 3 mil metros que nos separan de la cumbre. Sin embargo, corremos el riesgo. De noche, calados hasta los huesos por una lluvia despiadada, subimos penosamente.
4,500 m. sobre el nivel del mar enseñan cosas interesantes: se puede combatir el frío caminando de noche y descansando de día en las oquedades calentadas por el magro sol de la puna. Si se marcha constantemente no hay hielo que valga y es mejor, porque habitúa a desplazarse en la oscuridad, un buen ejercicio. La visibilidad es cien veces superior: basta encaramarse en lo alto de un picacho para observar todo lo que sucede a un par de días de camino. Un buen largavista y problema solucionado. Y contra la aviación, las cuevas: los pedreríos pueden esconder y camuflar guerrilleros. ¿Reeditarán los futuros alzados las páginas legendarias de los montoneros? Lo harán y será uno de los aportes más interesantes a la táctica guerrillera de América Latina.
La capacidad física del combatiente peruano deberá adaptarse al constante desplazamiento entre sierra y selva. Descenderá vertiginosas pendientes fuera de camino, protegido por la vegetación de los Andes orientales y tornará a las alturas en un movimiento constante. Su vida oscilará entre los mil y cinco mil metros. No es tarea de superhombres, pero requiere de una adaptación plena a nuestro endiablado territorio.
En las alturas impera la gran propiedad pero el hacendado, explotador inmisericorde, vive tan primitivamente como el campesino. En toda la zona sólo encontramos camas en Chapi. Los otros hacendados dormían en rudimentarias tarimas o sobre pellejos de carnero y comían mote [63] y papas sancochadas, igual que sus siervos.
Gran propiedad sí, pero su extensión no es sinónimo de riqueza sino de acaparamiento y criminal negligencia. Avaro, ignorante y mísero, el latifundista es el obstáculo principal para el progreso. No sólo se opone tercamente a las escuelas y combate a los maestros; impide que sus trabajadores cultiven más de lo que él cree conveniente, castiga a quienes crían ganado en exceso y aplica feroces represalias. Su miseria espiritual se traduce en la pobreza irremediable de cientos de familias y su miseria material es resultado de aquélla. Teme a la competencia de sus siervos, se sabe inútil y parásito, pero defiende fieramente su parasitismo.
Si la explotación es mayor y los problemas sociales más violentos que en la comunidad, el trabajador es más claro. No necesitamos convencerlo de que el patrón, el “gamonalista" es su enemigo; él lo sabe de sobra y lo odia cordialmente. Muchos habían intentado formar sindicatos o construir escuelas. Castigo: unos cuantos latigazos, prisión en la misma casa hacienda, o denuncia ante las autoridades por agitación comunista. El hacendado increpa: “¿quieres ir a la escuela para aprender a robar?"
Hay descontentos en todas partes y nos acogen con entusiasmo. Cuando empiezan nuestras operaciones contra los latifundistas —paso previo e indispensable para conquistar su total confianza— su entusiasmo crece. Nuestra propaganda armada exenta de discursos pero impregnada de acciones concretas contra los gamonales, dio resultados.
Ha bastado poco tiempo para expulsar al latifundismo de esos lugares. Muchos terratenientes han huido sin esperar a que lleguemos a ellos. Los trabajadores empiezan a darse cuenta de lo diferente que es vivir sin patrón. Todas nuestras acciones cuentan con su respaldo.
Después de la toma de Chapi [64] muchos bailan de gusto. Hasta han aprendido a levantar el puño derecho: “¡Comunista!" Los guardias civiles que, en gran número, han ocupado la casa hacienda después de nuestra retirada, increpan a algunos llorosos: “¿no te da vergüenza lamentarte por esos desgraciados?". Surge la primera canción con tonada de huayno inventada por algún comerciante que recorre a pie las serranías diseminando la noticia: “Los guerrilleros cosecharon papa en Chapi", sirviéndose de la similitud, en su rudimentario castellano, entre las palabras “papa" y “papay" (patrón).
Los colaboradores de la guerrilla aumentan. Se incorporan los primeros campesinos. En Sojos, Muyoj, Palljas y Chapi, prometen hacerlo muchos más. Por primera vez y emocionadamente nos cercioramos de que va forjándose un poderoso vínculo entre el campesinado y la guerrilla. Ausentes los terratenientes, desorientado el ejército que no acierta a ubicarnos, quedamos convertidos en la única autoridad de la zona.
Pero hemos cometido gruesos errores. Nuestros amigos son conocidos en todas partes. Secretas o públicas, sus relaciones con nosotros son divulgadas. Un día es uno que le cuenta a su mujer que nos guió a determinado lugar, ésta lo narra a la vecina y la vecina al resto. Otro día es un joven que, ebrio en la fiesta pueblerina, grita con orgullo que es comunista y amigo de los guerrilleros. Otra vez somos nosotros que visitamos a alguien de día. No toda la población es segura. Hay soplones, exmayordomos de los latifundistas, gente que traiciona o delata o que, simplemente, guarda las informaciones para el futuro.
Nos damos cuenta del peligro e instamos a nuestros colaboradores a incorporarse a la guerrilla. Unos lo hacen de inmediato y otros dicen que nada pasará, que no tengamos temor, que, en todo caso, ellos sabrán cuidarse.
Octubre 1965. Aparecen las primeras patrullas del ejército, pequeños grupos móviles que aparentan ser guerrilleros. Preguntan a los campesinos; “¿sabes dónde están los compañeros? Les traemos encargos de Lima". La argucia es torpe para ubicarnos pero efectiva para descubrir a los ingenuos. Advertimos contra el peligro, pero es tarde.
Cuando la invasión se produce, todos nuestros colaboradores son torturados, fusilados, masacrados. La terrible venganza abarca a los familiares más cercanos, a sus parientes, a los cultivos, a las casas mismas, que son incendiadas sin piedad. Han regresado los días de 1922. Es la barbarie planificada para aterrorizar a la población y castigar ejemplarmente su amistad hacia nosotros.
Pero revela también cobardía e inseguridad. En ningún caso las tropas usaron de la persuasión o discriminaron culpables de inocentes. Antes que averiguar, les resultaba más práctico matarlos a todos. ¿Cómo podrían convencer al pueblo de que defienden una causa justa si su desesperación los impulsaba a acabar rápidamente con el peligro sin reparar en los medios? Al hundirse en la sangre de sus víctimas no hacían otra cosa que tratar de ahogar su propio miedo.
Hay tremendas lecciones en todo esto: la primera, el campesino está dispuesto a colaborar; la segunda, hay que cuidar la vida del colaborador tanto como la propia. Si nuestra subsistencia depende de nuestra agilidad, la del colaborador depende del secreto. Nosotros aprovechamos hasta cierto punto la primera, pero descuidamos lamentablemente la segunda.
Hay diferencias entre comunero y yanacona. El primero es, en la práctica, un pequeño propietario que realiza sus labores con toda independencia, cultiva su pequeña parcela, consume sus productos, vende café y cacao en el pueblo y sólo acude a la comunidad para que le señale qué terreno puede cultivar (tratándose de tierras de selva) y para la apertura y conservación colectiva de los caminos. Lo afectan dos problemas fundamentales: el latifundio, que tiende a crecer a expensas de las tierras comunales, y los bajos precios de sus productos. Mientras el terrateniente lo expulsa de las mejores tierras, el
comerciante lo mantiene en la miseria sujetándolo a su dominación económica. El comunero se defiende colectivamente del gamonal y muchas veces lo tiene en jaque ejercitando una maravillosa fuerza común, pero aún no sospecha del comerciante porque está habituado a una relación desventajosa donde no hay más que una sola demanda para sus múltiples ofertas. Si su unidad es ejercida contra el terrateniente, se enfrenta aisladamente al comerciante. Por lo general, éste es también uno de los comuneros más ricos (si riqueza se puede llamar a una tienducha para el expendio de una cuantas ropas, fósforos y conservas que muy pocos compran) y es uno de los “notables" del pueblo. Frecuentemente, será el primer informante del ejército y el más activo delator.
Si el comerciante está incrustado en la comunidad como un cuerpo extraño, el latifundista se infiltra en ella: seduce, compra o presiona al gobernador, al juez de paz y atemoriza al maestro.
Este pequeño mundo se vincula con el exterior a través de los vendedores viajeros, procedentes de la capital de provincia o del departamento, o de pueblos dedicados íntegra y exclusivamente al comercio de míseras manufacturas. Algunos son buenas gentes con ciertas simpatías por la izquierda —tienen hijos universitarios o colegiales influidos por las nuevas ideas— y otros son informadores espontáneos de la policía.
La primera reacción de los esbirros al conocer nuestra presencia fue apalear despiadadamente a las autoridades comunales en la Prefectura de Ayacucho y obligarlos, bajo amenazas de muerte, a mantenerlos informados de todo lo que sucedía. Unos se convirtieron en confidentes y otros mantuvieron su lealtad. El comunero respeta a sus autoridades y, antes que al extraño que viene de lejos, preferirá siempre a su alcalde, su personero y su gobernador. Atemorizados, constituían un peligroso factor en nuestra contra.
Si el dogmatismo es perjudicial al militante, puede ser mortal para el guerrillero. En el campo encontrará problemas nuevos, grandes y minúsculos, y deberá resolverlos con claridad política y amplitud, sin perder de vista los objetivos que lo llevaron a tomar las armas. Constatará a menudo conflictos de tierras entre los comuneros o yanaconas, pequeños odios de familia, rivalidades entre un pueblo y otro. Será consultado, se le pedirá que interceda ante tal o cual persona o que la presione en tal o cual sentido. No podrá negarse: el quejoso puede ofenderse.
En Ayacucho, como en otros lugares, el hacendado llama colonos a los siervos a quienes, a cambio de un pedazo de tierra, obliga a trabajar, muchas veces sin ningún salario. La necesidad de contar con mano de obra barata o gratuita para las tareas de la hacienda, lo que en estos tiempos encuentra una gran resistencia, obliga al patrón a la violencia, exacerbando el conflicto. Hoy es alguien que no vino a trabajar y a quien habrá que traer por la fuerza para que el ejemplo no cunda; mañana será un toro arrebatado a su dueño para venderlo a un comerciante cualquiera; otro día habrá que impedir que los campesinos cultiven demasiado para que no se enriquezcan rivalizando con el patrón. Una serie de grandes y pequeños abusos generan un clima de odio y la coyuntura para la acción es constante.
Hecho incontrovertible: el latifundio decae en todas partes, cada día es más difícil mantenerlo (esta afirmación se refiere exclusivamente a la zona donde actuábamos). Los gamonales venden sus tierras o se alejan abandonando a sus siervos la posesión de los cultivos. Se produce poco, cada vez menos, y el hambre empieza a alcanzar al pequeño terrateniente. El antiguo edificio, carcomido por los años, se derrumba. ¿Estamos yendo hacia un conglomerado regresivo de míseros propietarios o hacia una clase social liberadora? ¿Esperaremos a que estos siervos, revolucionarios potenciales por sus contradicciones con el latifundista, se transformen en egoístas pequeñoburgueses por obra de esta espontánea reforma? ¿Decidirá algún día la oligarquía peruana (integrada en su mayoría por los grandes banqueros y los ricos latifundistas de la
Costa), sacrificar a sus parientes pobres de la Sierra en una reforma agraria demagógica que privaría a la Revolución de una de sus bases más sólidas? Si empezamos ahora, esa masa será nuestra aliada; si lo dejamos para mañana, la tarea puede ser más difícil. La sociedad es cambiante y el quietismo del agro peruano sólo una apariencia.
Siervo y comunero están emparentados. Muchas veces aquél tiene tierras en la comunidad vecina y si carece de ellas puede que tenga familiares comuneros y a la inversa, lo que convierte a estos hombres en una masa que se entrelaza y confunde. Eso nos beneficia: cualquier acción contra el latifundista repercutirá favorablemente en la comunidad y la ayuda que prestemos a ésta encontrará eco en la hacienda.
Nuestros anfitriones más afectuosos fueron quienes en otra época habían intentado organizar a sus hermanos para reclamar colectivamente el pago de salarios y protestar contra los abusos. Instigadores de la negativa a trabajar para el patrón, propiciadores de la independencia, víctimas indefensas de crueles represalias, fueron los más fieles ayudantes de la guerrilla y los primeros en integrarla. Rindo emocionado tributo en estas líneas a Nemesio Junco, balsero de la hacienda Sojos, cholo maduro e íntegro, cariñoso y sincero hasta lo increíble, bueno de pies a cabeza, nuestro primer hermano y primer combatiente, capturado y fusilado en Sojos, y a otros más cuyos nombres no cito para salvar sus vidas.
Deslumbrados ante el nuevo camino que les ofrecía la guerrilla, entusiasmados ante la verdad que aparecía desnuda ante sus ojos primitivos, se convirtieron sin tardanza en nuestros mejores propagandistas. Inolvidable el gesto de muchos que, al hablar a sus hermanos en su propio idioma decían, alzando el fusil en sus manos recias y trabajadoras: “Hermanos, los gamonalistas se acabaron. ¡Esto es respeto!".
Estos son los hechos. ¿Tuvimos apoyo campesino? Si por él entendemos una convicción teórica general y elaborada, un respaldo masivo y organizado, evidentemente no lo hubo. Pedirlo sería trabajar con entes metafísicos y no con realidades. Si, por el contrario, llamamos apoyo campesino a la colaboración de la generalidad, nacida de la certeza de que estábamos allí para defenderlos, es indiscutible que sí lo encontramos y que, aún más, superó todos nuestros cálculos.
Al Norte y al Este de nuestras posiciones teníamos a los campas. Al comienzo poblaban todo Chinchibamba[65] y hace unas decenas de años han sido empujados selva adentro. Los independientes cultivan y comercian, aunque siguen practicando sus ancestrales costumbres. Otros, los rebeldes, se han ido a vivir en el monte, adonde la codicia del hombre blanco no llega aún, retornando a la vida colectiva con sus jefes, pero sin explotadores. En general, el ataque al campa es inmisericorde: todavía, como en los tiempos bárbaros, los pueblos son asaltados por los latifundistas; al poner en fuga a los mayores, se llevan a los niños para criarlos a manera de esclavos en sus haciendas, so pretexto de “civilizarlos". Toda su vida, estos hombres primitivos crecen sirviendo al patrón. En Osambre, una de las haciendas que emplea estos métodos en pleno siglo XX, los campas están concentrados en dos compartimientos separados para hombres y mujeres y no reciben, desde luego, ningún salario. Están prohibidos de mantener cualquier tipo de relación con el mundo circundante. Además, son muy pocos los extraños que llegan a lugares tan apartados. El patrón, un yugoeslavo que llegó misteriosamente al lugar y cuyo origen nadie conoce, es un gran conocedor de la selva y de las costumbres y hábitos de los selvícolas; habla además su idioma y todo eso le permite explotarlos mejor, a menudo inmisericordemente. Cualquier abuso horrendo, cualquier muerte de uno de sus trabajadores es ignorada por la policía y las autoridades que ni se enteran del asunto pues el lugar civilizado más cercano es Quillabamba, la capital de provincia, que queda a unos seis días de camino a pie, por sendas entre el monte. Como ninguna autoridad llega hasta ahí, el latifundista es amo y señor de la zona.
La religión católica y protestante, llena de mitos y fantasmas, sirve idealmente a los propósitos de los patrones: el temor a Dios se confunde, en la imaginación primitiva, con el temor al patrón. Atentar contra el patrón es atentar contra Dios. Algunos campas, que instintivamente son atraídos por la vida en libertad, logran fugar, internándose en la selva. Pero no llegan muy lejos porque el patrón es tan conocedor de la selva como ellos y tiene a su favor dinero y armas. Como no puede permitirse un mal ejemplo que cundiría peligrosamente entre los demás esclavos, el fugitivo es, por lo general, liquidado. Otras veces, a pesar de la prohibición del patrón, las relaciones amorosas entre una que otra campa y los comuneros del frente de la hacienda, se produce. Entonces, como en las películas, el extraño tiene que robarse a la campa y fugar con ella bien lejos de las iras del patrón.
Aproximarse y hacer amistad con los campas rebeldes, liberar a los esclavos, expulsar al latifundista opresor, serán tareas inmediatas para la guerrilla y su mejor propaganda. Pero eso no será fácil. Si hay un visible desnivel entre el campesino quechua y el guerrillero criollo, es todavía mayor entre éste y el selvícola. Para que ambos se entiendan, será necesario un largo proceso de adaptación en que el guerrillero aprenderá nuevas lenguas y costumbres.
Después de numerosas experiencias que nos granjearon la simpatía de los pobladores, el exceso de confianza nos llevó por el despeñadero hacia duros contrastes. Exitos sucesivos hicieron que sobreestimáramos nuestras propias fuerzas. Por otro lado, se produjeron algunas deserciones que bajaron el número de los guerrilleros, afectando su potencia de fuego.
Eramos en verdad un grupo pequeño. En los momentos más difíciles llegamos a ser apenas 13. Asimismo, la falta de comunicación con los centros urbanos nos impedía contar con un reclutamiento permanente de hombres.
Estábamos cercados. El cerco no comprometía la existencia misma de la guerrilla, que se movía en tales condiciones con bastante comodidad, sino que también nos impedía posibilidades seguras de comunicación con el exterior. A fines de 1965, nuestros ensayos en ese sentido habían fracasado.
Hay que decir que un error nuestro fue no haberle dado suficiente importancia a ese tipo de enlace y haber confiado más en el reclutamiento de hombres dentro de la zona en que actuábamos. Nuestra intención era proveernos allí mismo de abastecimiento y guerrilleros. Lo primero era fácil, sobre todo para un grupo tan pequeño como el nuestro. Lo segundo era factible pero en un proceso demasiado lento, por la lentitud misma del campesino en sus decisiones. El campesino se decide finalmente a integrar la guerrilla pero lo piensa, y balancea todas las posibilidades antes de incorporarse. Por el contrario, la guerrilla necesita de un reclutamiento rápido y numeroso que fortalezca al grupo y lo ponga en mejores condiciones de combate.
Nuestra pequeñez nos impedía emprender acciones en gran escala contra el ejército. No obstante, confiábamos en nuestro conocimiento del terreno y en los numerosos amigos que teníamos en todos los lugares. Empezamos a desplazarnos de día, por caminos conocidos, confiados en los informes de la población, y descuidamos precauciones elementales. La base de nuestra confianza eran los infructuosos esfuerzos que hacía el ejército para ubicarnos y su temor a atravesar ríos, arroyos y accidentes del terreno vigilados por nosotros.
Sabíamos que mientras nos moviéramos constantemente el peligro no era inminente. Por otra parte, la naturaleza accidentada del terreno, pródigo en alturas inmensas y cañones impresionantes, lleno de pendientes de muy difícil accesibilidad, hacía prácticamente imposible un cerco efectivo. En realidad, el enemigo se limitaba a controlar los pasos más conocidos y que lógicamente no eran utilizados por nosotros.
Durante un buen tiempo, guerrilleros y soldados jugaban a las escondidas, buscándose mutuamente y manteniendo breves escaramuzas. Si la guerrilla, fiel a su movilidad para la que era perfectamente capaz, hubiera ensayado un largo desplazamiento hacia otras zonas igualmente pobladas, se habría salvado desconcertando al ejército.
Pero cada guerrillero que se siente dueño del terreno y cree conocerlo, empieza a fijarse a él insensiblemente. Y entonces está perdido porque no siempre las informaciones de que dispone corresponden a la verdad, y tampoco cuenta con todos los datos sobre el adversario, que debería tener.
A fines de 1965, los choques desventajosos se sucedieron, hasta que el 17 de diciembre la guerrilla fue sorprendida por un destacamento del ejército en un lugar conocido como Tíncoj. En ese combate murieron tres compañeros, uno de ellos Edgardo Tello. El resto de la guerrilla fue dispersado y quedó desarticulado.
En una selva tan accidentada y densa como aquella donde operábamos, cualquier nueva relación del grupo era prácticamente imposible. A pesar de todos nuestros esfuerzos, no pudimos volver a articularnos.
Quizá un destacamento más numeroso hubiera podido pasar, aunque maltrecho, esos momentos difíciles, pero éramos muy pocos y la pérdida de cada hombre resulta a un golpe muy duro.
Desarticulada al fin la guerrilla, dispersos los combatientes, cada uno quedó librado a su propia suerte y fueron entregando sus vidas bajo el fuego implacable de una verdadera cacería humana.
La suerte de los compañeros, individualmente, es desconocida. Algunos murieron en combate. Otros fueron capturados, apresados y luego fusilados por los servicios de inteligencia del ejército. El resto, perseguidos aún, y buscados por todo el país.
En 1967, compañeros del ELN morían también, junto al Che. en la gesta de Ñancahuazú. Sus nombres: Juan Pablo Chang Navarro (El Chino), José Cabrera Flores (El Negro), Lucio Galván (Eustaquio).
¿Por qué fallamos? ¿Cuál fue el origen del fracaso en Ayacucho?
La atomización y liquidación de la guerrilla no se debió sin duda a la falta de apoyo campesino. Este existió en múltiples formas, tal como hemos visto anteriormente. La zona, accidentada y desconocida para el ejército, estuvo bien elegida.
Las raíces del fracaso deben buscarse en la guerrilla misma y en su dirección.
En éste, como en otros casos, un grupo de hombres procedentes en su mayoría de la ciudad, trataba de operar militarmente en un medio desconocido.
El desconocimiento del terreno es una desventaja superable a corto plazo, si el destacamento es hábil y activo. La guerrilla pudo salvar ese obstáculo y lo hizo efectivamente. Pero no siempre utilizó sus conocimientos y muchas veces prefirió la labor más fácil, pero mucho más peligrosa, de desplazarse por caminos conocidos.
Al hacerlo, iba dejando una estela de informaciones que muchos campesinos no pudieron guardar en el secreto, cuando fueron torturados y masacrados. La guerrilla no supo prever, en los hechos, la dimensión y profundidad que alcanzaría la represión.
La guerrilla conquistó muchos amigos pero no supo cuidarlos. Sus colaboradores eran conocidos por todo el mundo. Cuando el ejército llegó, le bastó fusilar a los colaboradores para aterrorizar al resto de la población.
Por otra parte, el idioma era siempre la barrera que separaba a los alzados de los naturales. El campesino identifica el castellano con el patrón sobre todo en los parajes que, como Ayacucho, tienen un altísimo porcentaje quechua. Para que el guerrillero pueda despertar confianza debe hablar correctamente el quechua, y no cualquier quechua, sino el de la zona en que actúa porque, como es sabido, en el Perú existen notables diferencias lingüísticas de región a región.
Otra barrera son las costumbres. Se precisa mucha disciplina para que un conjunto de hombres pueda aprender a respetar, a imitar y a amar las antiquísimas costumbres de los campesinos, para que no hieran su susceptibilidad con actitudes torpes. Disciplina, cariño hacia el campesino y modestia. Y no siempre son ésas las características de jóvenes estudiantes, o políticos llenos de cierta autosuficiencia intelectual que choca a los hombres sencillos; portadores de una conducta diaria que muchas veces se contradice con los hábitos de la gente de campo.
A pesar de la simpatía con que contaba, faltó a la guerrilla una mayor compenetración con las costumbres de la gente oriunda del lugar. Eso le hubiera permitido conocer con mayor precisión a los traidores y contar con información mejor y más oportuna sobre los movimientos del enemigo.
La táctica guerrillera, aplicada estrictamente con todas sus características de movilidad, evasión y ocultamiento, ataque y retirada rápidos, exige una gran calidad física en los combatientes y óptima capacidad militar de la dirección. En general, férrea disciplina y armónica actuación de todo el grupo. La guerrilla del ELN, como todas las que operaron ese año, no estuvo, en este aspecto, a la altura que se necesitaba para superar las dificultades y hacer frente a un enemigo numeroso y bien entrenado.
En las circunstancias actuales sigue siendo posible que un pequeño equipo de hombres opere con éxito en las zonas campesinas.
Para conseguirlo, debe aplicar estrictamente los principios guerrilleros que fueron más o menos desdeñados por los alzados del 65. Y debe empalmar su acción con la de las masas en la lucha por reivindicaciones nacionales y locales sentidas por ellas.
Un equipo de gran calidad política, organizativa y militar, que debe formarse, no en el liberalismo de la izquierda urbana, sino en el fuego del combate. Y que debe promover, mediante una hábil conducta, a nuevos combatientes naturales de la región.
Cuando el campesino ve actuar y escucha hablar en su defensa al guerrillero recién llegado de la ciudad, simpatiza y colabora con él. Pero cuando ve a su propio hermano en el ejército revolucionario, hablando su propio idioma y acento, lo sigue sin pensarlo mucho.
A fines de 1965 el movimiento guerrillero había sido totalmente liquidado. En las acciones habia perecido un grupo de cuadros, producto de muchos años de lucha, una dirección brillante para la prédica política, pero que había demostrado no estar a la altura de las necesidades impuestas por la lucha militar revolucionaria en este momento de la historia del Perú.
Las acciones de 1965 se desarrollaron casi íntegramente en el campo. No afectaron ni a la ciudad ni a la extensa faja costera de nuestro país en la que están ubicados importantes centros de producción, varias minas y centros petroleros, la fabricación de acero y las haciendas cañeras que cuentan con un proletariado agrícola de gran tradición combativa.
Dos factores contribuyeron a que en los núcleos urbanos de la Costa y Sierra no se efectuara ninguna acción de respaldo a las guerrillas: a) las concepciones de los guerrilleros sobre la guerra a librarse; b) su incapacidad de acción e insuficiencia de medios.
Tanto para el MIR como para el ELN, la guerra guerrillera debía ir del campo a la ciudad y, en su primera etapa, su misión fundamental era ganar el apoyo de las masas campesinas y crear una fuerte vanguardia combativa. Debido a ello, no sólo se descuidó las ciudades, sino que se estableció cuidadosas directivas para que en ellas no aconteciera ninguna acción prematura.
El objetivo era establecer una dirección en el campo. Se temía que, de actuar demasiado rápido una organización urbana, tendería a operar por su propia cuenta, creando problemas de dirección. Y dos direcciones paralelas atentan contra el principio de que el mando debe pertenecer a la guerrilla.
Por otro lado, debe tenerse en cuenta la pequeñez de ambas organizaciones. Colocar cuatro frentes en la Sierra era ya un gran esfuerzo que sobrepasaba su capacidad. Era prácticamente imposible montar un organismo que actuara al mismo tiempo en ambos lados. Por eso, al iniciarse el alzamiento, prácticamente todos los cuadros estaban en el campo.
Si a esto añadimos el desacuerdo del resto de la izquierda con la oportunidad de la insurrección, desde los trotzquistas hasta el Partido Comunista, y su solidaridad sólo moral, nos daremos cuenta de por qué, a mediados de 1965, mientras se combatía en el interior, las ciudades conservaban su fisonomía tranquila, alterada sólo por los trajines de las fuerzas represivas y por intentonas aisladas de elementos que no respondían al mando de ninguna de las organizaciones actuantes.
A todo esto se añaden las características de la vida social peruana. Nuestro país, que todavía no ha logrado una plena integración social, económica y cultural, no reacciona jamás como un todo. Fuertes barreras separan al poblador del campo del de la ciudad, al obrero del campesino, al serrano del costeño, al norte del sur. Poderosas acciones en determinadas zonas del territorio no repercuten en el resto. Así ha sucedido a lo largo de nuestra historia y así sucedió en 1965, cuando los sangrientos combates de la Sierra no conmovieron a la Costa, donde el pueblo, indiferente, no reaccionó ante el impacto de la guerrilla como ésta esperaba que sucedería.
Es cierto que las guerrillas estremecieron a la reacción y la oligarquía, ya que éstas sí percibían claramente el peligro que significaban para su estabilidad, sobre todo en un país de situación económica tan explosiva como el Perú, pero el pueblo no tenía la misma capacidad de análisis para percibirlo. No existía tampoco una dirección política capaz y actuante que supiera aprovechar con ventaja esos momentos para una efectiva campaña propagandística, basada en el ejemplo guerrillero. Todo lo que la izquierda hizo fue publicar tímidos comunicados de simpatía que no abarcaron sino su reducido círculo de influencia.
Hay que precisar sin embargo que, por sus acciones, la guerrilla consiguió rápidamente una repercusión mayor a la que jamás había tenido la izquierda durante toda su historia. Pero fue una repercusión que no llegó a traducirse en acciones populares de apoyo.
La misión que los combatientes habían dado a sus pocos activistas de la ciudad era la de servir de centro de contacto dentro del país y con el exterior, de punto de coordinación y de aprovisionamiento en hombres, armas y equipos. También la de difundir propaganda. Tareas que resultaron demasiado grandes para grupos tan pequeños que no tardaron en perder todo contacto con las guerrillas, cuando éstas fueron cercadas.
Frente a las masas campesinas la situación de los guerrilleros era también difícil. En el Perú existe desde hace siglos un enorme desnivel entre la clase media y obrera urbana, de la que se nutrieron las guerrillas, y el campesinado.
El hombre de ciudad discrimina y desprecia al hombre del campo, particularmente al campesino quechua. A la inversa, éste desconfía del hombre de ciudad: siempre ha visto en él al explotador, al que viene a arrebatarle sus tierras, al amo.
Una gran proporción de nuestra población campesina habla solamente quechua y la que es bilingüe prefiere expresarse en su idioma original. Usa el castellano solamente para hablar con el latifundista, cuando es obligada a ello.
La división es también de costumbres: a menudo el comportamiento del hombre de ciudad choca al campesino, le divierte o desagrada.
Se trata pues de una división de sectores sociales que tiene profundas raíces históricas en el régimen colonial y republicano, y que debe ser superada por la propia guerrilla.
Quizá se debió a eso que el proceso de reclutamiento de nuevos guerrilleros oriundos de los lugares donde se combatía, haya demostrado ser muy lento. No podía ser de otra forma, desde que, a las barreras que lo causaban, se unía la característica parsimonia de nuestro hombre de campo que mide el tiempo no en días sino en cosechas...
La guerrilla necesitaba entonces acción y tiempo para convencer al campesino de la justeza de la vía emprendida. Acción para demostrarle que de verdad estaba dispuesta a actuar contra sus enemigos, y tiempo para desarrollar una buena campaña de esclarecimiento, en grupo e individualmente, sobre cada acción.
Mientras tanto, el ejército actuaba. Un ejército que sabía, por las experiencias recogidas en otros países a través del asesoramiento norteamericano, que una guerrilla debe ser aplastada en sus gérmenes, so pena de tener que resignarse a permitir su subsistencia.
La guerrilla perdió esta lucha contra el tiempo porque la mayoría de sus integrantes carecía de la capacidad necesaria como para adaptarse rápidamente, no sólo al terreno, sino a la vida diaria de los campesinos, a su idioma, a sus costumbres.
Este es un proceso que, en verdad, dura años. Pero cualquiera que deba llevar adelante con éxito una guerra en el campo peruano, tiene que desarrollar esa evolución en meses.
Antes de que se hubiese logrado una fusión estrecha entre estudiantes y campesinos, la guerrilla había sido derrotada. El proceso iniciado, vital para el futuro de la revolución, quedaba cortado.
En el fondo de todo esto hay una raíz de clase: la extracción pequeñoburguesa de las guerrillas las dotaba de todas las virtudes y defectos que corresponden en nuestro país a este sector social.
Al mismo tiempo que audacia, imaginación, romanticismo, estos grupos avanzados de la pequeña burguesía han tenido siempre sectarismo, excesivo amor por la publicidad, ansia de mando y subestimación del enemigo. Por eso, al mismo tiempo que prodigaban heroísmo en sus combates contra el enemigo, y audacia al lanzarse a una lucha riesgosa, fueron incapaces de asimilarse a corto plazo a un campesinado que especiaba su irrupción no sin cierta sorpresa y desconcierto.
Había también otro desnivel: las banderas enarboladas por la guerrilla, se presentaban necesariamente lejanas a los ojos de campesinos interesados más que todo en reivindicaciones concretas y hasta locales. Mientras los guerrilleros hacían propaganda por la revolución social, el campesino quería cosas más tangibles, menudas reivindicaciones que los revolucionarios no acertaron siempre en tocar, a pesar de que son los resortes que pueden llevar al pueblo a un nivel superior.
Sin embargo, las guerrillas portaban un programa mucho más complicado y lejano.
Durante toda su vida, el campesino ha estado desligado de la vida nacional, ausente de los grandes problemas del país, a pesar de que sufre sus consecuencias. En general, en el Perú no existe una conciencia nacional desarrollada: sistemáticamente ha sido impedida por los grupos dominantes. Desde luego, esta conciencia tampoco existe en el hombre del campo. Es cierto que el campesino comprende lo que significan los problemas si le son explicados en lenguaje claro y sencillo, pero no los siente en carne propia, como algo inmediato y urgente capaz de llevarlo a la lucha.
El problema clave de esta etapa reside en fluir hacia el campesinado, incorporándonos a sus preocupaciones y anhelos para llevarlo hacia objetivos superiores; en tocar los resortes de la lucha por la tierra y la defensa contra el gamonal. No se trata de colocarse en determinada zona del campo y llamarlo a que nos siga; se trata de ligarnos a él y a sus grupos dirigentes, acompañándolo en toda eventualidad. Sus objetivos locales e inmediatos deben ser empalmados con los objetivos generales y últimos de la Revolución.
¿Significa esto que hay que replantear las cosas hasta el punto de abandonar por el momento la perspectiva de acciones armadas inmediatas?
A nuestro juicio, no. Significa simplemente que los guerrilleros deben tener absoluta claridad sobre el marco so- cial en el que van a actuar y que a partir de él deben planear y realizar sus actos. Significa que la guerrilla debe ampliar o reducir sus metas de acuerdo al escenario social en que se desplaza.
Al mismo tiempo, es necesario considerar la lucha guerrillera con una amplitud absoluta, colocándola en el ámbito de una nación en la que actúan numerosas fuerzas revolucionarias que pueden tener distinta metodología. Todavía es posible que se den nuevas experiencias a lo Hugo Blanco, desde que la reforma agraria burguesa, postulada en una tímida ley, ni siquiera ha llegado a aplicarse. El territorio del Peni es muy grande y sus realidades múltiples. Las guerrillas deben estar listas para combinar sus esfuerzos con los de otros grupos revolucionarios, aunque éstos apliquen diversos métodos.
Hay características del campesinado peruano que los alzados deben tener en cuenta. Una de ellas es el respeto y acatamiento a la autoridad colectiva. El gobernador, el personero, el alcalde de la comunidad representa la voluntad de todos los comuneros y es acatado por ellos sin discusión alguna. ¿Cómo repercute esto sobre la guerrilla? Más que individual, los comuneros reaccionan colectivamente y en su actitud con respecto a los revolucionarios pesa, en gran medida, la opinión de sus autoridades. La guerrilla no opera con una masa sino con un organismo que tiene sus propias estructuras de poder a las que habrá de respetar, so pena de perder la confianza o ganarse la animadversión del pueblo. Eso le permitirá también, en determinados momentos, hacer uso de una poderosa fuerza colectiva.
Las guerrillas de 1965 no lograron fusionar sus métodos con los del campesinado. Tanto el campesinado como los guerrilleros siguieron su propio camino, porque las guerrillas no engarzaron a tiempo con el ascenso social que el campo venía viviendo desde 1956.
En resumen podemos decir que la guerrilla debe actuar y trabajar no sólo por los objetivos lejanos de la Revolución sino por los cercanos de los campesinos; y no sólo para los campesinos, sino con ellos.
La tardanza para percibir todos los factores que obraron en contra de la guerrilla y ponerles remedio a tiempo, obedecía a la calidad de gran parte de los cuadros dirigentes.
Había, es cierto, en esta dirección, una gran honradez y consecuencia revolucionaria, demostrada por el sólo hecho de haber perecido combatiendo por sus ideales. Sin embargo, demasiadas cosas le sobraban y otras le faltaban para estar a la altura de los acontecimientos.
Ya hemos dicho que las cualidades de dirigente de partido no bastan para encabezar un grupo alzado. Se necesita cualidades físicas, conocimiento del terreno y eficiencia en el combate, cualidades con que no contaban todos los dirigentes de 1965. La decisión de combatir no basta para hacer de un hombre un guerrillero. Muchos compañeros, que pudieron ser excelentes cuadros de la resistencia urbana o de la red de enlace, fueron al campo llevados por una determinación heroica, pero no pudieron rendir físicamente, a pesar de su férrea voluntad. Sin quererlo, se convirtieron en un lastre para otros compañeros más eficientes y para la guerrilla en su conjunto. Una selección más fría y pragmática del personal, hubiera permitido a las organizaciones contar con mejores equipos de combate.
Mientras tanto, en el común de los guerrilleros y de la masa campesina, ocultos, se encontraban los cuadros que un proceso de decantación hubiera permitido ascender a puestos de comando ganados en combate. Pero ese proceso, largo y lento por naturaleza, no se dio porque la lucha fue breve y violenta.
Es posible, como se ha demostrado en varios países de América Latina, que determinados cuadros militarmente capaces y políticamente convencidos de la justeza de su lucha, subsistan a pesar de los ataques violentos y sucesivos de ejércitos experimentados en la contraguerrilla. La guerrilla puede mantenerse aún sin contar con condiciones “subjetivas" suficientes en el medio en que actúa.
El problema reside en lograr que la guerrilla se desarrolle hasta poner realmente en peligro el sistema y la estabilidad del régimen en su conjunto.
Dadas las características anotadas repetidamente —desconexión, desniveles, aislamiento— es posible que una guerrilla pueda subsistir por muchos años sin repercutir en los puntos vitales del sistema.
La lucha guerrillera no es un factor peligroso para las clases dominantes mientras no precipite otras contradicciones sociales, impulsando formas de acción que deben combinarse con ella.
Para hacerlo hay que romper los esquematismos. Aferrarse a un solo esquema de acción siempre es peligroso porque lleva a los revolucionarios a una lucha aislada y unilateral, excluyente y sectaria, cerrando a la guerrilla posibilidades de crecimiento.
Debemos agregar que el esquematismo reside más en quienes hacen propaganda a la lucha armada que en quienes la realizan.
¿La lucha armada excluye la política? Siempre se ha respondido que no: no puede existir ninguna contradicción entre ambas porque, en las condiciones de nuestros países, la lucha armada es una lucha política, esencialmente.
Al mismo tiempo que eficientes militares, nuestros guerrilleros deben ser políticos capaces, pero no los únicos políticos: mientras la lucha armada se desarrolla en determinadas zonas del país, la lucha política debe ser extendida a todo el ámbito nacional, en las más diversas formas.
Lo que define a la conducta revolucionaria distinguiéndola del oportunismo, son sus objetivos y la consecuencia demostrada con ellos; la subordinación de todas las tácticas al único objetivo estratégico posible para quien se diga revolucionario: la toma del poder. Cuando una organización o un grupo de revolucionarios se plantean la toma del poder y no pierden esa perspectiva, todas las formas de acción son posibles y ninguna debe ser descartada.
Huelgas, resistencia pasiva, manifestaciones públicas, movilización de masas, permiten que las acciones guerrilleras tengan eco en el resto del país, superando su aislamiento. La lucha armada en el campo no debe reflejarse necesariamente como acción terrorista en la ciudad más que cuando sea necesaria, políticamente clara, explicable ante el pueblo y cuando corresponda al nivel alcanzado por las masas en su acción.
Parecida es la situación del campo. Si las guerrillas se resignan a realizar únicamente acciones armadas, su posición será más difícil que si las combinan con la organización y lucha masiva del campesinado por objetivos claros y concretos.
Todas las acciones campesinas que conoce la historia de nuestro país han sido colectivas, no lo olvidemos, y hechas a nombre propio, con líderes salidos de la misma masa oprimida. La guerrilla puede garantizar con su actuación la perspectiva revolucionaria de la lucha campesina pero no puede reemplazarla. Es decir que la guerrilla es parte del todo, no la totalidad de la lucha.
Por su naturaleza móvil, la guerrilla está presente en todas partes y en ninguna. Allí donde no está, las masas deben defenderse con sus propios medios contra la represión enemiga organizándose en torno a los dirigentes más destacados de la resistencia del pueblo.
Cuando las guerrillas fueron liquidadas en 1965 el pueblo quedó inerme a merced de los masacradores. Era la lógica consecuencia del trabajo campesino realizado sólo en función de la guerrilla, para abastecerla de alimentos y hombres, pero que no había tomado en cuenta la eventualidad de una represión de este tipo. El pueblo no estaba preparado para una tal contingencia, porque la guerrilla no había tenido tiempo ni la había pensado: tampoco habría podido hacerlo debido a su condición de cuerpo extraño. La resistencia debe ser organizada por hombres salidos del pueblo mismo, naturales de la zona, fogueados en una lucha que aquí no llegó a darse.
Es indispensable observar que el territorio de nuestro país ha obligado a la población campesina a concentrarse en valles y zonas altas, allí donde realizar una lucha guerrillera dentro de los cánones conocidos es difícil y peligroso.
En efecto, si analizamos la experiencia de 1965 veremos claramente cómo todos los frentes guerrilleros se vieron obligados a replegarse hacia las zonas selváticas del oriente peruano. Son las más seguras desde el punto de vista militar, pero no desde el político, porque cuentan con una población mínima. Los lugares más densos están en la Sierra y no en la Selva.
Este es un problema cuya solución no ha sido esbozada hasta el momento; volverá a presentarse en las futuras acciones guerrilleras. Un problema que será solucionado sólo cuando los guerrilleros encuentren formas de operar en las sierras y en las descubiertas altiplanicies de la puna.
Eso es posible. En nuestro país hay una gran tradición guerrillera y los montoneros —guerrilleros del siglo XIX y primeros años del XX—, siempre operaron en las sierras andinas.
En suma, los alzados tendrán que aprender a hacer la guerra en la Sierra o deberán quedarse en la Selva. En este segundo caso, se verán forzados a encontrar formas concretas y canales para poder influir en el campesinado serrano. Esos canales, durante un buen tiempo, serán políticos y propagandísticos.
¿Quiere esto decir que habrá que formar partido? En ese momento sí, siempre que asegure a los campesinos una intervención suficiente en la dirección de la lucha. Siempre que no de nacimiento a direcciones ficticias que se convierten en obstáculo para la expresión libre de las masas; siempre que favorezca la promoción de nuevos cuadros revolucionarios nacidos del pueblo mismo. Recién entonces la guerrilla podrá ir sentando las bases del partido, a través de la acción revolucionaria contra el enemigo.
¿Fue 1965 el año oportuno para iniciar un proceso insurreccional en nuestro país? Muchos críticos de la guerrilla han hecho esta pregunta para responder enseguida que no.
Hay que reconocer que, para las grandes masas del país, el gobierno de Belaúnde todavía aparecía como reformador, creando ilusiones y esperanzas. El pueblo no había asimilado aún la experiencia de las masacres, salvo en las zonas directamente afectadas, y la corrupción administrativa e inmoralidad de los funcionarlos no había descubierto toda su desnudez ante los ojos de la población urbana. Así, cuando las guerrillas irrumpieron en el marco nacional conmoviendo a la reacción, el pueblo no alcanzó a comprender exactamente su significado y justificación.
Generalmente hemos dicho que no podemos esperar a que se produzcan las condiciones subjetivas para iniciar la Revolución. Eso es cierto, pero fallamos en cuanto no esperamos a que las guerrillas tuvieran justificación para nacer, la que necesitábamos para dar al pueblo las primeras explicaciones objetivas sobre nuestra actitud. Por más que todo el pueblo no esté ni pueda estar en su futuro cercano en condiciones de comprender la necesidad de revolucionar profundamente el sistema y cambiarlo por otro, las razones de la iniciación del alzamiento deben ser fácilmente comprensibles.
Las razones de nuestra actitud tenían raíces ideológicas en la subestimación de las ciudades: considerábamos que, si la guerrilla brota en medio de la población campesina, no interesa buscarle una justificación con respecto a la política burguesa que es totalmente extraña, lejana o ignorada por el campesinado.
Eso es plenamente cierto en lo que se refiere al campesinado; pero no en lo referente a la totalidad del país. En todo caso, nos cerrábamos el camino para una agitación revolucionaria exitosa en las masas urbanas. La decepción de los obreros y las capas pobres y medias de las ciudades respecto de la política burguesa empezaba a crecer, pero no era aún suficiente para impulsarla al apoyo activo de una acción armada contra el sistema. En tales condiciones, la actitud de la población urbana frente a las guerrillas no pasaba de una vaga simpatía en unos, entusiasmo en sectores reducidos principalmente estudiantiles, e indiferencia en los más.
Había también una razón subjetiva, poderosa y determinante para la iniciación temprana de las acciones: las nuestras eran organizaciones lanzadas a la acción, en ella tenían su única razón de ser.
Por eso tuvieron que optar muy pronto entre la acción inmediata o un gradual y largo crecimiento como partido con incierto futuro revolucionario.
En el ELN esta característica aparecía con mayor claridad. Toda organización insurreccional tiene sus propias leyes de crecimiento y funcionamiento. Cuando no las cumple, se desintegra. Si nuestras organizaciones, particularmente el ELN, no se hubieran alzado en un plazo corto, habrían entrado en un mortal proceso de desintegración. En acción estrechaban su espíritu de cuerpo y se fortalecían; en una pasividad prolongada, entregada a un interminable trabajo preparatorio, corrían el riesgo de desaparecer por el desaliento de sus miembros.
Ahora, visto el proceso que siguió al triunfo electoral de Belaúnde determinando su caída por obra de los mismos a quienes había servido obsecuentemente, podemos decir que en los años siguientes se presentaron muchas oportunidades para que una acción insurreccional encontrara plena justificación a los ojos del pueblo.
Sin embargo, en 1965 fuimos a la insurrección guiados únicamente por nuestro grado de preparación.
Además el recelo entre ambas organizaciones hizo que ignoraran mutuamente sus planes. Objetivamente, cuando el MIR anunció la iniciación de las guerrillas a comienzos de 1965, el ELN no estaba en condiciones de hacerlo, pero tuvo que adelantar la fecha de partida ante el temor de que una represión generalizada cogiera a sus militantes.
Es posible que un fenómeno similar, esta vez por falta de coordinación, se haya producido en los frentes del MIR. Y que, por ejemplo, la emboscada de Yahuarina que señaló el primer disparo el 9 de junio de 1965 cogiera de sorpresa a Luis de la Puente en el Cuzco, quien no había terminado sus aprestos y aún más, a la guerrilla del Norte, que recién estaba comenzando similar trabajo. El resultado fue que el ejército se enfrentó a grupos de desigual experiencia, algunos de los cuales no estaban en capacidad plena para combatir.
Desde diversos ángulos se nos ha reprochado no portar un planteamiento ideológico coherente y no ofrecer a las masas un programa estructurado.
Es cierto en parte. No hay que olvidar que, partiendo nuestra izquierda insurreccional de partidos políticos establecidos, mucho de lo que ha dicho en cuanto a ideología y programa refleja el paso de antiguas a nuevas concepciones sobre la existencia y comportamiento de las clases sociales, la composición de la oligarquía y su relación con el imperialismo, los objetivos y etapas de la Revolución, etc.
Es también cierto que, debido a la insuficiencia y falta de continuidad del trabajo teórico, la izquierda peruana en su conjunto no puede exhibir una interpretación de la realidad peruana basada en estudios serios: siempre ha ido hacia la realidad a partir de sus propios esquemas. En el Perú ya es un lugar común decir que, desde la muerte de Mariátegui, nuestra realidad dejó de ser examinada por los marxistas, con precisión y espíritu científico.
No lo negamos. Parte de ese lastre es el que hemos recibido y el que todavía nos impide ver con entera claridad los cambios sociales, llevándonos muchas veces a un dogmatismo que no pierde ocasión de resucitar.
Pero más que la antelada precisión en el programa de cada etapa, y mientras trabaja teórica y prácticamente sobre la realidad, la izquierda marxista debe fijar con absoluta claridad sus objetivos generales y últimos.
¿Cuál es el objetivo final? En nuestros países no puede ser, desde luego, otro que el socialismo. “O revolución socialista o caricatura de revolución", dijo el Che alguna vez.
En efecto, las masas entienden cada día más revolución como sinónimo de socialismo. A nadie más que a nosotros mismos podemos engañar quedándonos en formas de transición que, para el enemigo, son eufemismos que encubren nuestros verdaderos fines.
Ahora bien, ¿qué tipo de socialismo queremos? Aquél que asegure a las masas oprimidas el ejercicio efectivo del poder, intervención en todos los asuntos del gobierno y amplia capacidad de decisión sobre sus propios destinos. La dictadura de clase no puede ejercerse sino con una amplia participación de las mayorías, última y decisiva garantía de la fortaleza del régimen revolucionario.
En el Perú, sólo un auténtico socialismo podrá asegurar la integración nacional sobre la base de la comunidad de intereses de todo el pueblo. Desde sus comienzos, nuestra Revolución debe buscar formas políticas que le permitan mantener la adhesión de las masas y le impidan burocratizarse.
Sabemos que no será fácil en un país que, como el nuestro, ha vivido siempre bajo las peores formas de dominación, pero confiamos en que el proceso revolucionario, si es conducido por líderes surgidos de lo más profundo del pueblo y conscientes de los problemas del socialismo contemporáneo, podrá arribar hacia un socialismo efectivo y real.
Mientras tanto, reiteramos que la lucha armada de los pueblos —compleja, múltiple, rica y variada— es la única vía que queda para liberar a América Latina. Los primeros fracasos sufridos en el Perú no demuestran que es inútil luchar contra el opresor. Simplemente enseñan que hay que corregir concepciones, examinar mejor la realidad, vincularse al pueblo, preparar mejor a los combatientes, eliminar el sectarismo y el divisionismo dentro del campo de la Revolución.
Para lograr todo eso, a la vez que de firmeza y fervor en el propósito de continuar el camino iniciado, hay que usar de frialdad y cálculo para superar los errores. Los líderes de 1965 cayeron pero la perspectiva queda señalada.
En estas páginas hemos querido hacer, a la vez que un sereno análisis, una invitación a vivir nuevas y fecundas experiencias.
[1] CIDA (Comité Interamericano de Desarrollo Agrícola). Tenencia de la tierra y desarrollo socio-económico del sector agrícola: Perú. Publicado por Unión Panamericana, Washington 1966, pág. 300.
[2] Instituto Nacional de Planificación, Dirección Nacional de Estadística y Censos. Primer Censo Nacional Agropecuario. Talleres Gráficos de la Dirección Nacional de Estadística y Censos, 1963.
[3] Recientemente, el gobierno peruano ba anunciado la expropiación de dieciocho fundos de la Cerro de Pasco, mediante el pago al contado de 21 millones de soles, y 26 millones en bonos de la reforma agraria. A cambio de esta operación, la Cerro ha recibido nuevas concesiones petroleras en el norte del país.
[4] CIDA. Op. cit. pág. 45.
[5] MALPICA, Carlos. Guerra a muerte al latifundio. Ediciones Voz Rebelde. Lima, 1964, pág. 56.
[6] Estudio hecho por el Instituto Nacional de Planificación a base de los datos del Censo Nacional de Población de 1961.
[7] Dirección Nacional de Estadística y Censos. Primer Censo Nacional Económico. Lima, 1963.
[8] Estudio hecho por el Instituto Nacional de Planificación a base de los datos del Censo Nacional de Población de 1961.
[9] Dirección Nacional de Estadística y Censos. VI Censo Nacional de Población, Tomo IV, Características Económicas. Lima, 1961.
[10] MATOS MAR, José. Dominación, desarrollos sociales y pluralismos en la sociedad y cultura peruana. En Perú Problema, selección de ensayos publicados por Francisco Moncloa Editores, Lima, 1968, pág. 38.
[11] Instituto de Investigaciones Económicas de la Universidad Federico Villarreal. Lima, 1967.
[12] Datos del Cuerpo Consultivo Interamericano sobre Fiscalización de Estupefacientes.
[13] Declaraciones del Dr. Benjamin Samamé en la Primera Conferencia sobre la Familia, la Infancia y la Juventud en el Desarrollo Nacional. Lima, 1967.
[14] Censo Parroquial de Lima, 1967.
[15] Datos de la Oficina Nacional de Planeamiento y Urbanismo. Lima, 1967.
[16] BOURRICAUD, Francois. Poder y sociedad en el Perú contemporáneo. Editorial SUR, Buenos Aires, 1967, pág. 124.
[17] Según señala Craig, “menos de una tercera parte de los campesinos que vivían en La Convención en 1965 eran oriundos de dicha provincia. Las dos terceras partes provenían de las provincias serranas de Urubamba, Calca, Anta, Acomayo y Apurímac, contiguas a La Convención". La estructura social era más o menos así: los hacendados; los yanaconas, que trabajan para éstos en condiciones de servidumbre; los arrendires, que sirven a los yanaconas en similares condiciones y, finalmente, los allegados y hasta los sub-allegados.
CRAIG, Wesley W. El movimiento campesino en La Convención, Perú. La dinámica de una organización campesina, pág. 9 y 12. Instituto de Estudios Peruanos. Lima. 1968.
[18] Ibid., pág. 13.
[19] Ibid., pág. 15.
[20] "La región denominada corrientemente como la "mancha india", comprendida por los departamentos de Ancash, Apurímac, Ayacucho, Cuzco, Huancavelica y Puno, en 1961 albergaba al 29% de la población total del país; de este porcentaje el 87% de los mayores de cinco años se comunicaba en una lengua indígena. La estructura de la ocupación de la región se destacaba porque el 69% de la población económicamente activa, se dedicaba a actividades agropecuarias, mientras que el promedio, en el resto del país, dedicado a estas ocupaciones era de 42%."
COTLER, Julio. La mecánica de la dominación interna y del cambio social en el Perú. Separata de América Latina. Centro Latino Americano de Investigaciones en Ciencias Sociales. Río de Janeiro 1968, Año 11, N? 1. Pág. 78.
[21] ALENCASTRE MONTUFAR, Gustavo. Informe sobre la situación económico social en Lauramarca. Lima, 1957. Copias mecanografiadas, pág. 63.
[22] Ibid., pág. 70.
[23] MATOS MAR, José y otros. Proyecto de estudio de: “Los movimientos campesinos en el Perú desde fines del siglo XVIII hasta nuestros días". Instituto de Estudios Peruanos. Lima, 1967. págs. 34 y 35.
[24] Censo Nacional de Población de 1961.
[25] Instituto Nacional de Planificación. Plan Sectorial de Educación. Lima, 1967. Pág. 2-11.
[26] Proyecciones de la Oficina Nacional Interuniversitaria de Planificación.
[28] Editorial del periódico “Revolución Peruana" (Organo del Frente de Izquierda Revolucionario, FIR). Lima, 25 de setiembre de 1962, pág. 3.
[29] BLANCO, Hugo. El camino de nuestra revolución. Ediciones Revolución Peruana. Lima, 1964. Pág. 50.
[30] Ibid., pág. 50.
[31] Ibid., pág. 31.
[32] Ibid., pág. 23.
[33] CIDA. Op. cit., pág. 397.
[34] Ibid., pág. 398.
[35] CASTRO POZO, Hildebrando. Nuestra comunidad indígena. Lima, 1938, pág. 205.
[36] Transcrito en : MERCADO, Rogger. Las guerrillas en el Perú. Fondo de Cultura Popular. Lima, 1967, pág. 164.
[37] Ibid., pág. 188.
[38] Ibid., pág. 129.
[39] Ibid., pág. 89.
[40] Entrevista de un miembro del Comité Central del MIR con la revista “Punto Final" de Santiago de Chile. Ibid., pág. 215.
[41] Primer parte de operaciones de la guerrilla “Túpac Amaru", escrito por Guillermo Lobatón. Ibid., pág. 153.
[42] Informe oficial del MIR publicado en su órgano clandestino “Voz Rebelde" N? 46, págs. 11 y 15.
[43] Ibid.
[44] Con este hecho se daba a conocer públicamente por primera vez la existencia del frente guerrillero “Javier Heraud" que mantenía actividad desde abril del mismo año.
[45] En este mismo sentido podemos mencionar el artículo de Américo Pumaruna: “Perú, revolución, insurrección, guerrillas", editado en el Perú por el grupo “Vanguardia Revolucionaria" en 1966.
[46] Puede que el objetivo del MIR haya sido formar aún más frentes guerrilleros. Sin embargo, no pudo cumplirlo por falta de medios.
[47] Conclusiones de la Asamblea del Comité Central del MIR extractadas en: MERCADO, Rogger. Op. cit., pág. 169.
[48] BLANCO, Hugo. Op. cit. pág. 63.
[49] Conclusiones de la Asamblea del Comité Central del MIR, extractadas en: MERCADO, Rogger. Op. cit. pág. 170.
[50] “El Guerrillero" № 2. 5 de setiembre de 1965.
[51] Transcrito en: MERCADO, Rogger. Op. cit., pág. 169.
[52] DEBRAY, Régis. ¿Revolución en la revolución? Fondo de Cultura Popular. Lima, 1968. Pág. 50.
[53] Ibid.
[54] HUBERMAN, Leo y SWEEZY, Paul. Debray: su fuerza y su debilidad. En: Monthly Review (selecciones en castellano) setiembre de 1968, pág. 11).
[55] Comunicado del MIR en: MERCADO, Rogger. Op. cit. pág. 58.
[56] VI Censo Nacional de Población. Tomo V.
[57] VILCHEZ AMESQUITA, Antonio. Ensayo monográfico de la provincia de La Mar. Empresa editorial Rímac. Lima, 1961.
[58] Ibid.
[59] PERRIN, Michel. La Tragédie du Haut-Amazone. Robert Noel París, 1956.
[60] Ibid, pág. 263.
[61] Según las supersticiones del lugar, los “pishtacos" son asesinos que comercian con grasa humana.
[62] Nosotros usábamos muy poco la palabra compañero o cama- rada. Se extendió espontáneamente por toda la zona el vocablo “hermano": dice más y está más cerca de la psicología campesina que vincula el amor y la amistad con los lazos familiares (el mejor amigo es siempre un pariente “espiritual"). Así, tal guerrillero era el hermano Fulano de Tal. Y para indagar si determinada persona era digna de confianza, preguntábamos si era hermano o no.
[63] "Mote": maíz cocido.
[64] La toma de Chapi, en que murieron los odiados hacendados Carrillo, se produjo el 25 de setiembre de 1965. Hasta hoy es materia de un proceso militar.
[65] La palabra Chinchibamba deriva de Chunchuypampa o pampa de “chunchos" (selvicolas).
ALENCASTRE MONTUFAR, Gustavo. Informe sobre la situación económico-social en Lauramarca. Copias mecanografiadas. Lima, 1967.
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