OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

FIGURAS Y ASPECTOS DE LA VIDA MUNDIAL I

   

  

LA ELECCION DE HINDENBURG*

 

¿Por qué ha sido elegido Paul von Hindenburg, presidente del Reich? Los factores de esta elec­ción son menos simples y más variados de lo que parecen. No es posible reducirlos a un factor úni­co: el sentimiento monárquico, conservador e imperialista del pueblo alemán. No; el juicio así formulado resulta demasiado sumario, demasia­do exclusivo, demasiado unilateral. La elección de Hindenburg no aparece absolutamente como un resultado lógico de la situación política de Alemania. En la victoria post-bélica del casi octo­genario mariscal de los lagos mazurianos, han intervenido elementos complejos y dispares que no se puede condensar en la sencilla fórmula del "resurgimiento del militarismo alemán". Para explicarse el cómo y el por qué de esta elec­ción, hay que revisar ordenada y sagazmente su proceso.

Hindenburg ha sido elegido en la segunda vo­tación. En la primera votación, efectuada hace más de un mes, el candidato de las derechas fue Jarres. Este candidato no obtuvo la unani­midad de los sufragios de la reacción. Ni el par­tido fascistas ni el partido popular bávaro le dieron su adhesión. Uno y otro exhibieron can­didatos propios. Pero esta secesión no impidió al electorado considerar a Jarres, sostenido por los dos grandes partidos conservadores, como el candidato de la monarquía. La candidatura fascista de Ludendorff, a quien Alemania reco­noce casi el mismo derecho que Hindenburg a los infructuosos laureles de la empresa bélica, fue, no obstante esta suprema benemerencia. la más negligible e insignificante de todas las can­didaturas. Además, sumados íntegramente, los votos de la reacción arrojaron un total inferior al de los votos de la república. Sobre veintiseis millones y medio de sufragios, doce millones to­caron a la monarquía, trece a la república y uno y medio al comunismo. El "sentimiento monárquico, conservador e imperialista" salió ba­tido de la votación. Los tres partidos de la república —demócrata, católico y socialista— que acudieron separadamente a las elecciones, alcan­zaron, en conjunto, la mayoría. Seguros de que el presidente no sería designado en la primera votación, cada uno quiso tener su candidato. Mas los tres estaban de acuerdo, en principio, acer­ca de la necesidad de un candidato común. ¿Por qué aplazaron este acuerdo? Ninguna cuestión esencial se oponía a la inmediata constitución de un frente único republicano; pero había siempre que eliminar algunas cuestiones adjeti­vas. Cada partido quería menager los intere­ses y las aspiraciones de su propia clientela electoral. Al partido socialista, por ejemplo, resuelto a sostener la candidatura de Marx, le convenía satisfacer en alguna forma al proletariado, ofreciéndole la impresión de trabajar hasta el último instante por la candidatura de un socialista.

La candidatura de Hindenburg se ha formado en el intermezzo de las dos votaciones. No ha sido una candidatura espontáneamente emer­gida, desde la primera hora, de una unánime co­rriente nacionalista, sino una candidatura labo­riosamente gastada en el mismo seno de la ex­periencia electoral. Antes de probar fortuna con el nombre de Hindenburg, las derechas probaron fortuna con el nombre de Jarres y con el nombre de Ludendorff. Antes de jugar la carta Hindenburg, jugaron la carta Jarres y la car­ta Ludendorff. Jarres era la carta del partido na­cional alemán y del partido popular (nacionalis­mo moderado y oportunista). Ludendorff era la carta del partido fascista (nacionalismo ultraís­ta, "racismo" incandescente). La candidatura Hindenburg ha emanado de un compromiso en­tre todas las tendencias y todos los matices del nacionalismo. Ha madurado al calor eventual de las circunstancias del combate, sugerida y plan­teada por una oportunista y sagaz estimación de las fuerzas electorales de la reacción. Se ha alzado sobre un minucioso cálculo de sus posi­bilidades, sobre un frío cómputo de sus venta­jas; no se ha alzado originariamente sobre una impetuosa marejada sentimental. La marejada sentimental ha venido después. Ha sido el éxi­to de la mise en scene de la candidatura. Los empresarios de la cándida e impoluta gloria del viejo mariscal han pescado a río revuelto la pre­sidencia del Imperio.

El Reichstag es el índice y el compendio de las fuerzas numéricas o electorales de los par­tidos alemanes. Expresa los resultados de una votación de hace pocos meses, más o menos confirmados por los de la votación presidencial de hace un mes. Y en el Reichstag la reacción está en minoría. El ministerio Luther reposa sobre el voto aleatorio del partido católico o sea de un partido del bloque republicano. El propio escrutinio de la victoria de Hindenburg no asig­na a la reacción una verdadera mayoría. Según ese escrutinio, Hindenburg ha obtenido el do-mingo un poco más de cuarentainueve por cien­to de los sufragios. No obstante la concurren­cia a la votación de una gran masa agnóstica y abstencionista, casi el cincuentaiuno por ciento de los electores se ha pronunciado por la repú­blica o por la revolución.

Los factores primarios de la elección de Hindenburg no son, pues, exclusivamente, de orden político. El bloque monárquico debe sus novecientos mil votos de mayoría sobre el bloque republicano a una violenta erección de la vieja sentimentalidad germana que ha movilizado ocasionalmente, detrás de las banderas de Hindenburg y del nacionalismo, a una gran cantidad de gente electoralmente neutra. Los debe al sufragio femenino, cuyo ensayo acredita que las mujeres, en su mayor parte, por su exigua o nula educación política, no son en la lucha contemporánea una fuerza renovadora sino una fuerza reaccionaria. Los debe, en fin, a la política comunista. A Marx le han hecho falta novecientos mil votos. El partido comunista habría podido darle más de un millón novecientos mil votos que, seguros de su minoría, conscientes de su acto, han sostenido intransigentemente, frente a la monarquía y frente a la república, a su propio candidato el comunista Thaelmann. Ni uno solo de estos votos habría favorecido individualmente a Hindenburg si la lucha hubiese quedado reducida a un duelo entre Hindenburg y Marx. Y, sin embargo, en la lucha tripartita, han decidido colectivamente el triunfo del candidato de la reacción. Los políticos de la república vituperan, acremente, por esta maniobra, a los políticos del comunismo. Y, seguramente, una parte de los mismos simpatizantes de la revolución, se ha negado en estas elecciones a seguir al comunismo. Lo indica la cifra de los votos comunistas. En las elecciones parlamentarias, en las cuales se trataba de enviar al parlamento el mayor número posible de diputados comunistas, el partido de la revolución recogió dos millones setecientos mil sufragios. En estas otras elecciones, en las cuales no se ha tratado de colocar en la presidencia del Reich a un comunista sino de realizar una demostración de fuerza y disciplina electorales, estos sufragios han sumado sólo un millón no­vecientos mil.

Este es uno de los aspectos de la reciente batalla electoral que, si se quiere desentrañar el sentido histórico de la crisis alemana, resul­ta indispensable analizar. Un observador super­ficial de la batalla declarará sin duda, absurda y errónea la posición comunista. Creerá encon­trarse ante la más inaudita incoherencia de la revolución. ¿Es concebible —se preguntará— que el comunismo, forzado a votar por la monar­quía o la república, haya votado virtualmente. por la monarquía? Toda la cuestión no está con-tenida ni planteada en la pregunta. Pero, de to­dos modos, bien se puede absolverla afirmativa-mente. Sí; es concebible, es perfectamente con­cebible que el voto negativo del comunismo, debilitando a la república, haya dado prácti­camente la razón a la monarquía. En In­glaterra podía y debía el diminuto partido comunista inglés votar en las elecciones por los candidatos del Labour Party. Le tocaba ahí al comunismo apurar el experimento guberna­mental del laborismo. En Alemania, el experi­mento gubernamental del socialismo se ha cum­plido ya. Y die Kommunistische Partei es una falanje organizada y poderosa que, en dos opor­tunidades, ha estado a punto de desencadenar la revolución. En Alemania, sobre todo, el go­bierno de la social-democracia mantenía en el ánimo de una gran parte de las masas las bea­tas ilusiones del sufragio universal. El partido socialista se enervaba en el poder. Esto no le habría importado al partido comunista dentro de un concepto demagógico de concurrencia electoral. Pero la política revolucionaria no pue­de regirse por esta clase de conceptos. A la po­lítica revolucionaria le importaba y le preocupa­ba el hecho de que el poder socialista enervase, con el partido y su burocracia, al grueso del pro­letariado. La política comunista, de otro lado, no hace diferencia, entre la monarquía y la república. Una concepción al mismo tiempo realista y mística de la historia la mueve a combatir con la misma energía a la reacción y a la democracia. Y, tal vez, hasta con más vehemen­cia polémica a ésta que a aquélla. Porque, mien­tras la reacción, en su empeño romántico de re-construir el pasado, socava el orden en cuya de­fensa insurge teóricamente, la democracia seduce con el miraje de la revolución y de la reforma a una parte de las muchedumbres y de los hombres que desean crear un orden nuevo. La reacción, atacando y negando los mitos de la democracia, reanima la beligerancia y la com­batividad del socialismo y aún del liberalismo, que en el poder se relajan y se desfibran.

No cabe dentro de los límites de mi artícu­lo una prolija exposición de esta compleja teo­ría, esbozada por mí otras veces. A este artícu­lo no le corresponde ni le preocupa más que fi­jar las reales proporciones y esclarecer los ver­daderos agentes de la victoria de Hindenburg. Que es una victoria de la reacción, claro está; pero victoria incompleta todavía. La reacción ha conquistado la presidencia de la república tudes­ca; pero no ha conquistado aún el poder. La de­mocracia conserva intactas sus posiciones en el parlamento. Y bien puede acontecer que al reac­cionario Hindenburg le toque gobernar con los fautores de la democracia como al socialista Ebert le tocó gobernar con no pocos fautores de la reacción.

Hindenburg, por otra parte, representa asaz atenuada y mediocremente el espíritu de la reac­ción. Este octogenario Lohengrin de la vieja Ale­mania tiene un ánimo menos marcial y agresivo de lo que su oficio y su novela inducen a imagi­nar. Lloyd George ha exagerado ciertamente cuando lo ha definido como un anciano tranquilo con muy pocas ganas de meterse en tremen­das aventuras. Pero, en principio, ha enfocado bien al hombre del día. Hindenburg tiene el aire de un viejo burgrave sedentario, protestante, pacífico y un poco reumático. No se sabe, por ejemplo, lo que piense Hindenburg del "racis­mo" de Ludendorff; pero, si piensa algo, me parece que no debe exceder los límites de lo que puede pensar cualquier inocuo burgués de Han­nover. Carece Hindenburg de estilo y de relieves fascistas. Nada denuncia en él al caudillo. Su biografía que, sin el episodio bélico, sería una biografía opaca, es la de un personaje de senci­llos contornos. Hindenburg no es un leader. No es un conductor. Es un militar obediente, conser­vador, monarquista, casado. Como a todos los alemanes le gusta la cerveza y el ganso asado. En su casa existe seguramente una efigie de Federico el Grande. Tiene 77 años de edad, tem­peramento frío y reservado y muchos y muy gloriosos años de servicio en el ejército del Em­perador y del Imperio. Ahora, en atención a estos méritos, sus compatriotas lo han elegido Pre­sidente de la República. He ahí todo el hom­bre y he ahí también todo el episodio.

 


 

NOTA:

 

* Publicado en Variedades, Lima, 2 de Marzo de 1925.