¿Cómo se plantea, en nuestra época, la cuestión del regionalismo? En algunos departamentos, sobre todo en los del sur, es demasiado evidente la existencia de un sentimiento regionalista. Pero las aspiraciones regionalistas son imprecisas, indefinidas; no se concretan en categóricas y vigorosas reivindicaciones. El regionalismo no es en el Perú un movimiento, una corriente, un programa. No es sino la expresión vaga de un malestar y de un descontento.
Esto tiene su explicación en nuestra realidad económica y social y en nuestro
proceso histórico. La cuestión del regionalismo se plantea, para nosotros, en
términos nuevos. No podemos ya conocerla y estudiarla con la ideología
jacobina o radicaloide del siglo XIX.
Me parece que nos pueden orientar en la exploración del tema del regionalismo
las siguientes proposiciones:
1ª- La polémica entre federalistas y centralistas, es una polémica superada y anacrónica como la controversia entre conservadores y liberales. Teórica y prácticamente la lucha se desplaza del plano exclusivamente político a un plano social y económico. A la nueva generación no le preocupa en nuestro régimen lo formal -el mecanismo administrativo- sino lo substancial -la estructura económica.
2ª- El federalismo no aparece en nuestra historia como una reivindicación popular, sino más bien como una reivindicación del gamonalismo y de su clientela. No la formulan las masas indígenas. Su proselitismo no desborda los límites de la pequeña burguesía de las antiguas ciudades coloniales.
3ª- El centralismo se apoya en el caciquismo y el gamonalismo regionales, dispuestos, intermitentemente, a sentirse o decirse federalistas. La tendencia federalista recluta sus adeptos entre los caciques o gamonales en desgracia ante el poder central.
4ª- Uno de los vicios de nuestra organización política es, ciertamente, su centralismo. Pero la solución no reside en un federalismo de raíz e inspiración feudales. Nuestra organización política y económica necesita ser íntegramente revisada y transformada.
5ª- Es difícil definir y demarcar en el Perú regiones existentes históricamente como tales. Los departamentos descienden de las artificiales intendencias del Virreinato. No tienen por consiguiente una tradición ni una realidad genuinamente emanadas de la gente y la historia peruanas.
La idea federalista no muestra en nuestra historia raíces verdaderamente profundas. El único conflicto ideológico, el único contraste doctrinario de la primera media centuria de la República es el de conservadores y liberales, en el cual no se percibe la oposición entre la capital y las regiones sino el antagonismo entre los encomenderos o latifundistas, descendientes de la feudalidad y la aristocracia coloniales, y el demos mestizo de las ciudades, heredero de la retórica liberal de la Independencia. Esta lucha trasciende, naturalmente, al sistema administrativo. La Constitución conservadora de Huancayo, suprimiendo los municipios, expresa la posición del conservantismo ante la idea del self government. Pero, así para los conservadores como para los liberales de entonces, la centralización o la descentralización administrativa no ocupa el primer plano de la polémica. Posteriormente, cuando los antiguos "encomenderos" y aristócratas, unidos a algunos comerciantes enriquecidos por los contratos y negocios con el Estado, se convierten en clase capitalista, y reconocen que el ideario liberal se conforma más con los intereses y las necesidades del capitalismo que el ideario aristocrático, la descentralización encuentra propugnadores más o menos platónicos lo mismo en uno que en otro de los dos bandos políticos. Conservadores o liberales, indistintamente, se declaran relativamente favorables o contrarios a la descentralización. Es cierto que, en este nuevo período, el conservantismo y el liberalismo, que ya no se designan siquiera con estos nombres, no corresponden tampoco a los mismos impulsos de clase (Los ricos en ese curioso período, devienen un poco liberales; las masas se vuelven, por el contrario, un poco conservadoras).
Mas, de toda suerte, el caso es que el caudillo civilista Manuel Pardo, bosqueja una política descentralizadora con la creación en 1873 de los concejos departamentales y que, años más tarde, el caudillo demócrata Nicolás de Piérola –político y estadista de mentalidad y espíritu conservadores, aunque, en apariencia insinúen lo contrario sus condiciones de agitador y demagogo–, inscribe o acepta en la "declaración de principios" de su partido la siguiente tesis: "Nuestra diversidad de razas, lenguas, clima y territorio, no menos que el alejamiento entre nuestros centros de población, reclaman desde luego, como medio de satisfacer nuestras necesidades de hoy y de mañana, el establecimiento de la forma federativa; pero en las condiciones aconsejadas por la experiencia de ese régimen en pueblos semejantes al nuestro y por las peculiares del Perú" (1).
Después del 95 las declaraciones anticentralistas se multiplican. El partido liberal de Augusto Durand se pronuncia a favor de la forma federal. El partido radical no ahorra ataques ni críticas al centralismo. Y hasta aparece, de repente, como por ensalmo, un partido federal. La tesis centralista resulta entonces exclusivamente sostenida por los civilistas que en 1873 se mostraron inclinados a actuar una política descentralizadora.
Pero toda ésta era una especulación teórica. En realidad, los partidos no sentían urgencia de liquidar el centralismo. Los federalistas sinceros, además de ser muy pocos, distribuidos en diversos partidos, no ejercían influencia efectiva sobre la opinión. No representaban un anhelo popular. Piérola y el partido demócrata, habían gobernado varios años. Durand y sus amigos habían compartido con los demócratas, durante algún tiempo, los honores y las responsabilidades del poder. Ni los unos ni los otros se habían ocupado, en esa oportunidad, del problema del régimen ni de reformar la Constitución.
El partido liberal, después del deceso del precario partido federal y de la disolución espontánea del radicalismo gonzález-pradista, sigue agitando la bandera del federalismo. Durand se da cuenta de que la idea federalista –que en el partido demócrata se había agotado en una platónica y mesurada declaración escrita–, puede servirle al partido liberal para robustecer su fuerza en provincias, atrayéndole a los elementos enemistados con el poder central. Bajo, o mejor dicho, contra el gobierno de José Pardo, publica un manifiesto federalista. Pero su política ulterior demuestra, demasiado claramente, que el partido liberal no obstante su profesión de fe federalista, sólo esgrime la idea de la federación con fines de propaganda. Los liberales forman parte del ministerio y de la mayoría parlamentaria durante el segundo gobierno de Pardo. Y no muestran, ni como ministros ni como parlamentarios, ninguna intención de reanudar la batalla federalista.
También Billinghurst –acaso con más apasionada convicción que otros políticos que usaban esta plataforma– quería la descentralización. No se le puede reprochar, como a los demócratas y los liberales, su olvido de este principio en el poder: su experimento gubernamental fue demasiado breve. Pero, objetiva e imparcialmente, no se puede tampoco dejar de constatar que con Billinghurst llegó a la presidencia un enemigo del centralismo sin ningún beneficio para la campaña anticentralista.
A primera vista les parecerá a algunos que esta rápida revisión de la actitud de los partidos peruanos frente al centralismo, prueba que, sobre todo, de la fecha de la declaración de principios del partido demócrata a la del manifiesto federalista del doctor Durand, ha habido en el Perú una efectiva y definida corriente federalista. Pero sería contentarse con la apariencia de las cosas. Lo que prueba, realmente, esta revisión, es que la idea federalista no ha suscitado ni ardorosas y explícitas resistencias ni enérgicas y apasionadas adhesiones. Ha sido un lema o un principio sin valor y sin eficacia para, por sí solo, significar el programa de un movimiento o de un partido.
Esto no convalida ni recomienda absolutamente el centralismo burocrático. Pero evidencia que el regionalismo difuso del sur del Perú no se ha concretado, hasta hoy, en una activa e intensa afirmación federalista.
A todos los observadores agudos de nuestro proceso histórico, cualquiera que sea su punto de vista particular, tiene que parecerles igualmente evidente el hecho de que las preocupaciones actuales del pensamiento peruano no son exclusivamente políticas –la palabra "política" tiene en este caso la acepción de "vieja política" o "política burguesa"– sino, sobre todo, sociales y económicas. El "problema del indio", la "cuestión agraria" interesan mucho más a los peruanos de nuestro tiempo que el "principio de autoridad", la "soberanía popular", el "sufragio universal", la "soberanía de la inteligencia" y demás temas del diálogo entre liberales y conservadores. Esto no depende de que la mentalidad política de las anteriores generaciones fuese más abstractista, más filosófica, más universal; y de que diversa u opuestamente, la mentalidad política de la generación contemporánea sea -como es- más realista, más peruana. Depende de que la polémica entre liberales y conservadores se inspiraba, de ambos lados, en los intereses y en las aspiraciones de una sola clase social. La clase proletaria carecía de reivindicaciones y de ideología propias. Liberales y conservadores consideraban al indio desde su plano de clase superior y distinta. Cuando no se esforzaban por eludir o ignorar el problema del indio, se empeñaban en reducirlo a un problema filantrópico o humanitario. En esta época, con la aparición de una ideología nueva que traduce los intereses y las aspiraciones de la masa –la cual adquiere gradualmente conciencia y espíritu de clase–, surge una corriente o una tendencia nacional que se siente solidaria con la suerte del indio. Para esta corriente, la solución del problema del indio es la base de un programa de renovación o reconstrucción peruana. El problema del indio cesa de ser, como en la época del diálogo de liberales y conservadores, un tema adjetivo o secundario. Pasa a representar el tema capital.
He aquí, justamente, uno de los hechos que, contra lo que suponen e insinúan superficiales y sedicentes nacionalistas, demuestran que el programa que se elabora en la conciencia de esta generación es mil veces más nacional que el que, en el pasado, se alimentó únicamente de sentimientos y supersticiones aristocráticas o de conceptos y fórmulas jacobinas. Un criterio que sostiene la supremacía del problema del indio, es simultáneamente muy humano y muy nacional, muy idealista y muy realista. Y su arraigo en el espíritu de nuestro tiempo está demostrado por la coincidencia entre la actitud de sus propugnadores de dentro y el juicio de sus críticos de fuera. Eugenio d'Ors, verbigracia. Este profesor español cuyo pensamiento es tan estimado y aun superestimado por quienes en el Perú identifican nacionalismo y conservantismo, ha escrito con motivo del centenario de Bolivia: "En ciertos pueblos americanos especialmente, creo ver muy claro cuál debe ser, es, la justificación de la independencia, según la ley del Buen Servicio; cuáles son, cuáles deben ser el trabajo, la tarea, la obra, la misión. Creo, por ejemplo, verlos de este modo en su país. Bolivia tiene, como tiene el Perú, como tiene Méjico, un gran problema local -que significa a la vez, un gran problema universal-. Tiene el problema del indio; el de la situación del indio ante la cultura. ¿Qué hacer con esta raza? Se sabe que ha habido, tradicionalmente, dos métodos opuestos. Que el método sajón ha consistido en hacerla retroceder, en diezmarla, en, lentamente, exterminarla. El método español, al contrario, intentó la aproximación, la redención, la mezcla. No quiero decir ahora cuál de los dos métodos debe preferirse. Lo que hay que establecer con franca entereza es la obligación de trabajar con uno o con el otro de ellos. Es la imposibilidad moral de contentarse con una línea de conducta que esquive simplemente el problema, y tolere la existencia y pululación de los indios al lado de la población blanca, sin preocuparse de su situación, más que en el sentido de aprovecharla –egoísta, avara, cruelmente– para las miserables faenas obscuras de la fatiga y la domesticidad" (2).
No me parece esta la ocasión de contradecir el concepto de Eugenio d'Ors sobre la oposición, respecto del indio, entre el presunto humanitarismo del método español y la implacable voluntad de exterminio del método sajón (Probablemente para Eugenio d'Ors el método español está representado por el generoso espíritu del padre de Las Casas y no por la política de la conquista y del virreinato totalmente impregnada de prejuicios adversos no sólo al indio sino hasta al mestizo). En la opinión de Eugenio d'Ors no quiero señalar más que un testimonio reciente de la igualdad con que interpretan el mensaje de la época los agonistas iluminados y los espectadores inteligentes de nuestro drama histórico.
Admitida la prioridad del debate del "problema del indio" y de la "cuestión agraria" sobre cualquier debate relativo al mecanismo del régimen más que a la estructura del Estado, resulta absolutamente imposible considerar la cuestión del regionalismo o, más precisamente, de la descentralización administrativa, desde puntos de vista no subordinados a la necesidad de solucionar de manera radical y orgánica los dos primeros problemas. Una descentralización, que no se dirija hacia esta meta, no merece ya ser ni siquiera discutida.
Y bien, la descentralización en sí misma, la descentralización como reforma simplemente política y administrativa, no significaría ningún progreso en el camino de la solución del "problema indio" y del "problema de la tierra", que, en el fondo, se reducen a un único problema. Por el contrario, la descentralización, actuada sin otro propósito que el de otorgar a las regiones o a los departamentos una autonomía más o menos amplia, aumentaría el poder del gamonalismo contra una solución inspirada en el interés de las masas indígenas. Para adquirir esta convicción, basta preguntarse qué casta, qué categoría, qué clase se opone a la redención del indio. La respuesta no puede ser sino una y categórica: el gamonalismo, el feudalismo, el caciquismo. Por consiguiente, ¿cómo dudar de que una administración regional de gamonales y de caciques, cuanto más autónoma tanto más sabotearía y rechazaría toda efectiva reivindicación indígena?
No caben ilusiones. Los grupos, las capas sanas de las ciudades no conseguirían prevalecer jamás contra el gamonalismo en la administración regional. La experiencia de más de un siglo es suficiente para saber a qué atenerse respecto a la posibilidad de que, en un futuro cercano, llegue a funcionar en el Perú un sistema democrático que asegure, formalmente al menos, la satisfacción del principio jacobino de la "soberanía popular". Las masas rurales, las comunidades indígenas, en todo caso, se mantendrían extrañas al sufragio y a sus resultados. Y, en consecuencia, aunque no fuera sino porque los ausentes no tienen nunca razón -"les absents ont toujour tort"-, los organismos y los poderes que se crearían "electivamente", pero sin su voto, no podrían ni sabrían hacerles nunca justicia. ¿Quién tiene la ingenuidad de imaginarse a las regiones -dentro de su realidad económica y política presente- regidas por el "sufragio universal"?
Tanto el sistema de "concejos departamentales" del Presidente Manuel Pardo como la república federal preconizada en los manifiestos de Augusto Durand y otros asertores de la federación, no han representado ni podían representar otra cosa que una aspiración del gamonalismo. Los "concejos departamentales", en la práctica, transferían a los caciques del departamento una suma de funciones que detenta el poder central. La república federal, aproximadamente, habría tenido la misma función y la misma eficacia.
Tienen plena razón las regiones, las provincias, cuando condenan el centralismo, sus métodos y sus instituciones. Tienen plena razón cuando denuncian una organización que concentra en la capital la administración de la república. Pero no tienen razón absolutamente cuando, engañadas por un miraje, creen que la descentralización bastaría para resolver sus problemas esenciales. El gamonalismo dentro de la república central y unitaria, es el aliado y el agente de la capital en las regiones y en las provincias. De todos los defectos, de todos los vicios del régimen central, el gamonalismo es solidario y responsable. Por ende, si la descentralización no sirve sino para colocar, directamente, bajo el dominio de los gamonales, la administración regional y el régimen local, la sustitución de un sistema por otro no aporta ni promete el remedio de ningún mal profundo.
Luis E. Valcárcel está en el empeño de demostrar "la supervivencia del Inkario sin el Inka". He ahí un estudio más trascendente que el de los superados temas de la vieja política. He ahí también un tema que confirma la aserción de que las preocupaciones de nuestra época no son superficial y exclusivamente políticas, sino, principalmente, económicas y sociales. El empeño de Valcárcel toca en lo vivo de la cuestión del indio y de la tierra. Busca la solución no en el gamonalismo sino en el "ayllu".
Llegamos a uno de los problemas sustantivos del regionalismo: la definición de las regiones. Me parece que nuestros regionalistas de antiguo tipo no se lo han planteado nunca seria y realísticamente, omisión que acusa el abstractismo y la superficialidad de sus tesis. Ningún regionalista inteligente pretenderá que las regiones están demarcadas por nuestra organización política, esto es que las "regiones" son los "departamentos". El departamento es un término político que no designa una realidad y menos aún una unidad económica e histórica. El departamento, sobre todo, es una convención que no corresponde sino a una necesidad o un criterio funcional del centralismo. Y no concibo un regionalismo que condene abstractamente el régimen centralista sin objetar concretamente su peculiar división territorial. El regionalismo se traduce lógicamente en federalismo. Se precisa, en todo caso, en una fórmula concreta de descentralización. Un regionalismo que se contente con la autonomía municipal no es un regionalismo propiamente dicho. Como escribe Herriot, en el capítulo que en su libro Crear dedica a la reforma administrativa, "el regionalismo superpone al departamento y a la comuna un órgano nuevo: la región" (3).
Pero este órgano no es nuevo sino como órgano político y administrativo. Una región no nace del Estatuto político de un Estado. Su biología es más complicada. La región tiene generalmente raíces más antiguas que la nación misma. Para reivindicar un poco de autonomía de ésta, necesita precisamente existir como región. En Francia nadie puede contestar el derecho de la Provenza, de la Alsacia, Lorena, de la Bretaña, etc., a sentirse y llamarse regiones. No hablemos de España, donde la unidad nacional es menos sólida, ni de Italia, donde es menos vieja. En España y en Italia las regiones se diferencian netamente por la tradición, el carácter, la gente y hasta la lengua.
El Perú según la geografía física, se divide en tres regiones: la costa, la sierra y la montaña (En el Perú lo único que se halla bien definido es la naturaleza). Y esta división no es sólo física. Trasciende a toda nuestra realidad social y económica. La montaña, sociológica y económicamente, carece aún de significación. Puede decirse que la montaña, o mejor dicho la floresta, es un dominio colonial del Estado Peruano. Pero la costa y la sierra, en tanto, son efectivamente las dos regiones en que se distingue y separa, como el territorio, la población (4). La sierra es indígena; la costa es española o mestiza (como se prefiera calificarla, ya que las palabras "indígena" y "española" adquieren en este caso una acepción muy amplia). Repito aquí lo que escribí en un artículo sobre un libro de Valcárcel: "La dualidad de la historia y del alma peruanas, en nuestra época, se precisa como un conflicto entre la forma histórica que se elabora en la costa y el sentimiento indígena que sobrevive en la sierra hondamente enraizado en la naturaleza. El Perú actual es una formación costeña. La actual peruanidad se ha sedimentado en la tierra baja. Ni el español ni el criollo supieron ni pudieron conquistar los Andes. En los Andes, el español no fue nunca sino un pioneer o un misionero. El criollo lo es también hasta que el ambiente andino extingue en él al conquistador y crea, poco a poco, un indígena" (5).
La raza y la lengua indígenas, desalojadas de la costa por la gente y la lengua españolas, aparecen hurañamente refugiadas en la sierra. Y por consiguiente en la sierra se conciertan todos los factores de una regionalidad si no de una nacionalidad. El Perú costeño, heredero de España y de la conquista, domina desde Lima al Perú serrano; pero no es demográfica y espiritualmente asaz fuerte para absorberlo. La unidad peruana está por hacer; y no se presenta como un problema de articulación y convivencia, dentro de los confines de un Estado único, de varios antiguos pequeños estados o ciudades libres. En el Perú el problema de la unidad es mucho más hondo, porque no hay aquí que resolver una pluralidad de tradiciones locales o regionales sino una dualidad de raza, de lengua y de sentimiento, nacida de la invasión y conquista del Perú autóctono por una raza extranjera que no ha conseguido fusionarse con la raza indígena ni eliminarla ni absorberla.
El sentimiento regionalista, en las ciudades o circunscripciones donde es más profundo, donde no traduce sólo un simple descontento de una parte del gamonalismo, se alimenta evidente, aunque inconscientemente, de ese contraste entre la costa y la sierra. El regionalismo cuando responde a estos impulsos, más que un conflicto entre la capital y las provincias, denuncia el conflicto entre el Perú costeño y español y el Perú serrano e indígena.
Pero, definidas así las regionalidades, o mejor dicho, las regiones, no se avanza nada en el examen concreto de la descentralización. Por el contrario, se pierde de vista esta meta, para mirar a una mucho mayor. La sierra y la costa, geográfica y sociológicamente son dos regiones; pero no pueden serlo política y administrativamente. Las distancias interandinas son mayores que las distancias entre la sierra y la costa. El movimiento espontáneo de la economía peruana trabaja por la comunicación trasandina. Solicita la preferencia de las vías de penetración sobre las vías longitudinales. El desarrollo de los centros productores de la sierra depende de la salida al mar. Y todo programa positivo de descentralización tiene que inspirarse, principalmente, en las necesidades y en las direcciones de la economía nacional. El fin histórico de una descentralización no es secesionista sino, por el contrario, unionista. Se descentraliza no para separar y dividir a las regiones sino para asegurar y perfeccionar su unidad dentro de una convivencia más orgánica y menos coercitiva. Regionalismo no quiere decir separatismo.
Estas constataciones conducen, por tanto, a la conclusión de que el carácter impreciso y nebuloso del regionalismo peruano y de sus reivindicaciones no es sino una consecuencia de la falta de regiones bien definidas.
Uno de los hechos que más vigorosamente sostienen y amparan esta tesis me parece el hecho de que el regionalismo no sea en ninguna parte tan sincera y profundamente sentido como en el Sur y, más precisamente, en los departamentos del Cuzco, Arequipa, Puno y Apurímac. Estos departamentos constituyen la más definida y orgánica de nuestras regiones. Entre estos departamentos el intercambio y la vinculación mantienen viva una vieja unidad: la heredada de los tiempos de la civilización inkaica. En el sur, la "región" reposa sólidamente en la piedra histórica. Los Andes son sus bastiones.
El sur es fundamentalmente serrano. En el sur, la costa se estrecha. Es una exigua y angosta faja de tierra, en la cual el Perú costeño y mestizo no ha podido asentarse fuertemente. Los Andes avanzan hacia el mar convirtiendo la costa en una estrecha cornisa. Por consiguiente, las ciudades no se han formado en la costa sino en la sierra. En la costa del sur no hay sino puertos y caletas. El sur ha podido conservarse serrano, si no indígena, a pesar de la conquista, del virreinato y de la república.
Hacia el norte, la costa se ensancha. Deviene, económica y demográficamente, dominante. Trujillo, Chiclayo, Piura son ciudades de espíritu y tonalidad españoles. El tráfico entre estas ciudades y Lima es fácil y frecuente. Pero lo que más las aproxima a la capital es la identidad de tradición y de sentimiento.
En un mapa del Perú, mejor que en cualquier confusa o abstracta teoría, se encuentra así explicado el regionalismo peruano.
El régimen centralista divide el territorio nacional en departamentos; pero acepta o emplea, a veces, una división más general; la que agrupa los departamentos en tres grupos: Norte, Centro y Sur. La Confederación Perú-Boliviana de Santa Cruz seccionó el Perú en dos mitades. No es, en el fondo, más arbitraria y artificial que esa demarcación la de la república centralista. Bajo la etiqueta de Norte, Sur y Centro se reúne departamentos o provincias que no tienen entre sí ningún contacto. El término "región" aparece aplicado demasiado convencionalmente.
Ni el Estado ni los partidos han podido nunca, sin embargo, definir de otro modo las regiones peruanas. El partido demócrata, a cuyo federalismo teórico ya me he referido, aplicó su principio federalista en su régimen interior, colocando el comité central sobre tres comités regionales, el del norte, el del centro y el del sur (Del federalismo de este partido se podría decir que fue un federalismo de uso interno). Y la reforma constitucional de 1919, al instituir los congresos regionales, sancionó la misma división.
Pero esta demarcación como la de los departamentos, corresponde característica y exclusivamente a un criterio centralista. Es una opinión o una tesis centralista. Los regionalistas no pueden adoptarla sin que su regionalismo aparezca apoyado en premisas y conceptos peculiares de la mentalidad metropolitana. Todas las tentativas de descentralización han adolecido, precisamente, de este vicio original.
Las formas de descentralización ensayadas en la historia de la república han adolecido del vicio original de representar una concepción y un diseño absolutamente centralistas. Los partidos y los caudillos han adoptado varias veces, por oportunismo, la tesis de la descentralización. Pero, cuando han intentado aplicarla, no han sabido ni han podido moverse fuera de la práctica centralista.
Esta gravitación centralista se explica perfectamente. Las aspiraciones regionalistas no constituían un programa concreto, no proponían un método definitivo de descentralización o autonomía, a consecuencia de traducir, en vez de una reivindicación popular, un sentimiento feudalista. Los gamonales no se preocupaban sino de acrecentar su poder feudal. El regionalismo era incapaz de elaborar una fórmula propia. No acertaba, en el mejor de los casos, a otra cosa que a balbucear la palabra federación. Por consiguiente, la fórmula de descentralización resultaba un producto típico de la capital.
La capital no ha defendido nunca con mucho ardimiento ni con mucha elocuencia, en el terreno teórico, el régimen centralista; pero, en el campo práctico, ha sabido y ha podido conservar intactos sus privilegios. Teóricamente no ha tenido demasiada dificultad para hacer algunas concesiones a la idea de la descentralización administrativa. Pero las soluciones buscadas a este problema han estado vaciadas siempre en los moldes del criterio y del interés centralistas.
Como el primer ensayo efectivo de descentralización se clasifica el experimento de los concejos departamentales instituidos por la ley de municipalidades de 1873 (El experimento federalista de Santa Cruz, demasiado breve, queda fuera de este estudio, más que por su fugacidad, por su carácter de concepción supranacional impuesta por un estadista cuyo ideal era, fundamentalmente, la unión del Perú y Bolivia).
Los concejos departamentales de 1873 acusaban no sólo en su factura sino en su inspiración, su espíritu centralista. El modelo de la nueva institución había sido buscado en Francia, esto es en la nación del centralismo a ultranza.
Nuestros legisladores pretendieron adaptar al Perú, como reforma descentralizadora, un sistema del estatuto de la Tercera República, que nacía tan manifiestamente aferrada a los principios centralistas del Consulado y del Imperio.
La reforma del 73 aparece como un diseño típico de descentralización centralista. No significó una satisfacción a precisas reivindicaciones del sentimiento regional. Antes bien, los concejos departamentales contrariaban o desahuciaban todo regionalismo orgánico, puesto que reforzaban la artificial división política de la república en departamentos o sea en circunscripciones mantenidas en vista de las necesidades del régimen centralista.
En su estudio sobre el régimen local, Carlos Concha pretende que "la organización dada a estos cuerpos, calcada sobre la ley francesa de 1871, no respondía a la cultura política de la época" (6). Este es un juicio específicamente civilista sobre una reforma civilista también. Los concejos departamentales fracasaron por la simple razón de que no correspondían absolutamente a la realidad histórica del Perú. Estaban destinados a transferir al gamonalismo regional una parte de las obligaciones del poder central, la enseñanza primaria y secundaria, la administración de justicia, el servicio de gendarmería y guardia civil. Y el gamonalismo regional no tenía en verdad mucho interés en asumir todas sus obligaciones, aparte de no tener ninguna aptitud para cumplirlas. El funcionamiento y el mecanismo del sistema eran además, demasiado complicados. Los concejos constituían una especie de pequeños parlamentos elegidos por los colegios electorales de cada departamento e integrados de las municipalidades provinciales. Los grandes caciques vieron naturalmente en estos parlamentos una máquina muy embrollada. Su interés reclamaba una cosa más sencilla en su composición y en su manejo. ¿Qué podía importarles, de otro lado, la instrucción pública? Estas preocupaciones fastidiosas estaban buenas para el poder central. Los concejos departamentales no descansaban, por tanto, ni en el pueblo, extraño al juego político, sobre todo en las masas campesinas, ni en los señores feudales y en sus clientelas. La institución resultaba completamente artificial.
La guerra del 79 decidió la liquidación del experimento. Pero los concejos departamentales estaban ya fracasados. Prácticamente se había ya comprobado en sus cortos años de vida, que no podían absolver su misión. Cuando pasada la guerra, se sintió la necesidad de reorganizar la administración no se volvió los ojos a la ley del 73.
La ley del 86, que creó las juntas departamentales, correspondió sin embargo, a la misma orientación. La diferencia estaba en que esta vez el centralismo formalmente se preocupaba mucho menos de una descentralización de fachada. Las juntas funcionaron hasta el 93 bajo la presidencia de los prefectos. En general, estaban subordinadas totalmente a la autoridad del poder central.
Lo que realmente se proponía esta apariencia de descentralización no era el establecimiento de un régimen gradual de autonomía administrativa de los departamentos. El Estado no creaba las juntas para atender aspiraciones regionales. De lo que se trataba era de reducir o suprimir la responsabilidad del poder central en el reparto de los fondos disponibles para la instrucción y la vialidad. Toda la administración continuaba rígidamente centralizada. A los departamentos no se les reconocía más independencia administrativa que la que se podría llamar la autonomía de su pobreza. Cada departamento debía conformarse, sin fastidio para el poder central, con las escuelas que le consintiese sostener y los caminos que lo autorizase a abrir o reparar el producto de algunos arbitrios. Las juntas departamentales no tenían más objeto que la división por departamentos del presupuesto de instrucción y de obras públicas.
La prueba de que esta fue la verdadera significación de las juntas departamentales nos la proporciona el proceso de su decaimiento y abolición. A medida que la hacienda pública convaleció de las consecuencias de la guerra del 79, el poder central comenzó a reasumir las funciones encargadas a las juntas departamentales. El gobierno tomó íntegramente en sus manos la instrucción pública. La autoridad del poder central creció en proporción al desarrollo del presupuesto general de la república. Las entradas departamentales empezaron a representar muy poca cosa al lado de las entradas fiscales. Y, como resultado de este desequilibrio, se fortaleció el centralismo. Las juntas departamentales, reemplazadas por el poder central en las funciones que precariamente les habían sido confiadas, se atrofiaron progresivamente. Cuando ya no les quedaba sino una que otra atribución secundaria de revisión de los actos de los municipios y una que otra función burocrática en la administración departamental, se produjo su supresión.
La reforma constitucional del 19 no pudo abstenerse de dar una satisfacción, formal al menos, al sentimiento regionalista. La más trascendente de sus medidas descentralizadoras -la autonomía municipal- no ha sido hasta ahora aplicada. Se ha incorporado en la Constitución del Estado el principio de la autonomía municipal. Pero en el mecanismo y en la estructura del régimen local no se ha tocado nada. Por el contrario, se ha retrogradado. El gobierno nombra las municipalidades.
En cambio se ha querido experimentar, sin demora, el sistema de los congresos regionales. Estos parlamentos del norte, el centro y el sur, son una especie de hijuelas del parlamento nacional. Se incuban en el mismo período y en la misma atmósfera eleccionaria. Nacen de la misma matriz y en la misma fecha. Tienen una misión de legislación subsidiaria y adjetiva. Sus propios autores están ya seguramente convencidos de que no sirven de nada. Seis años de experiencia bastan para juzgarlos, en última instancia, como una parodia absurda de descentralización.
No hacía falta, en realidad, esta prueba para saber a qué atenerse respecto a su eficacia. La descentralización a que aspira el regionalismo no es legislativa sino administrativa. No se concibe la existencia de una dieta o parlamento regional sin un correspondiente órgano ejecutivo. Multiplicar las legislaturas no es descentralizar.
Los congresos regionales no han venido siquiera a descongestionar el congreso nacional. En las dos cámaras se sigue debatiendo menudos temas locales.
El problema, en suma, ha quedado íntegramente en pie.
He examinado la teoría y la práctica del viejo regionalismo. Me toca formular mis puntos de vista sobre la descentralización y concretar los términos en que, a mi juicio, se plantea, para la nueva generación, este problema.
La primera cosa que conviene esclarecer es la solidaridad o el compromiso a que gradualmente han llegado el gamonalismo regional y el régimen centralista. El gamonalismo pudo manifestarse más o menos federalista y anticentralista, mientras se elaboraba o maduraba esta solidaridad. Pero, desde que se ha convertido en el mejor instrumento, en el más eficaz agente del régimen centralista, ha renunciado a toda reivindicación desagradable a sus aliados de la capital.
Cabe declarar liquidada la antigua oposición entre centralistas y federalistas de la clase dominante, oposición que, como he remarcado en el curso de mi estudio, no asumió nunca un carácter dramático. El antagonismo teórico se ha resuelto en un entendimiento práctico. Sólo los gamonales en disfavor ante el poder central se muestran propensos a una actitud regionalista que, por supuesto, están resueltos a abandonar apenas mejore su fortuna política.
No existe ya, en primer plano, un problema de forma de gobierno. Vivimos en una época en que la economía domina y absorbe a la política de un modo demasiado evidente. En todos los pueblos del mundo, no se discute y revisa ya simplemente el mecanismo de la administración sino, capitalmente, las bases económicas del Estado.
En la sierra subsisten con mucho más arraigo y mucha más fuerza que en el resto de la república, los residuos de la feudalidad española. La necesidad más angustiosa y perentoria de nuestro progreso es la liquidación de esa feudalidad que constituye una supervivencia de la Colonia. La redención, la salvación del indio, he ahí el programa y la meta de la renovación peruana. Los hombres nuevos quieren que el Perú repose sobre sus naturales cimientos biológicos. Sienten el deber de crear un orden más peruano, más autóctono. Y los enemigos históricos y lógicos de este programa son los herederos de la Conquista, los descendientes de la Colonia. Vale decir los gamonales. A este respecto no hay equívoco posible.
Por consiguiente, se impone el repudio absoluto, el desahucio radical de un regionalismo que reconoce su origen en sentimientos e intereses feudales y que, por tanto, se propone como fin esencial un acrecentamiento del poder del gamonalismo.\
El Perú tiene que optar por el gamonal o por el indio. Este es su dilema. No existe un tercer camino. Planteado este dilema, todas las cuestiones de arquitectura del régimen pasan a segundo término. Lo que les importa primordialmente a los hombres nuevos es que el Perú se pronuncie contra el gamonal, por el indio.
Como una consecuencia de las ideas y de los hechos que nos colocan cada día con más fuerza ante este inevitable dilema, el regionalismo empieza a distinguirse y a separarse en dos tendencias de impulso y dirección totalmente diversos. Mejor dicho, comienza a bosquejarse un nuevo regionalismo. Este regionalismo no es una mera protesta contra el régimen centralista. Es una expresión de la conciencia serrana y del sentimiento andino. Los nuevos regionalistas son, ante todo, indigenistas. No se les puede confundir con los anticentralistas de viejo tipo. Valcárcel percibe intactas, bajo el endeble estrato colonial, las raíces de la sociedad inkaica. Su obra, más que regional, es cuzqueña, es andina, es quechua. Se alimenta de sentimiento indígena y de tradición autóctona.
El problema primario, para estos regionalistas, es el problema del indio y de la tierra. Y en esto su pensamiento coincide del todo con el pensamiento de los hombres nuevos de la capital. No puede hablarse, en nuestra época, de contraste entre la capital y las regiones sino de conflicto entre dos mentalidades, entre dos idearios, uno que declina, otro que desciende, ambos difundidos y representados así en la sierra como en la costa, así en la provincia como en la urbe.
Quienes, entre los jóvenes, se obstinen en hablar el mismo lenguaje vagamente federalista de los viejos, equivocan el camino. A la nueva generación le toca construir, sobre un sólido cimiento de justicia social, la unidad peruana.
Suscritos estos principios, admitidos estos fines, toda posible discrepancia sustancial emanada de egoísmos regionalistas o centralistas, queda descartada y excluida. La condenación del centralismo se une a la condenación del gamonalismo. Y estas dos condenaciones se apoyan en una misma esperanza y un mismo ideal.
La autonomía municipal, el self government, la descentralización administrativa, no pueden ser regateados ni discutidos en sí mismos. Pero, desde los puntos de vista de una integral y radical renovación, tienen que ser considerados y apreciados en sus relaciones con el problema social.
Ninguna reforma que robustezca al gamonal contra el indio, por mucho que parezca como una satisfacción del sentimiento regionalista, puede ser estimada como una reforma buena y justa. Por encima de cualquier triunfo formal de la descentralización y la autonomía, están las reivindicaciones sustanciales de la causa del indio, inscritas en primer término en el programa revolucionario de la vanguardia.
El anticentralismo de los regionalistas se ha traducido muchas veces en antilimeñismo. Pero no ha salido, a este respecto como a otros, de la protesta declamatoria. No ha intentado seria y razonadamente el proceso a la capital, a pesar de que le habrían sobrado motivos para instaurarlo y documentarlo.
Esta era, sin duda, una tarea superior a los fines y a los móviles del regionalismo gamonalista. El nuevo regionalismo puede y debe asumirla. Mientras entra en esta fase positiva de su misión, me parece útil completar mi tentativa de esclarecimiento del viejo tópico "regionalismo y centralismo", planteando el problema de la capital. ¿Hasta qué punto el privilegio de Lima aparece ratificado por la historia y la geografía nacionales? He aquí una cuestión que conviene dilucidar. La hegemonía limeña reposa a mi juicio en un terreno menos sólido del que, por mera inercia mental, se supone. Corresponde a una época, a un período del desarrollo histórico nacional. Se apoya en razones susceptibles de envejecimiento y caducidad.
El espectáculo del desarrollo de Lima en los últimos años, mueve a nuestra impresionista gente limeña a previsiones de delirante optimismo sobre el futuro cercano de la capital. Los barrios nuevos, las avenidas de asfalto, recorridas en automóvil, a sesenta u ochenta kilómetros, persuaden fácilmente a un limeño –bajo su epidérmico y risueño escepticismo, el limeño es mucho menos incrédulo de lo que parece–, de que Lima sigue a prisa el camino de Buenos Aires o Río de Janeiro.
Estas previsiones parten todas de la impresión física del crecimiento del área urbana. Se mira sólo la multiplicación de los nuevos sectores urbanos. Se constata que, según su movimiento de urbanización, Lima quedará pronto unida con Miraflores y la Magdalena. Las "urbanizaciones", en verdad trazan ya, en el papel, la superficie de una urbe de al menos un millón de habitantes.
Pero en sí mismo el movimiento de urbanización no prueba nada. La falta de un censo reciente no nos permite conocer con exactitud el crecimiento demográfico de Lima de 1920 a hoy. El censo de 1920 fijaba en 228,740 el número de habitantes de Lima (7). Se ignora la proporción del aumento de los últimos años. Mas los datos disponibles indican que ni el aumento por natalidad ni el aumento por inmigración han sido excesivos. Y, por tanto, resulta demasiado evidente que el crecimiento de la superficie de Lima supera exorbitantemente al crecimiento de la población. Los dos procesos, los dos términos no coinciden. El proceso de urbanización avanza por su propia cuenta.
El optimismo limeño respecto al porvenir próximo de la capital se alimenta, en gran parte, de la confianza de que ésta continuará usufructuando largamente las ventajas de un régimen centralista que le asegura sus privilegios de sede del poder, del placer, de la moda, etc. Pero el desarrollo de una urbe no es una cuestión de privilegios políticos y administrativos. Es, más bien, una cuestión de privilegios económicos.
En consecuencia, lo que hay que investigar es si el desenvolvimiento orgánico de la economía peruana garantiza a Lima la función necesaria para que su futuro sea el que se predice o, mejor dicho, se augura.
Examinemos rápidamente las leyes de la biología de las urbes y veamos hasta qué punto se presentan favorables a Lima.
Los factores esenciales de la urbe son tres: el factor natural o geográfico, el factor económico y el factor político. De estos tres factores el único que en el caso de Lima conserva íntegra su potencia es el tercero .
Lucien Romier escribe, estudiando el desarrollo de las ciudades francesas, lo siguiente: "En tanto que las ciudades secundarias gobiernan los cambios locales, la formación de las grandes ciudades supone conexiones y corrientes de valor nacional o internacional: su fortuna depende de una red de actividades más vastas. Su destino desborda, pues, los cuadros administrativos y a veces las fronteras; sigue los movimientos generales de la circulación" (8).
Y bien, en el Perú estas conexiones y corrientes de valor nacional e internacional no se concentran en la capital. Lima no es, geográficamente, el centro de la economía peruana. No es, sobre todo, la desembocadura de sus corrientes comerciales.
En un artículo sobre "la capital del esprit", publicado en una revista italiana, César Falcón hace inteligentes observaciones sobre este tópico. Constata Falcón que las razones del estupendo crecimiento de Buenos Aires son, fundamentalmente, razones económicas y geográficas. Buenos Aires es el puerto y el mercado de la agricultura y la ganadería argentinas. Todas las grandes vías de comercio argentino desembocan ahí (9). Lima, en cambio, no puede ser sino una de las desembocaduras de los productos peruanos. Por diferentes puertos de la larga costa peruana tienen que salir los productos del norte y del sur.
Todo esto es de una evidencia incontestable. El Callao se mantiene y se mantendrá por mucho tiempo en el primer puesto de la estadística aduanera. Pero el aumento de la explotación del territorio y sus recursos no se reflejará, sin duda, en provecho principal del Callao. Determinará el crecimiento de varios otros puertos del litoral. El caso de Talara es un ejemplo. En pocos años, Talara se ha convertido, por el volumen de sus exportaciones e importaciones, en el segundo puerto de la República (10). Los beneficios directos de la industria petrolera escapan completamente a la capital. Esta industria exporta e importa sin emplear absolutamente, como intermediario, a la capital ni a su puerto. Otras industrias que nazcan en la sierra o en la costa tendrán el mismo destino y las mismas consecuencias.
Al echar una ojeada al mapa de cualquiera de las naciones cuya capital es una gran urbe de importancia internacional, se observará, en primer término, que la capital es siempre el nudo céntrico de la red de ferrocarriles y caminos del país. El punto de encuentro y de conexión de todas sus grandes vías.
Una gran capital se caracteriza, en nuestro tiempo, bajo este aspecto, como una gran central ferroviaria. En el mapa ferroviario está marcada, más netamente que en ninguna otra carta, su función de eje y de centro.
Es evidente que el privilegio político determina, en parte, esta organización de la red ferroviaria de un país. Pero el factor primario de la concentración no deja de ser, por esto, el favor económico. Todos los núcleos de producción tienden espontánea y lógicamente a comunicarse con la capital, máxima estación, supremo mercado. Y el factor económico coincide con el factor geográfico. La capital no es un producto del azar. Se ha formado en virtud de una serie de circunstancias que han favorecido su hegemonía. Mas ninguna de estas circunstancias se habría dado si geográficamente el lugar no hubiese aparecido más o menos designado para este destino.
El hecho político no basta. Se dice que, sin el Papado, Roma habría muerto en la Edad Media. Puede ser que se diga una cosa muy exacta. No vale la pena discutir la hipótesis. Pero, de todos modos, no es menos exacto que Roma debió a su historia y a su función de capital del mayor imperio del mundo, el honor y el favor de hospedar al Papado. Y la historia de la Terza Roma, precisamente, nos enseña la insuficiencia del privilegio político. No obstante la fuerza de gravitación del Vaticano y el Quirinal, de la sede de la Iglesia y la sede del Estado, Roma no ha podido prosperar con la misma velocidad que Milán (El optimismo del Risorgimento sobre el porvenir de Roma tuvo, por el contrario, el fracaso de que nos habla la novela de Emilio Zola. Las empresas urbanizadoras y constructoras que se entregaron, con gran impulso, a la edificación de un barrio monumental, se arruinaron en este empeño. Su esfuerzo era prematuro). El desarrollo económico de la Italia septentrional ha asegurado la preponderancia de Milán, que debe su crecimiento, en forma demasiado ostensible, a su rol en el sistema de circulación de esta Italia industrial y comerciante.
La formación de toda gran capital moderna ha tenido un proceso complejo y natural con hondas raíces en la tradición. La génesis de Lima, en cambio, ha sido un poco arbitraria. Fundada por un conquistador, por un extranjero, Lima aparece en su origen como la tienda de un capitán venido de lejanas tierras. Lima no gana su título de capital, en lucha y en concurrencia con otras ciudades. Criatura de un siglo aristocrático, Lima nace con un título de nobleza. Se llama, desde su bautismo, Ciudad de los Reyes. Es la hija de la Conquista. No la crea el aborigen, el regnícola; la crea el colonizador, o mejor el conquistador. Luego, el Virreinato la consagra como la sede del poder español en Sudamérica. Y, finalmente, la revolución de la independencia –movimiento de la población criolla y española, no de la población indígena – la proclama capital de la República. Viene un hecho que amenaza, temporalmente, su hegemonía: la Confederación Perú-Boliviana. Pero este Estado –que, restableciendo el dominio del Ande y de la Sierra, tiene algo de instintivo, de subconsciente ensayo de restauración del Tawantinsuyo–, busca su eje demasiado al Sur. Y, entre otras razones, acaso por ésta, se desploma. Lima, armada de su poder político, refrenda, después, sus fueros de capital.
No es sólo la riqueza mineral de Junín la que, en esta etapa, inspira la obra del Ferrocarril Central. Es, más bien o sobre todo, el interés de Lima. El Perú, hijo de la Conquista, necesita partir del solar del conquistador, de la sede del Virreinato y la República, para cumplir la empresa de escalar los Andes. Y, más tarde, cuando salvados los Andes por el ferrocarril se quiere llegar a la montaña, se sueña igualmente con una vía que una Iquitos con Lima. El presidente del 95, –que en su declaración de principios había incluido pocos años antes una profesión de fe federalista–, pensó sin duda en Lima, más que en el Oriente, al conceder su favor a la ruta del Pichis. Esto es, se portó, en ésta como en otras cosas, con típico sentimiento centralista.
Lima debe hasta hoy al Ferrocarril Central una de las mayores fuentes de su poder económico. Los minerales del departamento de Junín, que, debido a este ferrocarril, se exportan por el Callao, constituían hasta hace poco nuestra principal exportación minera. Ahora el petróleo del norte la supera. Pero esto no indica absolutamente un decrecimiento de la minería del centro. Y, por la vía central, bajan además los productos de Huánuco, de Ayacucho, de Huancavelica y de la montaña de Chanchamayo. El movimiento económico de la capital se alimenta, en gran parte, de esta vía de penetración. El ferrocarril al Pachitea y el ferrocarril a Ayacucho y el Cuzco y, en general, todo el diseño de programa ferroviario del Estado, tienden a convertirla en un gran tronco de nuestro sistema de circulación.
Pero el porvenir de esta vía se presenta asaz amenazado. El Ferrocarril Central, como es sabido, escala los Andes en uno de sus puntos más abruptos. El costo de su funcionamiento resulta muy alto. Los fletes son caros. Por tanto, el ferrocarril que hay el proyecto de construir de Huacho a Oyón está destinado a convertirse, hasta cierto punto, en un rival de esta línea. Por esa nueva vía, que transformaría a Huacho en un puerto de primer orden, saldría al mar una parte considerable de la producción del centro.
En todo caso, una vía de penetración, ni aun siendo la principal, basta para asegurar a Lima una función absolutamente dominante en el sistema de circulación del país.
Aunque el centralismo subsista por mucho tiempo, no se podrá hacer de Lima el centro de la red de caminos y ferrocarriles. El territorio, la naturaleza, oponen su veto. La explotación de los recursos de la sierra y la montaña reclama vías de penetración, o sea vías que darán, a lo largo de la costa, diversas desembocaduras a nuestros productos. En la costa, el transporte marítimo no dejará sentir de inmediato ninguna necesidad de grandes vías longitudinales. Las vías longitudinales serán interandinas. Y una ciudad costeña como Lima, no podrá ser la estación central de esta complicada red que, necesariamente, buscará las salidas más baratas y fáciles.
La industria es uno de los factores primarios de la formación de las urbes modernas. Londres, Nueva York, Berlín, París, deben su hipertrofia, en primer lugar, a su industria. El industrialismo, constituye un fenómeno específico de la civilización occidental. Una gran urbe es fundamentalmente un mercado y una usina. La industria ha creado, primero, la fuerza de la burguesía y, luego, la fuerza del proletariado. Y, como muchos economistas observan, la industria en nuestros tiempos no sigue al consumo; lo precede y lo desborda. No le basta satisfacer la necesidad; le precisa, a veces, crearla, descubrirla. El industrialismo aparece todopoderoso. Y, aunque un poco fatigada de mecánica y de artificio, la humanidad se declara a ratos más o menos dispuesta a la vuelta a la naturaleza, nada augura todavía la decadencia de la máquina y de la manufactura. Rusia, la metrópoli de la naciente civilización socialista, trabaja febrilmente por desarrollar su industria. El sueño de Lenin era la electrificación del país. En suma, así donde declina una civilización como donde alborea otra, la industria mantiene intacta su pujanza. Ni la burguesía ni el proletariado pueden concebir una civilización que no repose en la industria. Hay voces que predicen la decadencia de la urbe. No hay ninguna que pronostique la decadencia de la industria.
Sobre el poder del industrialismo nadie discrepa. Si Lima reuniese las condiciones necesarias para devenir un gran centro industrial, no sería posible la menor duda respecto a su aptitud para transformarse en una gran urbe. Pero ocurre precisamente que las posibilidades de la industria en Lima son limitadas. No sólo porque, en general, son limitadas en el Perú –país que por mucho tiempo todavía tiene que contentarse con el rol de productor de materias primas– sino, de otro lado, porque la formación de los grandes núcleos industriales tiene también sus leyes. Y estas leyes son, en la mitad de los casos, las mismas de la formación de las grandes urbes. La industria crece en las capitales, entre otras cosas, porque éstas son el centro del sistema de circulación de un país. La capital es la usina porque es, además, el mercado. Una red centralista de caminos y de ferrocarriles es tan indispensable a la concentración industrial como a la concentración comercial. Y ya hemos visto en los anteriores artículos hasta qué punto la geografía física del Perú resulta anticentralista.
La otra causa de gravitación industrial de una ciudad es la proximidad del lugar de producción de ciertas materias primas. Esta ley rige, sobre todo, para la industria pesada, la siderurgia. Las grandes usinas metalúrgicas surgen cerca de las minas destinadas a abastecerlas. La ubicación de los yacimientos de carbón y de hierro determina este aspecto de la geografía económica de Occidente.
Y, en estos tiempos de electrificación del mundo, una tercera causa de gravitación industrial de una localidad es la vecindad de grandes fuentes de energía hidráulica. La "hulla blanca" puede obrar los mismos milagros que la hulla negra como creadora de industrialismo y urbanismo.
No es necesario casi ningún esfuerzo de indagación para darse cuenta de que ninguno de estos factores favorece a Lima. El territorio que la rodea es pobre como suelo industrial.
Conviene advertir que las posibilidades industriales fundadas en factores naturales -materias primas, riqueza hidráulica- no tendrían, por otro lado, valor considerable sino en un futuro lejano. A causa de las deficiencias de su posición geográfica, de su capital humano y de su educación técnica, al Perú le está vedado soñar en convertirse, a breve plazo, en un país manufacturero. Su función en la economía mundial tiene que ser, por largos años, la de un exportador de materias primas, géneros alimenticios, etc. En sentido contrario al surgimiento de una importante industria fabril actúa, además, presentemente, su condición de país de economía colonial, enfeudada a los intereses comerciales y financieros de las grandes naciones industriales de Occidente.
Hoy mismo no se nota que el incipiente movimiento manufacturero del Perú tienda a concentrarse en Lima. La industria textil, por ejemplo, crece desparramada. Lima posee la mayoría de las fábricas; pero un alto porcentaje corresponde a las provincias. Es probable, además, que la manufactura de tejidos de lana, como desde ahora se constata, encuentre mayores posibilidades de desarrollo en las regiones ganaderas, donde al mismo tiempo, podrá disponer de mano de obra indígena barata, debido al menor costo de la vida.
La finanza, la banca, constituye otro de los factores de una gran urbe moderna. La reciente experiencia de Viena ha enseñado últimamente todo el valor de este elemento en la vida de una capital. Viena, después de la guerra, cayó en una gran miseria, a consecuencia de la disolución del Imperio Austro-Húngaro. Dejó de ser el centro de un gran Estado para reducirse a ser la capital de un Estado minúsculo. La industria y el comercio vieneses, anemizados, desangrados, entraron en un período de aguda postración. Como sede de placer y de lujo, Viena sufrió igualmente una violenta depresión. Los turistas constataban su agonía. Y bien, lo que en medio de esta crisis, defendió a Viena de una decadencia más definitiva, fue su situación de mercado financiero. La balcanización de la Europa central, que la damnificó tanto comercial como industrialmente, la benefició, en cambio, financieramente. Viena, por su posición en la geografía de Europa, aparecía naturalmente designada para un rol sustantivo como centro de la finanza internacional. Los banqueros internacionales fueron los profiteurs de la quiebra de la economía austríaca. Cabarets y cafés de Viena, ensombrecidos y arruinados, se trasformaron en oficinas de banca y de cambio.
Este mismo caso nos dice que un gran mercado financiero tiene que ser, ante todo, un lugar en que se crucen muchas vías de tráfico internacional.
La capital política y la capital económica no coinciden siempre. He aludido ya al contraste entre Milán y Roma en la historia de la Italia democrática-liberal. Los Estados Unidos han evitado este problema con una solución, que es acaso la más prudente, pero que pertenece típicamente a la estructura confederal de esa república. Wáshington, la capital política y administrativa, es extraña a toda oposición y concurrencia entre Nueva York, Chicago, San Francisco, etc.
La suerte de la capital está subordinada a los grandes cambios políticos, como enseña la historia de Europa y de la misma América. Un orden político no ha podido afirmarse nunca en una sede hostil a su espíritu. La política europeizante de Pedro el Grande, desplazó de Moscú a Petrogrado la corte rusa. La revolución bolchevique, presintiendo tal vez su función en Oriente, se sintió más segura, a pesar de su ideario occidental, en Moscú y el Kremlin.
En el Perú, el Cuzco, capital del Imperio inkaico perdió sus fueros con la conquista española (11). Lima fue la capital de la Colonia. Fue también la Capital de la Independencia, aunque los primeros gritos de libertad partieron de Tacna, del Cuzco, de Trujillo. Es la capital hoy, pero ¿será también la capital mañana? He aquí una pregunta que no es impertinente cuando se asciende a un plano de atrevidas y escrutadoras previsiones. La respuesta depende, probablemente, de que la primacía en la transformación social y política del Perú toque a las masas rurales indígenas o al proletariado industrial costeño. El futuro de Lima, en todo caso, es inseparable de la misión de Lima, vale decir de la voluntad de Lima.
_____________________
1. Declaración de Principios del Partido Demócrata, Lima 1897, p. 14.
2. Carta de Eugenio d'Ors con motivo del Centenario de la Independencia de Bolivia. En Repertorio Americano.
3. Herriot, Créer, tomo II, p. 191.
4.
El valor de la montaña en la economía peruana -me observa Miguelina Acosta-
no puede ser medido con los datos de los últimos años. Estos años
corresponden a un período de crisis, vale decir a un período de excepción.
Las exportaciones de la montaña no tienen hoy casi ninguna importancia en la
estadística del comercio peruano; pero la han tenido y muy grande, hasta la
guerra. La situación actual de Loreto es la de una región que ha sufrido un
cataclismo.
Esta observación es justa. Para apreciar la importancia económica de Loreto
es necesario no mirar sólo a su presente. La producción de la montaña ha
jugado hasta hace pocos años un rol importante en nuestra economía. Ha habido
una época en que la montaña empezó a adquirir el prestigio de un El Dorado.
Fue la época en que el caucho apareció como una ingente riqueza de
inmensurable valor. Francisco García Calderón, en El Perú Contemporáneo,
escribía hace aproximadamente veinte años que el caucho era la gran riqueza
del porvenir. Todos compartieron esta ilusión.
Pero, en verdad, la fortuna del caucho dependía de circunstancias pasajeras.
Era una fortuna contingente, aleatoria. Si no lo comprendimos oportunamente fue
por esa facilidad con que nos entregamos a un optimismo panglossiano cuando nos
cansamos demasiado de un escepticismo epidérmicamente frívolo. El caucho no
podía ser razonablemente equiparado a un recurso mineral, más o menos
peculiar o exclusivo de nuestro territorio.
La crisis de Loreto no representa una crisis, más o menos temporal, de sus
industrias. Miguelina Acosta sabe muy bien que la vida industrial de la montaña
es demasiado incipiente. La fortuna del caucho fue la fortuna ocasional de un
recurso de la floresta, cuya explotación dependía, por otra parte, de la
proximidad de la zona -no trabajada sino devastada- a las vías de transporte.
El pasado económico de Loreto no nos demuestra, por consiguiente, nada que
invalide mi aserción en lo que tiene de sustancial. Escribo que económicamente
la montaña carece aún de significación. Y, claro, esta significación tengo
que buscarla, ante todo, en el presente. Además tengo que quererla
parangonable o proporcional a la significación de la sierra y la costa. El
juicio es relativo.
Al mismo concepto de comparación puedo acogerme en cuanto a la significación
sociológica de la montaña. En la sociedad peruana distingo dos elementos
fundamentales, dos fuerzas sustantivas. Esto no quiere decir que no distinga
nada más. Quiere decir solamente que todo lo demás, cuya realidad no niego,
es secundario.
Pero prefiero no contentarme con esta explicación. Quiero considerar con la más
amplia justicia las observaciones de Miguelina Acosta. Una de éstas, la
esencial, es que de la sociología de la montaña se sabe muy poco. El peruano
de la costa, como el de la sierra, ignora al de la montaña. En la montaña, o
más propiamente hablando, en el antiguo departamento de Loreto, existen
pueblos de costumbres y tradiciones propias, casi sin parentesco con las
costumbres y tradiciones de los pueblos de la costa y la sierra. Loreto tiene
indiscutible individualidad en nuestra sociología y nuestra historia. Sus
capas biológicas no son las mismas. Su evolución social se ha cumplido
diversamente.
A este respecto es imposible no declararse de acuerdo con la doctora Acosta Cárdenas,
a quien toca, sin duda, concurrir al esclarecimiento de la realidad peruana con
un estudio completo de la sociología de Loreto. El debate sobre el tema del
regionalismo no puede dejar de considerar a Loreto como una región (Es
necesario precisar: a Loreto, no a la "montaña"). El regionalismo de
Loreto es un regionalismo que, más de una vez, ha afirmado insurreccionalmente
sus reivindicaciones. Y que, por ende, si no ha sabido ser teoría, ha sabido
en cambio ser acción. Lo que a cualquiera le parecerá, sin duda, suficiente
para tenerlo en cuenta.
5. En Mundial, setiembre de 1925, a propósito de De la Vida Inkaica.
6. Carlos Concha, El Régimen Local, p. 135.
7. Extracto Estadístico del Perú de 1926, p. 135.
8. Lucien Romier, Explication de Notre Temps, p. 50.
9. En Le Vie d'ltalia dell'America Latina, 1925.
10. Conforme al Extracto Estadístico del Perú, las importaciones por el puerto de Talara ascendieron en 1926 a Lp. 2'453,719 y las exportaciones a Lp. 6'171,983, ocupando el segundo lugar después de las del Callao.
11. En su libro Por la Emancipación de América Latina (pp. 90 y 91) Haya de la Torre opone y compara el destino colonial de México al del Perú. "En México -escribe- se han fundido las razas y la nueva capital fue erigida en el mismo lugar que la antigua. La ciudad de México y todas sus grandes ciudades están emplazadas en el corazón del país, en las montañas, sobre las mesetas altísimas que coronan los volcanes. La costa tropical sirve para comunicarse con el mar. El conquistador de México se fundió con el indio, se unió a él en el propio corazón de sus sierras y forjó una raza que, aunque no sea absolutamente una raza en el estricto sentido del vocablo, lo es por la homogeneidad de sus costumbres, por la tendencia a la definitiva fusión de sangres, por la continuidad sin soluciones violentas del ambiente nacional. En el Perú no ocurrió eso. El Perú serrano e indígena, el verdadero Perú. quedó tras de los Andes occidentales. Las viejas ciudades nacionales: Cuzco, Cajamarca, etc., fueron relegadas. Se fundaron ciudades nuevas y españolas en la costa tropical donde no llueve nunca, donde no hay cambios de temperatura, donde pudo desarrollarse ese ambiente andaluz, sensual, de nuestra capital alegre y sumisa". Es signiíicativo que estas observaciones -a cuya altura nunca llegaron generalmente las quejas y alardes del antilimeñismo- provengan de un hijo de Trujillo, esto es de una de "esas ciudades nuevas y españolas" cuyo predominio le parece responsable de muchas cosas que execra. Este y otros signos de la revisión actual, merecen ser indicados a la meditación de los que atribuyen a la sierra la exclusiva del espíritu revolucionario y palingenésico.