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La república social apareció como fase, como
profecía, en el umbral de la revolución de febrero.
En las jornadas de junio de 1848, fue ahogada en sangre del proletariado
de París, pero aparece en los restantes actos del drama
como espectro. Se anuncia la república democrática.
Se esfuma el 13 de junio de 1849, con sus pequeños burgueses
dados a la fuga, pero en su huida arroja tras sí reclamos
doblemente jactanciosos. La república parlamentaria
con la burguesía se adueña de toda la escena, apura
su vida en toda la plenitud, pero el 2 de diciembre de 1851 la
entierra bajo el grito de angustia de los realistas coligados:
«¡Viva la república!»
La burguesía francesa, que se rebelaba contra la dominación
del proletariado trabajador, encumbró en el poder al lumpemproletariado,
con el jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre a la cabeza. La
burguesía mantenía a Francia bajo el miedo constante
a los futuros espantos de la anarquía roja; Bonaparte descontó
este porvenir cuando el 4 de diciembre hizo que el ejército
del orden, animado por el aguardiente, disparase contra los distinguidos
burgueses del Boulevard Montmartre y del Boulevard des Italiens,
que estaban asomados a las ventanas. La burguesía hizo
la apoteosis del sable, y el sable manda sobre ella. Aniquiló
la prensa revolucionaria, y ve aniquilada su propia prensa. Sometió
las asambleas populares a la vigilancia de la policía;
sus salones se hallan bajo la vigilancia de la policía.
Disolvió la Guardia Nacional democrática y su propia
Guardia Nacional democrática y su propia Guardia Nacional
ha sido disuelta. Decretó el estado de sitio, y el estado
de sitio ha sido decretado contra ella. Suplantó los jurados
por comisiones militares, y las comisiones militares ocupan el
puesto de sus jurados. Sometió la enseñanza del
pueblo a los curas, y los curas la someten a ella a su propia
enseñanza. Deportó a detenidos sin juicio, y ella
es deportada sin juicio. Sofocó todo movimiento de la sociedad
mediante el poder del Estado, y el poder del Estado sofoca todos
los movimientos de su sociedad. Se rebeló, llevada del
entusiasmo por su bolsa, contra sus propios políticos y
literatos; sus políticos y literatos fueron quitados de
en medio, pero su bolsa se ve saqueada después de amordazarse
su boca y romperse su pluma. La burguesía gritaba incansablemente
a la revolución como San Arsenio a los cristianos: Fuge,
tace, quiesce! ¡Huye, calla, descansa! Y ahora es Bonaparte
el que grita a la burguesía; Fuge, tace, quiesce! ¡Huye,
calla, descansa!
La burguesía francesa había resuelto desde hacía
mucho tiempo el dilema de Napoleón: Dans cinquante ans,
l'Europe sera républicaine ou cosaque... Lo había
resuelto en la république cosaque. Ninguna Circe
ha desfigurado con su encanto maligno la obra de arte de la república
burguesa, convirtiéndola en un monstruo. Esa república
sólo perdió su apariencia de respetabilidad. La
Francia actual se contenía ya íntegra en la república
parlamentaria. Sólo hacía falta el arañazo
de una bayoneta para que la vejiga estallase y el monstruo saltase
a la vista.
¿Por qué el proletariado de París no se levantó
después del 2 de diciembre?
La caída de la burguesía sólo estaba decretada;
el decreto no se había ejecutado todavía. Cualquier
alzamiento serio del proletariado habría dado a aquélla
nuevos bríos, la habría reconciliado con el ejército
y habría asegurado a los obreros una segunda derrota de
julio.
El 4 de diciembre, el proletariado fue espoleado a la lucha por
burgueses y tenderos. En la noche de este día prometieron
comparecer en el lugar de la lucha varias legiones de la Guardia
Nacional, armadas y uniformadas. En efecto, burgueses y tenderos
habían descubierto que, en uno de sus decretos del 2 de
diciembre, Bonaparte abolía el voto secreto y les ordenaba
inscribir en los registros oficiales, detrás de sus nombres,
un sí o un no. La resistencia del 4 de diciembre amedrentó
a Bonaparte. Durante la noche mandó pegar en todas las
esquinas de París carteles anunciando la restauración
del voto secreto. Burgueses y tenderos creyeron haber alcanzado
su finalidad. Todos los que no se presentaron a la mañana
siguiente eran tenderos y burgueses.
Un golpe de mano de Bonaparte, dado durante la noche del 1 al
2 de diciembre, había privado al proletariado de París
de sus guías, de los jefes de las barricadas. ¡Un
ejército sin oficiales, al que los recuerdos de junio de
1848 y 1849 y de mayo de 1850 inspiraban la aversión a
luchar bajo la bandera de los montagnards, confió
a su vanguardia, a las sociedades secretas, la salvación
del honor insurreccional de París, que la burguesía
entregó tan mansamente a la soldadesca, que Bonaparte pudo
más tarde desarmar a la Guardia Nacional con el pretexto
burlón de que temía que sus armas fuesen empleadas
abusivamente contra ella misma por los anarquistas!
«C'est le triomphe complet et définitif du Socialisme!»
Así caracterizó Guizot el 2 de diciembre. Pero
si la caída de la república parlamentaria encierra
ya en germen el triunfo de la revolución proletaria, su
resultado inmediato, tangible, era la victoria de Bonaparte
sobre el parlamento, del poder ejecutivo sobre el poder legislativo,
de la fuerza sin frases sobre la fuerza de las frases. En
el parlamento, la nación elevaba su voluntad general a
ley, es decir, elevaba la ley de la clase dominante a su voluntad
general. Ante el poder ejecutivo, abdica de toda voluntad propia
y se somete a los dictados de un poder extraño, de la autoridad.
El poder ejecutivo, por oposición al legislativo, expresa
la heteromanía de la nación por oposición
a su autonomía. Por tanto, Francia sólo parece escapar
al despotismo de una clase para reincidir bajo el despotismo de
un individuo, y concretamente bajo la autoridad de un individuo
sin autoridad. Y la lucha parece haber terminado en que todas
las clases se postraron de hinojos, con igual impotencia y con
igual mutismo, ante la culata del fusil.
Pero la revolución es radical. Está pasando todavía
por el purgatorio. Cumple su tarea con método. Hasta el
2 de diciembre de 1851 había terminado la mitad de su labor
preparatoria; ahora, termina la otra mitad. Lleva primero a la
perfección el poder parlamentario, para poder derrocarlo.
Ahora, conseguido ya esto, lleva a la perfección el
poder ejecutivo, lo reduce a su más pura expresión,
lo aísla, se enfrenta con él, como único
blanco contra el que debe concentrar todas sus fuerzas de destrucción.
Y cuando la revolución haya llevado a cabo esta segunda
parte de su labor preliminar, Europa se levantará, y gritará
jubilosa: ¡bien has hozado, viejo topo!
Este poder ejecutivo, con su inmensa organización burocrática
militar, con su compleja y artificiosa maquinaria de Estado, un
ejército de funcionarios que suma medio millón de
hombres, junto a un ejército de otro medio millón
de hombres, este espantoso organismo parasitario que se ciñe
como una red al cuerpo de la sociedad francesa y le tapona todos
los poros, surgió en la época de la monarquía
absoluta, de la decadencia del régimen feudal, que dicho
organismo contribuyó a acelerar. Los privilegios señoriales
de los terratenientes y de las ciudades se convirtieron en otros
tantos atributos del poder del Estado, los dignatarios feudales
en funcionarios retribuidos y el abigarrado mapa muestrario de
las soberanías medievales en pugna en el plan reglamentado
de un poder estatal cuya labor está dividida y centralizada
como en una fábrica. la primera revolución francesa,
con su misión de romper todos los poderes particulares
locales, territoriales, municipales y provinciales, para crear
la unidad civil de la nación, tenía necesariamente
que desarrollar lo que la monarquía absoluta había
iniciado: la centralización; pero al mismo tiempo amplió
el volumen, las atribuciones y el número de servidores
del poder del Gobierno. Napoleón perfeccionó esta
máquina del Estado. La monarquía legítima
y la monarquía de Julio no añadieron nada más
que una mayor división del trabajo, que crecía a
medida que la división del trabajo dentro de la sociedad
burguesa creaba nuevos grupos de intereses, y por tanto nuevo
material para la administración del Estado. Cada interés
se desglosaba inmediatamente de la sociedad, se contraponía
a ésta como interés superior, general (allgemeines),
se sustraía a la propia iniciativa de los individuos de
la sociedad y se convertía en objeto de la actividad del
Gobierno, desde el puente, la escuela y los bienes comunales de
un municipio rural cualquiera, hasta los ferrocarriles, la riqueza
nacional y las universidades de Francia. Finalmente, la república
parlamentaria, en su lucha contra la revolución, viose
obligada a fortalecer, junto con las medidas represivas, los medios
y la centralización del poder del Gobierno. Todas las revoluciones
perfeccionaban esta máquina, en vez de destrozarla. Los
partidos que luchaban alternativamente por la dominación,
consideraban la toma de posesión de este inmenso edificio
del Estado como el botín principal del vencedor.
Pero bajo la monarquía absoluta, durante la primera revolución,
bajo Napoleón, la burocracia no era más que el medio
para preparar la dominación de clase de la burguesía.
Bajo la restauración, bajo Luis Felipe, bajo la república
parlamentaria, era el instrumento de la clase dominante, por mucho
que ella aspirase también a su propio poder absoluto.
Es bajo el segundo Bonaparte cuando el Estado parece haber adquirido
una completa autonomía. La máquina del Estado se
ha consolidado ya de tal modo que frente a la sociedad burguesa,
que basta con que se halle a su frente el jefe de la Sociedad
del 10 de Diciembre, un caballero de industria venido de fuera
y elevado sobre el pavés por una soldadesca embriagada,
a la que compró con aguardiente y salchichón y a
la que tiene que arrojar constantemente salchichón. De
aquí la pusilánime desesperación, el sentimiento
de la más inmensa humillación y degradación
que oprime el pecho de Francia y contiene su aliento. Francia
se siente como deshonrada.
Y, sin embargo, el poder del Estado no flota en el aire. Bonaparte
representa a una clase, que es, además, la clase más
numerosa de la sociedad francesa: los campesinos parcelarios.
Así como los Borbones eran la dinastía de los grandes
terratenientes y los Orleans la dinastía del dinero, los
Bonapartes son la dinastía de los campesinos, es decir,
de la masa del pueblo francés. El elegido de los campesinos
no es el Bonaparte que se sometía al parlamento burgués,
sino el Bonaparte que le dispersó. Durante tres años
consiguieron las ciudades falsificar el sentido de la elección
del 10 de diciembre y estafar a los campesinos la restauración
del imperio. La elección del 10 de diciembre de 1848 no
se consumó hasta el golpe de Estado del 2 de diciembre
de 1851.
Los campesinos parcelarios forman una masa inmensa, cuyos individuos
viven en idéntica situación, pero sin que entre
ellos existan muchas relaciones. Su modo de producción
los aísla a unos de otros, en vez de establecer relaciones
mutuas entre ellos. Este aislamiento es fomentado por los malos
medios de comunicación de Francia y por la pobreza de los
campesinos. Su campo de producción, la parcela, no admite
en su cultivo división alguna del trabajo, ni aplicación
alguna de la ciencia; no admite, por tanto, multiplicidad de desarrollo,
ni diversidad e talentos, ni riqueza de relaciones sociales. Cada
familia campesina se basta, sobre poco más o menos, a sí
misma, produce directamente ella misma la mayor parte de lo que
consume y obtiene así sus materiales de existencia más
bien en intercambio con la naturaleza que en contacto con la sociedad.
La parcela, el campesino y su familia; y al lado, otra parcela,
otro campesino y otra familia. Unas cuantas unidades de éstas
forman una aldea, y unas cuantas aldeas, un departamento. Así
se forma la gran masa de la nación francesa, por la simple
suma de unidades del mismo nombre, al modo como, por ejemplo,
las patatas de un saco forman un saco de patatas. En la medida
en que millones de familias viven bajo condiciones económicas
de existencia que las distinguen por su modo de vivir, por sus
intereses y por su cultura de otras clases y las oponen a éstas
de un modo hostil, aquéllos forman una clase. Por cuanto
existe entre los campesinos parcelarios una articulación
puramente local y la identidad de sus intereses no engendra entre
ellos ninguna comunidad, ninguna unión nacional y ninguna
organización política, no forman una clase. Son,
por tanto, incapaces de hacer valer su interés de clase
en su propio nombre, ya sea por medio de un parlamento o por medio
de una Convención. No pueden representarse, sino que tienen
que ser representados. Su representante tiene que aparecer al
mismo tiempo como su señor, como una autoridad por encima
de ellos, como un poder ilimitado de gobierno que los proteja
de las demás clases y les envíe desde lo alto la
lluvia y el sol. por consiguiente, la influencia política
de los campesinos parcelarios encuentra su última expresión
en el hecho de que el poder ejecutivo somete bajo su mando a la
sociedad.
La tradición histórica hizo nacer en el campesino
francés la fe milagrosa de que un hombre llamado Napoleón
le devolvería todo el esplendor. Y se encuentra un individuo
que se hace pasar por tal hombre, por ostentar el nombre de Napoleón
gracias a que el Code Napoléon ordena. «La
recherche de la paternité est interdite». Tras
20 años de vagabundaje y una serie de grotescas aventuras,
se cumple la leyenda, y este hombre se convierte en emperador
de los franceses. La idea fija del sobrino se realizó porque
coincidía con la idea fija de la clase más numerosa
de los franceses.
Pero, se me objetará: ¿y los levantamientos campesinos
de media Francia, las batidas del ejército contra los campesinos,
y los encarcelamientos y deportaciones en masa de campesinos?
Desde Luis XIV, Francia no ha asistido a ninguna persecución
semejante de campesinos «por manejos demagógicos».
Pero entiéndase bien. La dinastía de Bonaparte no
representa al campesino revolucionario, sino al campesino conservador;
no representa al campesino que pugna por salir de su condición
social de vida, la parcela, sino al que, por el contrario, quiere
consolidarla; no a la población campesina, que, con su
propia energía y unida a las ciudades, quiere derribar
el viejo orden, sino a la que, por el contrario, sombríamente
retraída en este viejo orden, quiere verse salvada y preferida,
en unión de su parcela, pro el espectro del imperio. No
representa la ilustración, sino la superstición
del campesino, no su juicio; sino su prejuicio, no su porvenir,
sino su pasado, no sus Cévennes modernas, sino su moderna
Vendée.
Los tres años de dura dominación de la república
parlamentaria habían curado a una parte de los campesinos
franceses de la ilusión napoleónica y los habían
revolucionado, aun cuando sólo fuese superficialmente;
pero la burguesía los empujaba violentamente hacia atrás
cuantas veces se ponían en movimiento. Bajo la república
parlamentaria, la conciencia moderna de los campesinos franceses
pugnó con la conciencia tradicional. El proceso se desarrolló
bajo la forma de una lucha incesante entre los maestros de escuela
y los curas. La burguesía abatió a los maestros.
Por vez primera los campesinos hicieron esfuerzos para adoptar
una actitud independiente frente a la actividad del Gobierno.
Esto se manifestó en el conflicto constante de los alcaldes
con los prefectos. La burguesía destituyó a los
alcaldes. Finalmente, los campesinos de diversas localidades se
levantaron durante el período de la república parlamentaria
contra su propio engendro, el ejército. La burguesía
los castigó con estados de sitio y ejecuciones. Y esta
misma burguesía clama ahora acerca de la estupidez de las
masas, de la vile multitude que la ha traicionado frente
a Bonaparte. Fue ella misma la que consolidó con sus violencias
las simpatías de la clase campesina por el Imperio, la
que ha mantenido celosamente el estado de cosas que forman la
cuna de esta religión campesina. Claro está que
la burguesía tiene necesariamente que temer la estupidez
de las masas, mientras siguen siendo conservadoras, y su conciencia
en cuanto se hacen revolucionarias.
En los levantamientos producidos después del golpe de Estado,
una parte de los campesinos franceses protestó con las
armas en la mano contra su propio voto del 10 de diciembre de
1848. La experiencia adquirida desde 1848 les había abierto
los ojos. Pero habían entregado su alma a las fuerzas infernales
de la historia, y ésta los cogía por la palabra,
y la mayoría estaba aún tan llena de prejuicios,
que precisamente en los departamentos más rojos la población
campesina votó públicamente por Bonaparte. Según
ellos, la Asamblea Nacional le había impedido caminar.
Ahora no había hecho más que romper las ligaduras
que las ciudades habían puesto a la voluntad del campo.
En algunos sitios, abrigaban incluso la idea grotesca de colocar,
junto a un Napoleón, una Convención.
Después de la primera revolución había convertido
a los campesinos semisiervos en propietarios libres de su tierra.
Napoleón consolidó y reglamentó las condiciones
bajo las cuales podrían explotar sin que nadie les molestase
el suelo de Francia que se les acababa de asignar, satisfaciendo
su afán juvenil de propiedad. Pero lo que hoy lleva a la
ruina al campesino francés, es su misma parcela, la división
del suelo, la forma de propiedad consolidada en Francia por Napoleón.
Fueron precisamente las condiciones materiales las que convirtieron
al campesino feudal francés en campesino parcelario y a
Napoleón en emperador. Han bastado dos generaciones para
engendrar este resultado inevitable: el empeoramiento progresivo
de la agricultura y endeudamiento progresivo del agricultor. La
forma «napoleónica» de propiedad, que a comienzos
del siglo XIX era la condición para la liberación
y el enriquecimiento de la población campesina francesa,
se ha desarrollado en el transcurso de este siglo como la ley
de su esclavitud y de su pauperismo. Y es precisamente esta ley
la primera de las idees napoléoniennes que viene
a afirmar el segundo Bonaparte. Si comparte todavía con
los campesinos la ilusión de buscar la causa de su ruina,
no en su misma propiedad parcelaria, sino fuera de ella, en la
influencia de circunstancias secundarias, sus experimentos se
estrellarán como pompas de jabón contra las relaciones
de producción.
El desarrollo económico de la propiedad parcelaria ha invertido
de raíz la relación de los campesinos con las demás
clases de la sociedad. Bajo Napoleón, la parcelación
del suelo en el campo completaba la libre concurrencia y la gran
industria incipiente de las ciudades. La clase campesina era la
protesta omnipresente contra la aristocracia terrateniente, que
se acababa de derribar. Las raíces que la propiedad parcelaria
echó en el suelo francés quitaron al feudalismo
toda sustancia nutritiva. Sus mojones formaban el baluarte natural
dela burguesía contra todo golpe de mano de sus antiguos
señores. Pero en el transcurso del siglo XIX pasó
a ocupar el puesto de los señores feudales el usurero de
la ciudad, las cargas feudales del suelo fueron sustituidas por
la hipoteca y la aristocrática propiedad territorial fue
suplantada por el capital burgués. La parcela del campesino
sólo es ya el pretexto que permite al capitalista sacar
de la tierra ganancia, intereses y renta, dejando al agricultor
que se las arregle para sacar como pueda su salario. Las deudas
hipotecarias que pesan sobre el suelo francés imponen a
los campesinos de Francia un interés tan grande como los
intereses anuales de toda la deuda nacional británica.
La propiedad parcelaria, en esta esclavitud bajo el capital a
que conduce inevitablemente su desarrollo, ha convertido a l amasa
de la nación francesa en trogloditas. Dieciséis
millones de campesinos (incluyendo las mujeres y los niños)
viven en chozas, una gran parte de las cuales sólo tienen
una abertura, otra parte, dos solamente, y las privilegiadas,
tres. Las ventanas son para una casa lo que los cinco sentidos
para la cabeza. El orden burgués, que a comienzos del siglo
puso al Estado de centinela de la parcela recién creada
y la abonó con laureles, se ha convertido en un vampiro
que le chupa la sangre y la médula y la arroja ala caldera
de alquimista del capital. El Code Napoléon no es
ya más que el código de los embargos, de las subastas
y de las adjudicaciones forzosas. A los cuatro millones (incluyendo
niños, etc.) de paupers oficiales, vagabundos, delincuentes
y prostitutas, que cuenta Francia, hay que añadir cinco
millones, cuya existencia flota al borde del abismo y que o bien
viven en el mismo campo desertan constantemente, con sus harapos
y sus hijos, del campo a las ciudades y de las ciudades al campo.
Por tanto, los intereses de los campesinos no se hallan ya, como
bajo Napoleón, en consonancia, sin en contraposición
con los intereses de la burguesía, con el capital. Por
eso los campesinos encuentran su aliado y jefe natural en el proletariado
urbano, que tiene por misión derrocar el orden burgués.
Pero el Gobierno fuerte y absoluto -que es la segunda idée
napoléoninne que viene a poner en práctica el
segundo Napoleón- está llamado a defender por la
violencia este orden «material». Y este orden material
es también el tópico en todas las proclamas de Bonaparte
contra los campesinos rebeldes.
Junto a la hipoteca, que el capital le impone, pesan sobre la
parcela los impuestos. Los impuestos son la fuente de vida
de la burocracia, del ejército, de los curas y de la corte;
en una palabra, de todo el aparado del poder ejecutivo. Un gobierno
fuerte e impuestos elevados son cosas idénticas. La propiedad
parcelaria se presta por la naturaleza para servir de base a una
burocracia omnipotente e innumerable. Crea un nivel igual de relaciones
y de personas en toda la faz del país. Ofrece también,
por tanto, la posibilidad de influir por igual sobre todos los
puntos de esta masa igual desde un centro supremo. Destruye los
grados intermedios aristocráticos entre la masa del pueblo
y el poder del Estado. Provoca, por tanto, desde todos los lados,
la injerencia directa de este poder estatal y la interposición
de sus órganos inmediatos. Y, finalmente, crea una superpoblación
parada y no encuentra cabida ni en el campo ni en las ciudades
y que, por tanto, echa mano de los cargos públicos como
de una respetable limosna, provocando la creación de cargos
del Estado. Con los nuevos mercados que abrió a punta de
bayoneta, con el saqueo del continente, Napoleón devolvió
los impuestos forzosos con sus intereses. Estos impuestos eran
entonces un acicate para la industria del campesino, mientras
que ahora privan a su industria de sus últimos recursos
y acaban de exponerle indefenso al pauperismo. Y de todas las
idées napoléoniennes, la de una enorme burocracia,
bien galoneada y bien cebada, es la que más agrada al segundo
Bonaparte. ¿Y cómo no había de agradarle, si
se ve obligado a crear, junto a las clases reales de la sociedad
una casta artificial, para la que el mantenimiento de su régimen
es un problema de cuchillo y tenedor? Por eso, una de sus primeras
operaciones financieras consistió en elevar nuevamente
los sueldos de los funcionarios a su altura antigua y en crear
nuevas sinecuras.
Otra idée napoléonienne es la dominación
de los curas como medio de gobierno. Pero si la parcela
recién creada, en su armonía con la sociedad, en
su dependencia de las fuerzas de la naturaleza y en su sumisión
a la autoridad que la protegía desde lo alto era, naturalmente,
religiosa, esta parcela, comida de deuda, divorciada de la sociedad
y de la autoridad y forzada a salirse de sus propios horizontes,
limitados, se hace, naturalmente, irreligiosa. El cielo era una
añadidura muy hermosa al pequeño pedazo de tierra
acabado de adquirir, tanto más cuanto que de él
viene el sol y la lluvia, pero se convierte en un insulto tan
pronto como se le quiere imponer a cambio de la parcela. En este
caso, el cura ya sólo aparece como el ungido perro rastreador
de la policía terrenal: otra idée napoléonienne.
La próxima vez, la expedición contra Roma se llevará
a cabo en la misma Francia, pero en sentido inverso al del señor
Montalembert.
Finalmente, el punto culminante de las idées napoléoniennes
es la preponderancia del ejército. El ejército
era el point d'honneur de los campesinos parcelarios, eran
ellos mismos convertidos en héroes, defendiendo su nueva
propiedad contra el enemigo de fuera, glorificando su nacionalidad
recién conquistada, saqueando y revolucionando el mundo.
El uniforme era su ropa de gala; la guerra su poesía; la
parcela, prolongada y redondeada en la fantasía, la patria,
y el patriotismo la forma ideal del sentido de la propiedad. Pero
los enemigos contra quienes ahora tiene que defender su propiedad
el campesino francés no son los cosacos, son los alguaciles
y los agentes ejecutivos del fisco. La parcela no está
ya enclavada en lo que llaman patria, sino en el registro hipotecario.
El mismo ejército ya no es la flor de la juventud campesina,
sino la flor del pantano del lumpemproletariado campesino. Está
formado en su mayoría por remplaçants, por
sustitutos, del mismo modo que el segundo Bonaparte no es más
que el remplaçant, el sustituto de Napoleón.
sus hazañas heroicas consisten ahora en las cacerías
y batidas contra los campesinos, en el servicio de gendarmería,
y si las contradicciones internas de su sistema lanzan al jefe
de la Sociedad del 10 de diciembre del otro lado de la frontera
francesa, tras algunas hazañas de bandidaje el ejército
no cosechará precisamente laureles, sino palos.
Como vemos, todas las «idées napoléoniennes»
son las ideas de la parcela incipiente, juvenil, pero constituyen
un contrasentido para la parcela caduca. No son más que
las alucinaciones de su agonía, palabras convertidas en
frases, espíritus convertidos en fantasmas. Pero la parodia
del imperio era necesaria para liberar a la masa de la nación
francesa de peso de la tradición y hacer que se destacase
nítidamente la contraposición entre el Estado y
la sociedad. Conforme avanza la ruina de la propiedad parcelaria,
se derrumba el edificio del Estado construido sobre ella. La centralización
del Estado, que la sociedad moderna necesita, sólo se levanta
sobre las ruinas de la máquina burocrático-militar
de gobierno, forjada por oposición al feudalismo.
Las condiciones de los campesinos franceses nos descubren el misterio
de las elecciones generales del 20 y 21 de diciembre, que
llevaron al segundo Bonaparte al Sinaí pero no para recibir
leyes, sino para darlas.
Manifiestamente, la burguesía no tenía ahora más
opción que elegir a Bonaparte. Cuando, en el Concilio de
Constanza, los puritanos se quejaban de la vida licenciosa de
los papas y gemían acerca de la necesidad de reformar las
costumbres, el cardenal Pierre d'Ailly dijo, con voz tonante:
«¡Cuando sólo el demonio en persona puede salvar
a la Iglesia católica, vosotros pedís ángeles!»
La burguesía francesa exclamó también, después
del coup d'état: ¡Sólo el jefe de la
Sociedad del 10 de Diciembre puede ya salvar a la sociedad burguesa!
¡Sólo el robo puede salvar a la propiedad, el perjurio
a la religión, el bastardismo a la familia, y el desorden
al orden!
Bonaparte, como poder ejecutivo convertido en fuerza independiente,
se cree llamado a garantizar el «orden burgués».
Pero la fuerza de este orden burgués está en la
clase media. Se cree, por tanto, representante de la clase media
y promulga decretos en este sentido. Pero si es algo, es gracias
a haber roto y romper de nuevo diariamente la fuerza política
de esta clase media. Se afirma, por tanto, como adversario de
la fuerza política y literaria de la clase media. Pero,
al proteger su fuerza material, engendra de nuevo su fuerza política.
Se trata, por tanto, de mantener viva la causa, pero de suprimir
el efecto allí donde éste se manifieste. Pero esto
no es posible sin una pequeña confusión de causa
y efecto, pues al influir el uno sobre la otra y viceversa, ambos
pierden sus características distintivas. Nuevos decretos
que borran la línea divisoria. Bonaparte se reconoce al
mismo tiempo, frente a la burguesía, como representante
de los campesinos y del pueblo en general, llamado a hacer felices
dentro de la sociedad burguesa a las clases inferiores del pueblo.
Nuevos decretos, que estafan de antemano a los «verdaderos
socialistas» su sabiduría de gobernantes. Pero Bonaparte
se sabe ante todo jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre, representante
del lumpemproletariado, al que pertenece él mismo, su entourage,
su Gobierno y su ejército, y al que ante todo le interesa
beneficiarse a sí mismo y sacar premios de lotería
californiana del Tesoro público. Y se confirma como jefe
de la Sociedad del 10 de Diciembre con decretos, sin decretos
y a pesar de los decretos.
Esta misión contradictoria del hombre explica las contradicciones
de su Gobierno, el confuso tantear aquí y allá,
que procura tan pronto atraerse como humillar, unas veces a esta
y otras veces a aquella clase, poniéndolas a todas por
igual en contra suya, y cuya inseguridad práctica forma
un contraste altamente cómico con el estilo imperioso y
categórico de sus actos de gobierno, estilo imitado sumisamente
del tío.
La industria y el comercio, es decir, los negocios de la clase
media, deben florecer como planta de estufa bajo el Gobierno fuerte.
Se otorga un sinnúmero de concesiones ferroviarias. Pero
el lumpemproletariado bonapartista tiene que enriquecerse. Manejos
especulativos con las concesiones ferroviarias en la Bolsa por
gentes iniciadas de antemano. Pero no se presenta ningún
capital para los ferrocarriles. Se obliga al Banco a adelantar
dinero a cuenta de las acciones ferroviarias. Pero, al mismo tiempo,
hay que explotar personalmente al Banco, y, por tanto, halagarlo.
Se exime al Banco del deber de publicar semanalmente sus informes.
Contrato leonino del Banco con el Gobierno. Hay que dar trabajo
al pueblo. Se ordenan obras públicas. Pero las obras públicas
aumentan las cargas tributarias del pueblo. Por tanto, rebaja
de los impuestos mediante un ataque contra los rentistas, convirtiendo
las rentas al 5 por 100 en renta al 4,5 por 100. Pero hay que
dar un poco de miel a la burguesía. Por tanto, se duplica
el impuesto sobre el vino para el pueblo, que lo bebe al por menor,
y se rebaja a la mitad para la clase media, que lo bebe al por
mayor. Se disuelven las asociaciones obreras existentes, pero
se prometen milagros de asociación para e porvenir. Hay
que ayudar a los campesinos: Bancos hipotecarios, que aceleran
su endeudamiento y la concentración de la propiedad. Pero
a estos Bancos hay que utilizarlos para sacar dinero de los bienes
confiscados de la casa de Orleans. No hay ningún capitalista
que se preste a esta condición, que no figura en el decreto,
y el Banco hipotecario se queda reducido a mero decreto, etc.
Bonaparte quisiera aparecer como el bienhechor patriarcal de todas
las clases. Pero no puede dar nada a una sin quitárselo
a la otra. Y así como en los tiempos de la Fronda se decía
del duque de Guisa que era el hombre más obligeant
de Francia, porque había convertido todas sus fincas en
obligaciones de sus partidarios, contra él mismo, Bonaparte
quisiera ser también el hombre más obligeant de
Francia y convertir toda la propiedad y todo el trabajo de Francia
en una obligación personal contra él mismo. Quisiera
robar a Francia entera para regalársela a Francia, o mejor
dicho, para comprar de nuevo a Francia con dinero francés,
pues como jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre tiene necesariamente
que comprar lo que quiere que le pertenezca. Y en institución
del soborno se convierten todas las instituciones del Estado:
el Senado, el Consejo de Estado, el Cuerpo Legislativo, la Legión
de Honor, la medalla del soldado, los lavaderos, los edificios
públicos, los ferrocarriles, el Estado Mayor de la Guardia
Nacional sin soldados rasos, los bienes confiscados de la casa
de Orleans. En medio de soborno se convierten todos los puestos
del ejército y de la máquina de gobierno. Pero lo
más importante de este proceso en que se toma a Francia
para entregársela a ella misma, son los tantos por ciento
que durante la operación de cambio se embolsan el jefe
y los individuos de la Sociedad del 10 de Diciembre. El chiste
con el que la condesa L., la amante del señor de Morny,
caracterizaba la confiscación de los bienes orleanistas;
«C'est le premier vol de l'aigle» (*) [«Es
el primer vuelo (= robo) del águila»], puede aplicarse
a todos los vuelos de este águila, que más
que águila es cuervo. Tanto él como sus adeptos
se gritan diariamente, como aquel cartujo italiano al avaro, que
contaba jactanciosamente los bienes que habría de disfrutar
durante largos años: «Tu fai conto sopra il beni,
bisogna prima far il conto sopra gli anni» (**). Para
no equivocarse en los años, echan las cuentas por minutos.
En la corte, en los ministerios, en la cumbre de la administración
y del ejército, se amontona un tropel de bribones, del
mejor de los cuales puede decirse que no sabe de dónde
viene, una bohème estrepitosa, sospechosa y ávida
de saqueo, que se arrastra en sus casacas galoneadas con la misma
grotesca dignidad que los grandes dignatarios de Soulouque. Si
queremos representarnos plásticamente esta capa superior
de la Sociedad del 10 de Diciembre, nos basta con saber que Véron-Crevel
(***) es su predicador de moral y Granier de Cassagnca
su pensador. Guando Guizot, durante su ministerio, utilizó
a este Granier en un periodicucho contra la oposición dinástica,
solía ensalzarlo con esta frase: «C'est le roi
des drôles», «es el rey de los bufones».
Sería injusto recordar a propósito de la corte y
de la tribu de Luis Bonaparte a la Regencia o a Luis XV. Pues
«Francia ha pasado ya con frecuencia por un gobierno de favoritas
pero nunca todavía por un gobierno de chulos»
Acosado por las exigencias contradictorias de su situación
y al mismo tiempo obligado como un prestidigitador a atraer hacia
sí, mediante sorpresas constantes, las miradas del público,
como hacía el sustituto de Napoleón, y por tanto
a ejecutar todos los días un golpe de Estado en miniatura,
Bonaparte lleva el caos a toda la economía burguesa, atenta
contra todo lo que a la revolución de 1848 había
parecido intangible, hace a unos pacientes para la revolución
y a otros ansiosas de ella, y engendra una verdadera anarquía
en nombre del orden, despojando al mismo tiempo a toda la máquina
del Estado al halo de santidad, profanándola, haciéndola
a la par asquerosa y ridícula. Copia en París, bajo
la forma de culto del manto imperial de Napoleón, el culto
a la sagrada túnica de Tréveris. Pero si por último
el manto imperial cae sobre los hombros de Luis Bonaparte, la
estatua de bronce de Napoleón se vendrá a tierra
desde lo alto de la Columna de Vendôme.
NOTAS
* La palabra vol significa vuelo y robo (N. de Marx.)
** «Cuentas los bienes, cuando lo que debieras contar son
los años». (N. de Marx.)
*** En su obra La Cousine Bette, Balzac presenta en Grevel,
personaje inspirado en el doctor Véron, propietario del
periódico Constitutionnel, al tipo de filisteo más
libertino de París. (N. de Marx.)