Volver al Indice |
Primera vez publicado: En 19 , en idioma
frances.
Versión al castellano: Primera vez publicado en
castellano en .
Fuente de la presente edicion: Daniel Guerin, Rosa
Luxemburg y a espontaneidad revolucionaria. Ediciones Anarres,
Coleccion Utopia Libertaria, Buenos Aires - Argentina,
s/f. ISBN: 987-20875-1-2. Disponible en forma digital en: http://www.quijotelibros.com.ar/anarres.htm
Esta edición: marxists.org,
Derechos: © Anarres. "La reproducción de este
libro, a través de medios ópticos, electrónicos, químicos, fotográficos o de fotocopias son permitidos y alentados por los
editores."
En las páginas precedentes hemos dejado deliberadamente a un gran ausente entre bambalinas, concediéndole sólo algunas furtivas apariciones en el fondo del escenario: el anarquismo. La claridad del análisis exigía que la espontaneidad revolucionaria luxemburgiana fuese estudiada en sí misma, haciendo abstracción de sus puntos de contacto con el pensamiento libertario. Corresponde ahora al anarquismo salir de las sombras. Vamos a confrontar, de todo lo cerca que nos sea posible, su concepción de la autoactividad de las masas con aquella de Rosa, plantear el difícil problema (pues el asunto está muy embrollado): ¿ésas dos maneras de ver estarán separadas por un abismo? ¿La teórica marxista habrá creído, por lo contrario, que debía exagerar las diferencias? ¿Huelga de masas es o no sinónimo de huelga general?
El anarquismo fue desde siempre la bestia negra de los socialistas alemanes. En el seno de la Primera Internacional y desde antes de 1870, Bakunin había fustigado la desviación parlamentarista de los jefes de la socialdemocracia que se habían extraviado en una especie de frente popular avant la lettre con los partidos burgueses liberales. Bakunin denunció su consigna equívoca y no marxista del Volkstaat, del “Estado popular”, con tanto ímpetu y persistencia que Marx y Engels debieron finalmente decidirse a condenar a su vez ese slogan oportunista[1]. Engels se tomó la revancha, cubriendo de injurias la actuación de los bakuninistas en España, durante los acontecimientos revolucionarios de 1873[2].
Los partidarios de Bakunin habían sido excluidos del congreso de la internacional de La Haya en 1872, con pretextos y recursos de la mayor mala fe, exclusión que mucho más tarde aplaudiría Rosa Luxemburg[3]. La supervivencia durante varios años de una internacional llamada “antiautoritaria”, que lejos de estar compuesta solamente de anarquistas, incluía a numerosos socialistas que se habían unido a ella por solidaridad con los expulsados, hizo rabiar a los marxistas que habían conducido a la suya a la vía muerta de un estéril traslado a New York.
Pero, además, en múltiples ocasiones, la hidra anarquista había aparecido en el seno mismo de la ciudadela en apariencia compacta e inexpugnable de la socialdemocracia alemana. Ya un militante tan valeroso como desconocido, Johan Most, se había rebelado contra la blandura legalista con que el partido había respondido frente a las leyes de excepción antisocialistas del canciller Bismarck. Por ese “crimen” fue excluido de un congreso realizado en territorio suizo, en 1880. Se incorporó inmediatamente al anarquismo y se expatrió a los Estados Unidos, donde animó el movimiento que debía recibir como respuesta de los grupos dominantes la ejecución de los mártires de Chicago[4].
Cuando las leyes de excepción fueron derogadas, en 1890, el retorno a la normalidad favoreció la eclosión de un movimiento anarquizante de oposición contra la burocracia del partido. En algunos grandes centros, la dirección y el grupo parlamentario fueron acusados de querer empantanar al partido en el parlamentarismo. Los principales militantes de este izquierdismo eran gente muy joven, por lo que se los conoció por el mote de Jungen. El tipógrafo berlinés Werner se convirtió en su vocero. Acusó a los “dictadores” del partido, entre ellos Bebel, de reformismo pequeñoburgués y colaboración de clases. Estos procedimientos fueron juzgados “absolutamente repugnantes”, y dos de los rebeldes fueron expulsados en el congreso de Erfurt en 1891. Poco después los “Jóvenes” formaron un efímero partido de los socialistas independientes; luego, algunos se apresuraron a reintegrarse al seno de la vieja morada, otros se proclamaron libertarios y publicaron un periódico, Der Sozialist, “órgano del socialismo anarquista”[5].
Wilhelm Liebknecht, gran maestre de la socialdemocracia, fue quien dio el tono. El anarquismo que, aseguraba, no tenía “ninguna importancia”, parecía ser una pesadilla que lo perseguía en todas partes. Lo tachaba de “impotente” y no vacilaba en proclamar que “el anarquismo es y seguirá siendo antirrevolucionario”[6].
Rosa Luxemburg, en los comienzos de su carrera en la socialdemocracia alemana y, sobre todo, para adquirir en ella carta de ciudadanía, creyó conveniente denunciar a su vez esa “enfermedad infantil anarquista”, admitiendo al mismo tiempo que, con todo ese peligro, era menos grave que el del revisionismo oportunista. No por ello fue, retrospectivamente, menos venenosa con respecto a los Jungen, a sus “inclinaciones hacia el anarquismo”, y sus “agitaciones puramente negativas”, por tanto “conducentes a la bancarrota política”. Sostenía que hacía falta “un completo aturdimiento para continuar aimn hoy aferrados a la quimera anarquista”[7].
La revolucionaria terminaría por cambiar de opinión, mucho más tarde, cuando convertida en espartaquista, a fines de 1918, evocaría, esta vez con simpatía, la “tentativa extremista de lucha directa contra el legalismo reaccionario” que, en los inicios de los años 90, había “hecho su aparición dentro de las filas de los obreros alemanes”. “Los militantes de la izquierda del partido, afirmaría entonces, trataron de apoyarse en esa tendencia espontánea para impedir que el partido degenerara hacia una posición puramente parlamentaria”. Bebel y sus amigos se habían aplicado a persuadir al viejo Engels de que “el movimiento obrero alemán estaba amenazado por una desviación anarquista”. Una consecuencia de ello, reconocería Rosa, era que esa tradicional denuncia de anarquismo se volvería contra la oposición de izquierda luxemburguista y le serviría a Kautsky para “denunciar y quebrar cualquier resistencia contra el parlamentarismo”, resistencia objeto de excomuniones “como anarquismo, anarcosindicalismo o hasta el máximo, como antimarxista ”[8].
Una vez más el anarquismo levantó cabeza dentro de la socialdemocracia, como ya lo hemos visto, con la tendencia representada por el doctor Friedeberg, que era un partidario tan obstinado como simplista de la huelga general, así como el sindicalismo “puro” y antiparlamentario, cosa bastante paradójica en un país como Alemania, donde los sindicatos eran más reformistas aimn que el partido socialista. Friedeberg multiplicó sus intervenciones en favor de ese medio de lucha revolucionaria en los congresos de Dresde, en 1903, Bremen en 1904, y en el congreso socialista internacional de Amsterdam en el mismo año. Dio una conferencia sobre el tema y publicó en folleto su mediocre discurso de Amsterdam[9]. En París, Hubert Lagardelle señalaba, con motivo de una encuesta sobre la huelga general, en 1905, que “la emoción producida por su propaganda está lejos de haberse calmado”[10]. En Amsterdam, Friedeberg hizo una declaración que de todos modos vale la pena consignar: que él no votaría la solución de compromiso de los holandeses sobre la huelga de masas “porque tiende a ampliar la distancia entre el anarquismo y el socialismo, cuando yo, por lo contrario, quisiera verla desaparecer”[11]. Fue objeto de una rechifla. Hasta Karl Liebknecht y Clara Zetkin, que eran entusiastas partidarios de la huelga de masas, habían calificado las concepciones de Friedeberg en Bremen de “extravagantes ”[12].
Hemos visto que Rosa revisó, a la luz de la revolución rusa de 1905, la tajante condena de la huelga general que su partido había heredado de Engels. “Ciertamente, escribía, la revolución rusa exige una revisión a fondo del antiguo punto de vista del marxismo sobre la huelga de masas”. Llegó hasta hacer una concesión de vocabulario. La revolución rusa había llevado a la maduración de “la idea de la huelga de masas [...] y aun de la huelga general”. Pero para cubrirse de sus adversarios reformistas y antianarquistas dentro del partido alemán creyó conveniente administrarle, al mismo tiempo, al anarquismo, una tanda de palos.
Aunque desmentido, el marxismo seguía teniendo razón. Al volver sobre sus pasos obtenía una “victoria bajo otra forma”. Marx y Engels se habían equivocado, es cierto, pero no estaban errados. Los papas jamás cometen errores. No resulta, por tan- to, que “su crítica del anarquismo fuese falsa”. “La revolución rusa no significa la rehabilitación del anarquismo, sino más bien su liquidación histórica”. “La patria de Bakunin debía convertirse en la tumba de sus enseñanzas”.
Al tiempo que sostenía, como vimos, que el partido socialista ruso había sido desbordado por el movimiento elemental de las masas, Rosa pretendía que “la entera dirección de la acción revolucionaria y también de la huelga de masas está en manos de las organizaciones socialdemócratas” y que “los anarquistas, en tanto que tendencia política seria, no existen absolutamente en la revolución rusa”. El puñado de “anarquistas”, o pretendidos tales, no hacían más que mantener en algunas ciudades “la confusión y la inquietud de la clase obrera”. Y pasaba de la deformación a la injuria: el anarquismo se había convertido en la “insignia de los ladrones y saqueadores vulgares”, del lumpemproletariado contrarrevolucionario, “gruñendo como una bandada de tiburones en la estela del navío de guerra de la revolución”. Tomando sus deseos por realidades, vaticinaba que “la carrera histórica del anarquismo está lisa y llanamente terminada”[13].
Sin embargo, ese sacrificio ofrecido en aras de la derecha de la socialdemocracia alemana no preservó a Rosa de las iras de la burocracia de su partido, y menos aimn de los sindicatos. No logró inmunizarla de ser víctima a su turno de la acusación de desviaciones anarquistas y anarcosindicalistas. En ¿Reforma o revolución? ella había tratado de “trabajo de Sísifo” a la acción reivindicativa sindical, pues cualquier reforma parcial arrancada por el proletariado era inmediatamente roída por la burguesía. En 1908, en su libro El camino del poder, Kautsky había cometido la imprudencia de retomar por su cuenta la misma expresión. La Comisión General de los sindicatos replicó con un folleto vengativo: Trabajo de Sísifo o resultados positivos, en el que Rosa Luxemburg y Kautsky eran metidos en la misma bolsa y vilipendiados como “anarcosocialistas”[14]. Más tarde, en 1913, sería a su vez Kautsky quien, después de su vuelco, trataría a Rosa de “anarcosindicalista” y acusaría a su folleto de 1906 sobre la revolución rusa de ser “una síntesis de concepciones socialdemócratas y anarquistas”[15].
Las execraciones de Rosa contra el anarquismo, sus esfuerzos por diferenciarse de él, eran en gran medida precauciones del lenguaje, artificios de autodefensa. Queda por ver si en realidad existían tales diferencias entre la huelga general anarquista y la huelga llamada de masas.
El viejo guesdista Bracke, a quien nadie podría sospecharle complacencias a favor de los anarquistas, explicaba a un congreso de su partido, en 1904: “Los alemanes discuten desde hace algún tiempo sobre algo que les repugna llamar huelga general, porque el término se refiere a la concepción anarquista; ellos hablan de una huelga de masas”[16]. J. P. Nettl, en numerosas páginas de su erudita biografía, mostró el evidente parentesco existente entre las dos concepciones rivales[17].
La idea de la huelga general es antigua. Fue experimentada por el proletariado parisiense desde 1840 y por los cartistas británicos desde 1842[18]. Fue reactualizada por la Primera Internacional en el congreso de Bruselas de 1868, pero sólo para el caso de una declaración de guerra.
Bakunin fue el primero que vio en la huelga general el arma de la lucha de clases revolucionaria. A propósito de innumerables huelgas estalladas en Bélgica, Inglaterra, Prusia, Suiza y Francia, escribía en un artículo de 1869: “Cuando las huelgas se extienden, se interrelacionan cada vez más estrechamente, están a punto de convertirse en una huelga general. Una huelga general, con las ideas de emancipación que reinan actualmente dentro del proletariado, no puede dejar de concluir en un gran cataclismo que obligaría a echar una piel nueva a la sociedad. Sin duda, todavía no estamos en esa situación, pero todo nos conduce a ella”. Adelantándose a los argumentos derrotistas de los socialdemócratas contra la huelga general, Bakunin planteaba la cuestión: “Quizá las huelgas se suceden tan rápidamente que es de temer que el cataclismo se produzca antes de que el proletariado esté suficientemente organizado”. Para responder inmediatamente: “No lo creemos así, pues en primer lugar las huelgas indican ya cierta fuerza colectiva, cierto entendimiento entre los obreros; consecuentemente, cada huelga se convierte en el punto de partida de nuevos agrupamientos”[19].
Ese texto memorable no fue ignorado por Rosa Luxemburg, quien lo citó, aunque tomando sus distancias respecto de él[20].
Aquella genial anticipación, que la revolución rusa de 1905, las ocupaciones de fábricas en Francia en 1936 y 1968, reactualizarían de una manera tan deslumbrante, fue ridiculizada por Engels más tarde con la mayor mala fe: “La huelga general es en el programa de Bakunin la palanca que utiliza como preludio de la revolución social. Una buena mañana to- dos los obreros de todas las empresas de un país, o del mundo, dejan el trabajo y obligan de esa manera a las clases poseedoras, a lo sumo en cuatro semanas, a someterse o a lanzarse al ataque contra los trabaj adores, de manera que éstos tendrían el derecho de defenderse y al mismo tiempo derribar la vieja sociedad de un solo golpe”[21].
En el congreso de la internacional en Ginebra, setiembre de 1873, la cuestión de la huelga general figuraba en el orden del día. James Guillaume, discípulo de Bakunin, propuso una moción, recomendando a los obreros “consagrar sus esfuerzos a completar la organización internacional de las asociaciones profesionales a fin de permitirle un día emprender la huelga general, única huelga capaz de realizar la emancipación completa del trabajo”. Texto de redacción mensurada (huelga general referida a un lejano futuro, condición previa de organización sindical). Era necesario, en efecto, tranquilizar a los componentes no libertarios de la internacional, que acababa de ser reconstruida, luego de la escisión de La Haya. Sin embargo, y a pesar de esas concesiones al socialismo reformista, un delegado británico se opuso a la resolución y logró arrastrar al congreso. Se atrincheró tras el argumento pueril: “La huelga general es impracticable y es un absurdo. Para llevar a cabo una huelga general sería necesario previamente organizarse a ese efecto en todas partes; luego, desde el momento que la organización de los trabajadores sea completa, la revolución social estará hecha”[22].
A pesar de este aplazamiento, la idea de la huelga general no quedó enterrada. Fue retomada por el movimiento obrero francés, es cierto que a veces con una fastidiosa monotonía y bajo una forma demasiado simplista. Fue proclamada sucesivamente en los congresos sindicales de Burdeos, en 1888; Marsella, 1892; Nantes, 1894; Limoges, 1895; Rennes, 1898[23]. Penetró hasta el movimiento socialista, extraoficialmente, por intermedio de un político, futuro renegado del proletariado, Aristide Briand, que la utilizó para fines dudosos[24].
El prestigio de la huelga general entre los trabaj adores provenía de varias causas. La huelga general era su arma propia, su creación espontánea. No la había descubierto ningún teórico. Para llevarla a cabo no necesitaban de ningún jefe político más o menos desacreditado. Se negaban a esperar su propia emancipación de un grupo parlamentario, o de un gobierno “republicano”, o de un ministro “socialista”. Los trabajadores querían mover ellos mismos los resortes de su combate. La huelga general era el instrumento de su “acción directa”. Poseía, por tanto, una punta netamente antiparlamentaria, por eso, como lo señalaría el filósofo Georges Sorel (que cometió el error de querer hacer de ella un “mito”), los socialistas parlamentarios “se sofocaban tanto tratando de combatirla”[25]. Bebel, en el congreso de Jena de 1905, afirmaba con acrimonia: “El final de la canción es que los partidarios de la huelga general han perdido todo interés por participar en la acción política”[26].
Era un hecho que los sindicalistas revolucionarios, particularmente los franceses, reprobaban la huelga general (o huelga de masas, según la terminología alemana) desde el momento que ésta fuera puesta al servicio de un objetivo “político”, en el sentido parlamentarista y electoralista del término. Tal era, en efecto, el uso que se le había dado, entre otros, en el caso de las huelgas belgas de 1893 y 1902, cuando el asunto había sido la extensión del sufragio universal. Ése debía ser también el objetivo en Prusia, entre 1910 y 1914, de la huelga general preconizada, por otra parte en vano, por Rosa Luxemburg. El mismo era, finalmente, en el plano intelectual, el tema desarrollado por Henriette Roland-Hoist en su libro sobre la huelga de masas, prologado por Kautsky.
Los anarquistas condenaron humorísticamente ese acaparamiento de su huelga general por los politiqueros. Christian Cornelissen, socialista libertario que había abandonado los Países Bajos para radicarse en Francia, sostenía: “La huelga general no podría ser hecha artificialmente por un partido cualquiera a los fines propios de ese partido [...]. Un partido político que pretenda empujar a las masas a la huelga general por intereses partidarios, arriesga [...] comprometer gravemente la formidable arma que [...] es la huelga general”[27].
En el congreso anarquista internacional de Amsterdam, en 1907, Pierre Monatte y Amadeo Dunois lograron la aprobación de un acuerdo que decía: “La huelga general no puede ser confundida con la huelga general política (Politischer Massenstreik), que no es otra cosa que una tentativa de los políticos para apartar a la huelga general de sus fines económicos y revolucionarios”[28].
En cambio las grandes huelgas de la revolución rusa de 1905 no se correspondían totalmente ni con el esquema anarquista, ni con el de los políticos. Éstas reconciliaban a los partidarios de una y la otra forma de huelga. Como lo señalaría el guesdista Charles Bonnier, habían sido “el coronamiento de una obra muy compleja, un medio empleado junto con otros, que había tenido éxito en razón de las circunstancias excepcionalmente favorables en cuyo seno se habían producido”[29].
Pues hay “política” y política. Los sindicalistas no se equivocaban al negarse a participar en las combinaciones parlamentarias y electoralistas de los politiqueros socialdemócratas. Pero evidentemente su concepción de la huelga general revolucionaria contenía una grave laguna: omitían demasiado a menudo el insistir, paralelamente a la acción en el plano económico, sobre la absoluta necesidad de atacar al corazón, al Estado burgués o absolutista, no, desde luego, para hacerlo renacer bajo una nueva forma, llamada “popular” o “proletaria”, sino para quebrarle el espinazo de una vez por todas[30].
Formulada la anterior reserva, en el espíritu de sus protagonistas la huelga general era una empresa seria, nada aventurera ni calcada sobre un esquema previo, ni en lo más mínimo, mítica o abstracta, y que tenía en cuenta las realidades del momento. Esto contrariamente a la caricatura de la que se valían para desacreditarla los socialdemócratas, incluida Rosa Luxemburg. El secretario de la C.G.T. francesa, Víctor Griffuelhes, exponía en 1904: “La huelga general será lo que el trabajador conciba y como la sepa crear. La acción se desenvolverá conforme el grado de conciencia del obrero, y según la experiencia y el sentido de la lucha que haya logrado [...]. El movimiento nacerá de las circunstancias, de una mentalidad obrera elevada, a la par de los acontecimientos, los que llevarán en sí mismos los necesarios elementos de generalización”[31].
En un notable folleto publicado por la C.G.T. francesa, se dice explícitamente que “la finalidad lógica” de la huelga general es la autogestión, “la toma de posesión de los medios sociales de producción, es decir la expropiación de la clase capitalista”. La huelga general no se limitaría a un simple abandono del trabajo, debía “ser inmediatamente seguida por la [...] reorganización de la producción y la circulación de los productos sobre nuevas bases [...], la puesta en común de los medios productivos sociales”. La socialización debía ser obra de los sindicatos y de nadie más. “En las Bolsas de Trabajo, convertidas en los centros nerviosos de la nueva organización social, afluirán las demandas de productos, que serán inmediatamente transmitidas a los grupos interesados. En cuanto a la circulación, estará asegurada mediante la federación de los transportes”[32].
Sin decirlo expresamente, los partidarios de la huelga hacían, avant la lettre, la distinción entre una huelga general “pasiva”, que consistiría en una simple cesación generalizada del trabajo, y una huelga general “activa” que, de la ocupación de las empresas, debía conducir a la puesta en marcha de la producción por los propios trabajadores. Concepción de la cual los huelguistas franceses de 1936 y 1968 evidenciaron un embrión de conciencia.
¿Las fábricas a los obreros? ¡Qué escándalo! La socialdemócrata holandesa Roland Holst, cuyo libro sobre la huelga general estaba avalado por el prefacio de Kautsky, se rasgaba las vestiduras. ¡Utopía! ¡Peligrosa fantasía! ¡Delirio! clamaba armoniosamente el coro socialdemócrata. Rosa Luxemburg, empero, le reprochaba a su amiga “haber recargado el acento sobre el tema de la disciplina y la organización, y demasiado poco sobre el de los antagonismos de clases, terreno del cual la huelga de masas surge como un fenómeno elemental”[33]. Christian Cornelissen afirmaba, anticipándose lúcidamente al porvenir: la “utopía” de ayer se convertirá en la “necesidad” de mañana[34].
Una variante de la huelga general era el empleo de esta arma revolucionaria obrera, no ya en el terreno de las luchas sociales, sino en el de la lucha contra la guerra. El tronar del combate, que había comenzado con la guerra austro-prusiana de 1866 y que debía conducir a la guerra franco-alemana de 1870, había alertado a los trabajadores. Así, en el congreso de la internacional, reunido en Bruselas en 1868, se había adoptado una resolución que concluía: “El congreso recomienda sobre todo a los trabaj adores cesar todo trabajo en el caso del estallido de una guerra en sus respectivos países”[35]. Conviene recordar que en esa fecha todavía no se había perpetrado la fatal escisión de la internacional; que la internacional en cuestión era ésa cuyo consejo general estaba animado por Karl Marx; y que el proponente de la resolución fue Charles Longuet, por entonces proudhoniano, quien cuatro años más tarde se casaría con Jenny, una de las hijas de Marx.
La internacional obrera fue reconstituida en el congreso de París en 1889, pero ésta se parecía muy poco a la primera. Estaba acaparada por los socialdemócratas y excluidos los anarquistas. Sin embargo, en su segundo congreso, en Bruselas, en 1891, un socialista holandés de tendencia libertaria, Domela Nieuwenhuis, entendió conveniente proponer una resolución en nombre de su partido, declarando que los socialistas de todos los países responderán a una declaración de guerra “con un llamamiento al pueblo para que proclame la huelga general”. Agregaba en sus comentarios, adelantándose a Lenin: “Es necesario decir con franqueza que es preferible la guerra civil entre el proletariado y la burguesía antes que la guerra entre naciones [...]. Los pueblos tienen el derecho, y aun el deber, de responder a la guerra con la revolución”. Esto provocó un escándalo casi general. Sólo Francia, Gran Bretaña y Holanda votaron el texto reprobado. La delegación alemana echaba sapos y culebras. Su vocero, Wilhelm Liebknecht, replicó con indignación: “En vez de hablar continuamente de revolución, vale más trabajar por el mejoramiento de la suerte del proletariado y el afianzamiento de la organización obrera”[36].
Durante un cuarto de siglo, la socialdemocracia alemana recordaría con santo horror la moción Nieuwenhuis y, con Rosa Luxemburg a la cabeza, no dej aría pasar ninguna ocasión para vituperarla.
En el tercer congreso de la internacional, Zurich, 1893, Domela Nieuwenhuis reincidió. La resolución holandesa recomendaba nuevamente la huelga general en caso de guerra, aunque precisaba: la huelga general sería aplicable sólo en los países donde los trabajadores pudieran ejercer alguna influencia sobre la guerra; en otras partes la respuesta sería el rechazo del servicio militar. Nuevamente los socialdemócratas alemanes pusieron el grito en el cielo. La propuesta holandesa era revolucionaria sólo en apariencia, pero en realidad “reaccionaria en sus efectos, pues le hacía el juego al zarismo ruso”. El austríaco Victor Adler hasta la trató de “crimen”, su rechazo, a favor de la contramoción alemana, era “lo único verdaderamente revolucionario”. Presionado hasta el extremo, Nieuwenhuis no dudó, como por otra parte ya lo había hecho en 1870, en acusar a los socialistas alemanes de chauvinistas. Su moción, un tanto modificada, pero una vez más rechazada, establecía que la huelga general debía sobre todo extenderse “a las ramas de la industria relacionadas con la guerra”[37].
Por sorprendente que pueda parecernos actualmente, Rosa Luxemburg creyó su deber ajustar su paso al de los dirigentes socialdemócratas, y condenar tanto la huelga general “social” como la “militar”. Pero retenía de ésta sólo la caricatura, teniendo así buena ocasión para calificarla de “idea falsa” y de una utopía que debía ser combatida por todos los medios. Ella se burlaba, desde 1902, de “la fe en la huelga general como una panacea [...], la fe en una categoría abstracta, absoluta, la huelga general, considerada como el medio de la lucha de clases, aplicable y eficaz igualmente en todos los momentos y en todos los países. Los panaderos no proveerán bollos, los faroles quedarán apagados, los ferrocarriles y los tranvías no circularán. ¡Y he aquí el derrumbe! ”. Sólo tenía sarcasmos para “ese esquema trazado sobre el papel, como una batuta que se agita frente al vacío”[38].
Durante la primera revolución rusa, Rosa exclamaba: “sólo un completo aturdimiento podría esperar que el absolutismo fuera aplastado de un golpe, por una sola y única huelga general ‘continua’ según el esquema anarquista”. ¿Pero, no era bus- car una querella bizantina con el anarquismo el ergotizar sobre el carácter único o no, continuo o no, de ese rebotar de huelgas generales, distintas y a la vez formando un todo, que caracterizó a 1905?[39].
La huelga general anarquista no sería más que “una panacea milagrosa”. No sería, según Rosa, “el producto de una evolución o de una necesidad histórica”, sino un recurso para utilizar o desechar a voluntad y no importa en qué momento. “Cuando no tenemos más ningún otro recurso, entonces ‘hacemos’ una huelga general. Tal es, en realidad, la grosera concepción del anarquismo: una especie de pesado cañón de reserva que se arrastra desde el más alej ado rincón cuando todas las demás armas han fallado”. Domela Nieuwenhuis había preconizado durante años la huelga general como medio de desatar la revolución social “en veinticuatro horas” (así Rosa acortaba las “cuatro semanas” caricaturescas de las que se había mofado Engels). Pero, escribía en 1910: “la vocinglera oferta” de la idea de la huelga general llevada a cabo por Nieuwenhuis no le reportó el más mínimo éxito, nadie se dejó embaucar. El país donde la huelga general es menos puesta en práctica es hoy en día Francia, donde los sindicalistas se llenan siempre la boca con ella. Allí ya “estaba enterrada desde hacía mucho tiempo”[40].
Al leer los brillantes estudios de Rosa sobre el socialismo francés, siempre tan bien informados, se comprueba la justeza de sus ataques al reformismo de Jaurès y el ministerialismo de Millerand. Resulta asombrosa, por tanto, su incomprensión del sindicalismo revolucionario. Es cierto que, para ella, ambas cuestiones estaban ligadas. Consideraba que era la culpa del “cretinismo parlamentario” de Jaurès y sus seguidores si, por reacción, el sindicalismo y el anarquismo gozaban de tanta audiencia entre los obreros franceses[41].
Sin embargo, en el congreso socialista internacional de Stuttgart, en 1907, Rosa había terminado por admitir, al menos en su intervención oral, el principio de una huelga general contra la guerra. Recordó entonces que en el anterior congreso internacional, el de Amsterdam, en 1904, se había discutido la cuestión de la huelga general y que se había votado una resolución que recomendaba no ilusionar al proletariado respecto de sus fuerzas reales, considerando al socialismo internacional insuficientemente preparado para una huelga general. Pero, después, se había producido la revolución en Rusia, y sería una “traición”, decía, no inspirarse en ese ejemplo. Lo que hasta 1904 se había tenido por utopía ya no lo era. ¿No habían sido las huelgas de masas en el país de los zares las que habían contribuido a poner fin a la guerra ruso-japonesa?
Señalaba Rosa retrospectivamente que en el congreso de Jena de 1905 (aunque entonces se trataba de luchar por el sufragio universal y no todavía contra la guerra), se aprobó una resolución en la que la socialdemocracia declaraba “que la huelga de masas, que durante mucho tiempo había considerado anarquista, era un medio posible de utilizar en determinadas circunstancias”.
Pero como Bebel se opuso con vehemencia a una audaz moción Vaillant-Jaurès que preconizaba llegar hasta la huelga general y la insurrección para impedir la guerra, Rosa se plegó finalmente al texto del viejo líder centrista de su partido. Ella, sin embargo, logró corregir hábilmente su redacción e hizo aprobar por el congreso una enmienda propiciada por Lenin y Martov, que Bebel, tomado por sorpresa, no logró rechazar. Este agregado se hizo célebre. Recomendaba en caso de guerra “utilizar la crisis económica y política producida para [...] precipitar la caída de la dominación capitalista”. Rosa sostenía contra viento y marea que la enmienda llegaba “desde cierto punto de vista, más lejos que Jaurès y Vaillant”[42].
Sin embargo, en el congreso socialista internacional de Copenhague, en 1910, Rosa creyó conveniente aliarse con los peores reformistas socialdemócratas: Ebert, el belga Vandervelde y su adversario de siempre, el austríaco Víctor Adler, para obtener la postergación “hasta un próximo congreso” de una moción Vaillant-Keir Hardie que recomendaba “la huelga general obrera, particularmente en las industrias que abastecían de medios a la guerra”[43].
NOTAS
[1] Carta de Engels a Bebel del 18 al 28-3-75, Cf. D. G., El anarquismo, Buenos Aires, Utopía Libertaria, 2003.
[2] Engels, Los bakuninistas...
[3] Cg. Le socialisme..., p. 158.
[4] Rudolf Rocker, Johann Most, la vida de un rebelde,... D. G., Le mouvement ouvrier aux Etats Unis 1867-1967, 1968, p. 14.
[5] Albert Milhaud, La democratie socialiste allemande, 1903, pp. 49-50.
[6] Cf. Domela Nieuwenhuis, Le socialisme en danger, 1897, pp. 21, 91, 255.
[7] G. W., III, p. 151.
[8] Discours sur le programme, en Proudhommeaux, Spartacus, cit., p. 70-71.
[9] Friedeberg, cit., celebraba, entre otras cosas, el valor “ético” de la huelga general.
[10] Lagardelle, cit., p. 217.
[11] Precursor del actual comunismo libertario, en el prefacio de su folleto, Friedeberg esperaba el enlace del ideal socialista con el ideal anarquista.
[12] Lagardelle, cit., pp. 302, 306. 13 G. M., pp. 94-96.
[14] ¿Reforma o revolución?; Frölich, Rosa Luxemburg, cit. 88.
[15] Kautsky, Der politische Massenstreik, Berlín, 1914, pp. 202-203.
[16] Bracke, en el congreso de Lila del partido socialista francés, 9 al 11 de agosto de 1904.
[17] Nettl, cit., I, pp. 297, 425, 429, 437; II, pp. 496-499.
[18] Octave Festy, Le Mouvement ouvrier a Paris en 1840, Revue des Sciences Politiques, 1913; Colette Chambelland, L’Idee de grève générale en France (1871-1914), París, 1953 (manuscrito); Brécy, cit.
[19] Bakunin, Organisation et grève générale, L’Égalité, Ginebra, 3-4-69. Oeuvres, V, p. 51-52. James Guillaume plantea el problema de si el autor del artículo no habrá sido Charles Perron, presidente del comité de redacción del periódico, y no Bakunin, pero admite que dicho artículo representa “las ideas de las cuales se componía la propaganda hecha por Bakunin dentro de la internacional”.
[20] G. S., p. 30. Pero Rosa fecha este artículo el 27 de mayo de 1869 y lo atribuye al diario L’Internationale, de Bruselas. Quizás hay una confusión, pues el artículo de L’Égalité reproducía al mismo tiempo otro artículo de L’Internationale, del 27 de marzo (no de mayo), sobre la represión de las luchas obreras en Bélgica.
[21] Engels, Los bakuninistas..., cit., pp. 15-16; G. M., pp. 92-93.
[22] James Guillaume, L’Internationale, documents et souvenirs, III, 1909, pp. 118, 124.
[23] Lagardelle, cit., pp. 42-43; Brécy, cit., 39, etcétera.
[24] Aristide Briand, La grève générale et la révolution, 1900; Georges Suares, Briand, I, 1963, p. 282; Brécy, cit., p. 60-61.
[25] Lagardelle, cit., p. 9, y en esta encuesta, la opinión de Christian Cornelissen, pp. 156-160; Colette Chambelland, cit.; Georges Sorel, Reflexions sur la violence, 1910, p. 169, etcétera.
[26] Protokol del congreso de Jena, 1905, p. 302.
[27] Cornelissen, cit., pp. 159-160.
[28] Brécy, cit., p. 83.
[29] Charles Bonnier, Le Socialiste, 18-11-1905, en Sorel, cit., p. 216.
[30] Cf. D.G., Para un marxismo libertario, cit.
[31] Víctor Griffuelhes, en Lagardelle, cit.
[32] Grève générale reformiste et grève générale révolutionaire, folleto de la C.G.T., 1902, pp. 8-11.
[33] Roland-Holst, cit., p. 219.
[ 34] Corneissen, en Lagardelle, cit., p. 157.
[ 35] Jacques Freymond, La Première Internationale, I, 1962, p. 404.
[ 36] Analytique du congres socialiste international de Bruxelles, 1891, pp. 66-77; Brécy, cit., p. 35-36; Neuwenhuis, Le socialisme en danger, pp. 34, 37.
[ 37] Analytique du congres socialiste international de Zurich, 1893, p. 20.
[ 38] G. S., p. 30-31.
[ 39] G. M., p. 114.
[ 40] G. W., IV, pp. 400, 611-612, 635.
[ 41] Nettl, cit., I, pp. 241-242, 367-368; Le socialisme en France, pp. 219-21.
[ 42] Analytique du congres socialiste international do Stuttgart, 1907, pp. 116-182; Brécy, cit., p. 81; Nettl,. cit., I, pp. 398-399, 401.
[ 43] Analytique du congres socialiste international do Copenhague, 1910, pp. 311-312; Brécy, cit., pp. 27-28, 42-43.