Volver al Indice |
Primera vez publicado: En 19 , en idioma
frances.
Versión al castellano: Primera vez publicado en
castellano en .
Fuente de la presente edicion: Daniel Guerin, Rosa
Luxemburg y a espontaneidad revolucionaria. Ediciones Anarres,
Coleccion Utopia Libertaria, Buenos Aires - Argentina,
s/f. ISBN: 987-20875-1-2. Disponible en forma digital en: http://www.quijotelibros.com.ar/anarres.htm
Esta edición: marxists.org,
Derechos: © Anarres. "La reproducción de este
libro, a través de medios ópticos, electrónicos, químicos, fotográficos o de fotocopias son permitidos y alentados por los
editores."
La espontaneidad goza de gran actualidad, por no deciç lo que sería peyorativo, que está de moda. Mayo de 1968, huracán que nadie desencadenó deliberadamente, que en, cada una de las empresas y los establecimientos educacionales de Francia puso en tela de juicio al poder capitalista y la ideología burguesa, estuvo a punto de barrer un gobierno en apariencia fuerte y prestigioso (“En mayo todo se me escapaba”, Charles De Gaulle). Mayo del 68 fue una borrachera para una juventud entusiasta, y los efectos mágicos de la espontaneidad la deslumbraron durante un tiempo. Pero los mismos sortilegios que les había hecho atropellar a todas las instituciones y perturbar to- dos los valores establecidos, incluidos la C.G.T. y el Partido Comunista, a la larga afectaron de impotencia a esos jóvenes magos. El recurso exclusivo al arma de la espontaneidad fue, en consecuencia, puesto en tela de juicio.
Parece útil, por tanto, proceder al examen de un fenómeno complejo y, a pesar de la reciente lección de los hechos, todavía bastante mal explorado.
La espontaneidad, fuerza elemental que, por ello, no es el invento de ningún teorizadoç ha sido observada, analizada y, en parte, exaltada por una gran teórica revolucionaria, Rosa Luxemburg. Resulta normal, por tanto, que mayo del 68 haya multiplicado el interés por sus trabajos, sobre todo para quienes se ocupan de la autoactividad de las masas.
Pero el 1968 francés no sólo ha demostrado la eficiencia de la espontaneidad, también fue un relevamiento de sus limitaciones. Aparte, un sector de “espontaneístas” irreductibles, adversarios maniáticos de la organización, por odio al peligro burocrático, y que se han condenado a la esterilidad, ningún militante, ni en los medios estudiantiles ni en la clase obrera, cree actualmente que sea posible, para llevar a su término una revolución, prescindir de una “minoría activa”. Desgraciadamente, ni el Partido Comunista, convertido en “contrarrevolucionario”, ni los grupúsculos sectarios rivales –que a pesar de sus esfuerzos no han logrado suficiente arraigo en el proletariado–, han podido hasta ahora proveer esa necesaria punta de lanza. El provisorio fracaso es debido, no tanto a los excesos del “espontaneísmo” como a la momentánea carencia de una formación obrera en condiciones de desempeñar un papel revelador de la conciencia.
Antes de pasar al análisis de las concepciones luxemburguistas acerca de la espontaneidad, nos parece necesario, a título de contribución personal, examinar rápidamente la naturaleza y el mecanismo del movimiento de masas, pues Rosa estudió más sus efectos, sus manifestaciones exteriores, que su dinámica interna. Simple, como todos los fenómenos de la naturaleza, elemental, como el hambre o el deseo sexual, esta fuerza tiene como motor primario, como impulso original, el instinto de conservación de la especie, la necesidad de subsistencia, el aguijón del interés material[1]. Los trabaj adores se movilizan, abandonan la pasividad, la rutina y el automatismo del gesto cotidiano, dejan de ser moléculas aisladas y se sueldan con sus compañeros de trabajo y de alienación, no porque un “conductor” los incite a ello, tampoco, lo más a menudo, porque un pensamiento consciente los despierte y fanatice, sino, simplemente, porque la necesidad los empuja a asegurar o a mejorar sus medios de subsistencia y, si éstas han alcanzado ya un nivel más alto, a reconquistar su dignidad de hombres.
Este movimiento existe permanentemente, en estado latente, subterráneo. La clase explotada no deja en ningún momento de ejercer una relativa presión sobre sus explotadores para arrancarles, en primer lugar, una ración menos mezquina, y luego un mínimo de respeto. Pero, en los períodos de baja, esa presión es sorda, invisible, heterogénea. Se manifiesta en débiles reacciones individuales o de pequeños grupos aislados. El movimiento de masas se halla atomizado, replegado sobre sí mismo.
Sin embargo, en ciertas circunstancias ocurre que reaparece bruscamente en la superficie, se manifiesta como una enorme fuerza colectiva homogénea, ocurre que estalla. El exceso de miseria o de humillante opresión, no sólo económica, sino también política, provoca en cada una de sus víctimas un grito tan alto que todas las víctimas se sienten gritando juntas –a veces,
por otra parte, uno o dos gritos se adelantan a los otros, aun en el más espontáneo de los movimientos. Como decía un obrero: “Siempre hay alguien que comienza la espontaneidad”–; y la unanimidad de ese grito les da confianza en sí mismos; y su protesta se convierte en un alud, el contagio revolucionario se extiende al conj unto de la clase.
Lo que confiere su particularidad al movimiento de masas es el carácter concreto, pero limitado, de sus objetivos. Inconsciente, al menos en sus comienzos, difiere por su naturaleza de las acciones de los grupos políticos conscientes, o pretendidos tales. Puede, en ciertas circunstancias, proyectar su impulso a través de un partido, pero aimn así no se produce una verdadera fusión. El movimiento de masas continima obedeciendo a sus propias leyes, persiguiendo sus fines particulares, como el Ródano, que luego de verter sus aguas en el lago Leman prosigue su propio curso. La disparidad entre los móviles de la acción de las masas y aquellos de los partidos políticos es el origen de toda suerte de errores y desencuentros, de tácticas y diagnósticos falsos.
En una revolución existen dos clases de fuerzas que pueden marchar juntas y aun asociarse, pero que no son de la misma naturaleza y no se expresan en el mismo lenguaje. Toda revolución parte de un equívoco, unos se ponen en camino hacia objetivos puramente políticos –en la Rusia de 1905 y 1917, por ejemplo, contra el despotismo zarista–, los otros se lanzan a la lucha por motivos bastante diferentes: en la ciudad, contra la carestía de la vida, los bajos salarios, los impuestos, incluso el hambre; en el campo, contra la servidumbre y los cánones feu- dales, etc. Puede ocurrir que los segundos, por una natural asociación de ideas, adopten momentáneamente la terminología de los primeros, les presten sus brazos y viertan su sangre por ellos. Pero no por eso el movimiento de masas deja de seguir su propio camino. Como ha hecho con ellos una parte del camino, los políticos se imaginan que el movimiento de masas estará eternamente a su disposición como un perro amaestrado, que podrán llevarlo a donde ellos quieran, hacerle aceptar lo que a ellos les convenga, aplacar su hambre o dejarlo hambriento, hacerlo avanzaç retroceder y volver a avanzar conforme con sus cálculos, utilizarlo, llevarlo a una vía muerta y sacarlo luego de ella para volver a utilizarlo. El movimiento de masas no siempre se presta para semejante gimnasia. Una vez puesto en marcha no permanece fiel si no se le es fiel, si no se avanza siempre con él, ininterrumpidamente y en la dirección que su instinto de conservación le indica.
La asociación de ideas que hace aceptar a las masas el lenguaje de los políticos es frágil. Muy poco hace falta para romperla, para anular el circunstancial acuerdo: a veces una simple pausa en la marcha que, aun si es estratégicamente hábil, puede quebrar el impulso de las masas. Tal político, que la víspera, con un gesto, una palabra, ponía en pie a cien mil hombres, al día siguiente gesticula en el vacío, sin que nadie le responda. Puede desgañitarse, la asociación de ideas ya no funciona, la confianza ya no existe, el milagro no se produce más. Decepcionado, el movimiento de masas jura que no lo volverán a estafar, se repliega sobre sí mismo, ya no está a la disposición de nadie.
Una larga y cruel experiencia enseñó a los trabaj adores a desconfiar de los políticos, a quienes aplican despectivamente un nombre que expresa la distinta naturaleza de su movimiento: “politiqueros”. Fácilmente consideran a los políticos: parásitos, ociosos y charlatanes que siempre los usaron para traicionarlos. Se rehúsan, así, con la misma rapidez como antes se habían entregado, y se maldicen por haber dejado nuevamente que “les hicieran el cuento”.
La masa de los trabaj adores, encadenados desde el alba a la noche a su dura labor, aplastados por la fatiga, los problemas domésticos y, en las grandes aglomeraciones urbanas, por la lentitud y la incomodidad de los transportes, atontados por los “mass media”, monopolizados por la clase dominante, carentes de tiempo libre y de medios propios de información, en su con- junto no alcanzan a relacionar la lucha por mejoras materiales con un objetivo superior sin el cual, como el trabajo de Sísifo, esa lucha deberá perpetuamente recomenzar.
Sin embargo, a pesar de todo, una minoría proletaria, más instruida y lúcida, compuesta principalmente por obreros calificados, logra elevarse por sobre el estrecho horizonte del pan cotidiano[2]. De esta manera el insconsciente relativo de la clase puede ser esclarecido por el consciente. Si esta elite obrera se muestra capaz de dar cuenta de las particularidades y de las leyes complejas del movimiento de masas, si vela sin desmayos para que la asociación de ideas juegue constantemente entre las reivindicaciones inmediatas de sus compañeros de trabajo y el objetivo revolucionario propuesto, si se dedica a sugerir, a explicar, nunca a “dirigir”, entonces la fusión tiene probabilidades de realización.
Tal fusión es indispensable, pues ambas fuerzas se necesitan absolutamente. ¿Qué puede hacer una elite sin las masas? ¿Qué pueden las masas sin las elites sino, luego de una breve explosión, de efímeras conquistas, retirarse decepcionadas, sintiéndose vencidas?
Cierto es que a veces la elite y el movimiento de masas se dedican a un siniestro juego de escondite. El segundo está preparado para el combate y ya se ha lanzado a la pelea. Sería suficiente que algunos militantes conscientes le ayudaran a trascenderse. Pero, en el preciso instante en que sería necesaria, esa elite no existe o, si está presente, no logra elevarse a la altura de la situación. La conciencia ha fallado en su tarea, o la clase dominante ha logrado ponerla a su servicio. El instinto, abandonado a sí mismo, luego de algunas violentas sacudidas y escaramuzas de retaguardia, se pierde en la arena. Revolución frustrada.
Puede también ocurrir lo contrario. Después de haber aprendido la lección de anteriores experiencias, una minoría consciente se muestra capaz de seguir hasta el fin. Se vuelve al movimiento de masas y requiere su apoyo, pero las masas no interpretan el llamado, o en ese momento están adormecidas, porque están ocupadas en la digestión de las migajas arrancadas al enemigo o porque el recuerdo de un reciente fracaso o de una represión brutal ha dispersado al movimiento. Reducida a sus magras fuerzas, la minoría consciente se agita y se agota en vano. Revolución frustrada.
La victoria surge de la conjunción de las dos fuerzas, el día que, a pesar de sus diversidades, sus diferencias de formación y de óptica, sus intereses divergentes, se lanzan juntas a la batalla. Octubre de 1917.
Sin embargo, aun cuando se trate de una formación política que se reivindique del proletariado, cuyos intereses coincidan por un momento con los del proletariado, como fue el caso del partido bolchevique en el otoño de 1917, no es posible generalizar a partir de tal ocasional conjunción, ni se puede estar de acuerdo con Gramsci cuando el marxista italiano sostiene que la “teoría” –denotando con ese término una “dirección política del proletariado”– y “espontaneidad” “no pueden oponerse entre sí”. Tal optimista afirmación revela idealismo, y ha sido cruelmente desmentida por la historia.
Resta examinar, lo que será cuestión al final de este libro, una forma obrera consciente, presentida dialécticamente aunque no verdaderamente hallada por Rosa Luxemburg, que no sería distinta ni separada del grueso de la clase, siendo el fruto mismo de sus entrañas, cuyos modos de funcionamiento la inmunizarían contra el peligro de burocratización. Entonces, sólo entonces, los graves obstáculos que comprometen la simbiosis de la espontaneidad y la conciencia quedarían al fin removidos.
NOTAS
[1] Se resume aquí un capítulo de D. G., La Révolutün Française et nous. Ed. La Taupe, 1969, p. 39 ss., donde el movimiento elemental de las masas es examinado a partir de la revolución francesa del siglo XVIII. Para un análisis detallado, cf. D. G. La Lutte de classes soul la Première République 1793-1797, 2 vol., Gallimard, 1968.
[2] Cada vez que se vuelva sobre el término elite se sobreentiende el adjetivo obrera.