Fuente: Hugo Blanco, "El Maestro", en Documentos, 6 de enero de 1970; suplemento a la edición N° 95, de
Punto Final (Santiago, Chile); páginas 2 y 3.
Publicado en marxists.org: Septiembre de 2024.
A las hojas de la mostaza sancochada llamamos “nabos hawch’a". Nos gusta mucho, a pesar de que evoca a la muerte en su causa más extendida y silenciada: el hambre.
Cuando viene el hambre devora habas, maíz, papas, chuño; no deja nada al indio... más que las hojas de la mostaza; ya sin manteca, sin cebollas, sin ajos, hasta sin sal.
Después de esas y esas hojas, viene la muerte; son sus “heraldos verdes". Viene la muerte con diferentes seudónimos en castellano y en quechua: tuberculosis, anemia perniciosa, neumonía, pujyu (manantial), wayra (viento), layqa (brujería). Se la llama por sus seudónimos, porque su verdadero nombre es muy mala palabra: HAMBRE.
Pero el nabo hawch’a no tiene la culpa de esto, por eso nos gusta tanto. No digo que sea rico, yo no entiendo de estas cosas; ya me equivoqué con el chuño, yo decía que era muy rico y la gente entendida afirma que es insípido. Por eso yo sólo digo que nos gusta mucho aunque nos recuerde hambrunas.
Esas hambrunas en las que a veces los grin¬gos (¡tan buenitos ellos!) nos mandan de limosna maíz con gorgojo y “leche” en polvo que llegan a la parroquia, a la alcaldía o a la gobernación y de allí pasan a servir de alimento a los chanchos de los hacendados. Yo no pido que nos repartan esa limosna, yo exijo que nos devuelvan lo nuestro para que no haya hambrunas. Fue mi primo hermano, Zenón Galdós, quién pidió que se repartiera; le costó caro. Por exigir eso, el señor Araujo, alcalde de Huanoquite, lo mató de un balazo. El señor Araujo no está preso, es de buena familia.
Un domingo de mil novecientos cuarentaitantos, saboreando mi ración de nabos hawch'a, conversaba con la campesina que los vendía, sentada en el barro del mercado de San Jerónimo, Cuzco.
Conversábamos del tema del día: los temblores. Ella me explicó su origen; eran enviados como castigo porque los indios del ayllu se levantaron contra los padres dominicos de la hacienda “Pata-pata". Así lo manifestó el señor cura durante la misa de esa mañana; “El demonio no ha muerto, está en el Hospital del Cuzco". El señor cura no dijo que la muerte del “demonio” era la condición para que cesen los temblores, la campesina lo entendía así por su cuenta.
—¿Morirá?
—Seguro, está muy mal dice, por su culpa todo esto...
Ella no quería temblores ni quería ir al infierno, por eso sus palabras condenaban al "demonio”.
Pero su cara, su voz, el barro en que estaba sentada, el nabo hawch’a, su corazón, todo eso era de tierra, de tierra como el "demonio’’ que estaba en el hospital, de tierra que gritaba silenciosamente su desesperado anhelo de que el "demonio" se salvara.
Y se salvó nomas Lorenzo Chamorro... se salvó a medias porque quedó inválido. El médico le dijo:
—Solo un indio como tú puede estar vivo con seis agujeros en las tripas; lo que te fregó es una bala que te afecto la columna vertebral.
Y así lo conocí tiempo después, ya en su rincón: legañas, mugre, muletas, poncho grande, voz vibrante, ojos de fuego.
Lo miré y supe quo era verdad que producía temblores: mi sangre temblaba, mis siglos temblaban cuando me acerqué a abrazarlo.
—Tayta, cuéntame.
Y me dijo cosas que yo ya sabía: que la hacienda "Pata-pata” de los dominicos continuaba arrebatando tierras de la comunidad, que la comunidad tenía títulos de propiedad, que la justicia no llegaba nunca, que los campesinos organizaron sindicato, que él era el Secretario General, que quisieron sobornarIo, que no cedió, que lo amenazaron, que no cedió, que cuando estaba trabajando las tie¬rras en litigio vinieron el Prior del Convento de Santo Domingo y sus matones, que como los matones no lo conocían, el Prior lo señaló "con la misma mano que consagra al Santísimo”, que entonces recibió los balazos de uno de los matones.
—Todos mis compañeros corrieron a atenderme; yo les decía: "¡No! ¡Déjenme! ¡Agárrenlo a él! ¡Déjenme...! iAgárrenlo ...!”: y ahí nomas me desmayé.
No hubo cárcel para los heridores del in¬dio, ni indemnización para el indio herido; se sobreentiende; estamos en el Perú.
Los campesinos temían ir a visitarlo a su rincón de inválido, era peligroso ... comprometedor ... Pero las campesinas iban ... "sólo a visitar a su mujer" ... hasta que el señor cura se enteró y tuvo que explicar desde el pulpito:
—Hijos míos, el Señor ha perdonado a este pueblo, pero ustedes abusan de su bondad, vuestras mujeres siguen visitando la casa del "demonio". ¡Va a caer lluvia de fuego sobre San Jerónimo! ...
Las campesinas evitaron la lluvia de fue¬go, dejaron de ir donde la mujer de Chamo¬rro.
—Mi hijo mayor lloraba como tocando su guitarra, de pena se ha muerto.
Yo seguí visitándolo, en busca de la lluvia de fuego, la sentía, escuchando relates desconocidos:
—¿Conoces el cerro Picol?
—Sí tayta, desde el Cuzco también se ve; también desde el camino de Paruro: desde bien lejos se ve ese cerro.
—Eso también querían quitarnos. Mandaron guardias a caballo. Nosotros estábamos preparados.
Los guardias no se dieron cuenta de que el camino se contorsionaba para dificultarles el ascenso; no velan que los p’ata kiskas (cac¬tus) abrían sus brazos erizados de espinas amenazándolos; no notaron el odio de las piedras, de los guijarros; no comprendieron que si la gran herida roja del cerro tomaba color humano, era por la colera, la santa colera de ver guardias donde solo debía haber hombres.
De pronto algunas piedras se movieron; no eran piedras, eran indios honderos; como los indios de antes, como los indios de siempre, con las hondas de siempre. Las hondas de las huestes de Túpac Amaru, las hondas que lanzan el grito de rebelión: ¡Warak’as!
Pero esta vez los proyectiles no eran los de siempre, no eran las piedras indias... jdinamita!
Se atascó el cerebro de los guardias; antes de que se dieran cuenta de lo que sucedía, los caballos estaban en dos patas y ellos en cuatro, corriendo ladera abajo en medio de explosiones, sin hacer caso a los brazos feroces de p'ata kiska, que fácilmente se desprenden del cuerpo de la planta y difícilmente del cuerpo de la gente o de las bestias.
—No regresaron más. Así hay que pelear, aprendí, con warak’a y con dinamita; con las mañas de los indios y con las mañas de los mistis; hay que conocer bien lo de nosotros y lo de ellos.
—Si tayta... hay que conocer bien lo de nosotros y lo de ellos para pelear mejor.
Y las lecciones continuaban;
—Toca mi cabeza en esta parte. ¿Qué hay?
—Hueco tayta, no hay hueso, hueco no¬más hay.
—Te voy a contar de ese hueco: eso fue en Oropeza. Los indios estábamos en pleito con el hacendado. Él se consiguió compadres, nosotros nos cuidábamos. Pero una vez tuvimos fiesta y nos estábamos emborrachando; en eso llegaron los compadres del hacenda¬do queriendo matarnos a palos.
Los antiguos contendores, los de siempre, los de siglos, los de toda la Tierra; de un lado, “los compadres del hacendado”: mezcla de bestias y máquinas, como todo aquel que combate por el amo, sea mercenario, marine yanki, ranger o amarillo. Es la anti-humanidad que hiere al Hombre. Máquina bestializada que no piensa. Encierra a un hermano adentro, claro está, pero mientras no surge el hermano, es todavía eso: máquina y bestia. fabricada para herir al hombre.
De otro lado “los indios”: representantes del Hombre en general, humanizados por encima de la borrachera, porque ahora solo la rebelión convierte al hombre en Hombre. “Los indios” luchando por el Hombre, por la tie¬rra; por la tierra de ellos y de todos los hom¬bres.
—De repente nomas llegaron. A mí me agarró uno de ellos y me rompió la cabeza de un palazo; yo me caí muerto, pero me levanté para meterle el cuchillo y vuelta me caí muerto. Después, no sé cuánto tiempo habrá pasado, comencé a escuchar de lejos el doble de las campanas. “¿Cómo será? —decía yo en mi adentro— ¿de mí estarán doblando o del perro del gamonal?”. Después ya me moví un poco, me desperté bien y me dí cuenta de que estaba vivo. Recién me puse tranquilo, "del compadre del gamonal había sido” diciendo. Así, aunque te rompan la cabeza, cuando tienes que seguir peleando, resucitas.
—Sí tayta.
—Con juicios nunca ganamos los indios, tiene que ser así, peleando. Los jueces, los guardias, todas las autoridades, están a favor de los ricos: para el indio no hay justicia. Tiene que ser así, peleando.
—Sí tayta, así, peleando.
Me relató muchas cosas más, me contó que sus huesos no se habían roto al saltar del tren en marcha cuando lo llevaban preso.
—¿Cuentas a tus profesores lo que te hablo?
—A algunos nomás tayta.
—¿Qué te dicen?
—Unos me dicen "así es”, te quieren, tayta; otros me dicen "son ideas foráneas”.
—¿Qué es eso?
—No sé tayta.
Y las lecciones de “ideas foráneas” seguían. Lluvia de fuego.
Impotente, acorralado, volcaba en mí su candela.
Pero a veces estallaba:
—jCarajo! iYa no puedo pelear! Estas malditas piernas ya no pueden ir a los cerros. Mis manos ya no sirven. No valgo para nada. iYa no puedo pelear, carajo!
—jSí, tayta! ¡Vas a seguir peleando! Tu no estás viejo, tayta; tus pies, tus manos nomás están viejos. Con mis pies vas a ir donde nuestros hermanos, tayta; con mis manos vas a pelear, tayta; como cambiarte de pon¬cho nomás es. Mis manos, mis pies, te vas a poner para seguir peleando. ¡Como cambiarte de poncho nomás es, tayta!
HUGO BLANCO
El Frontón — noviembre — 1969