Graco Babeuf a Fouché de Nantes

LA POSIBILIDAD DEL COMUNISMO

 


Escrito: 1795.
Publicado por primera vez: Le Tribun du Peuple, No. 37.
Fuente de esta edicion: El texto que sigue procede del libro “El tribuno del pueblo”, editado por Ediciones Roca, S.A, 1975, actualmente agotado
Fuente digital de la version al español: Omegalfa.es
Traduccion: Versión al español de Victoria Pujolar.
HTML: Rodrigo Cisterna, febrero de 2015


 

¿Somos, Antonelle y yo, gladiadores dispuestos a distraer a la mul- titud curiosa y maligna con el espectáculo de una lucha encarni- zada que no tiene más motivo que una querella de pasiones o de interés particular?

Los que concibieran esta idea caerían en grosero error. Replico a Antonelle, pero no somos de ningún modo antagonistas. Abro una discusión sobre el hecho de que haya querido tomar partido en mis discrepancias con diversos periodistas, pero no es un combate lo que entablo. Nada personal entra en lo que sigue; aquel con quien trato no me ha dado ningún motivo, y sería de- masiado indigno emplear el tiempo de aquellos para quienes uno y otro escribimos en semejante ocupación. Casi todos están dedi- cados tan sólo a los grandes intereses del pueblo. Es mi tesis or- dinaria, de la que no me apartaré aunque parezca tratarse aquí de la respuesta a un hombre. Simplemente este hombre me ofrece un campo para debatida de una manera grande y luminosa. Y se presenta menos como controversia que como co-defensor de la más bella de las causas, como colaborador hábil y vigoroso de la más importante de todas las defensas que me he atrevido a em- prender, y que sostendré hasta la plena convicción de mis jueces, que son al mismo tiempo mis clientes: ya que es al tribunal de los pobres, al tribunal de Francia y del mundo sojuzgados a quienes dirijo mis vindicativos discursos.

Es, pues, menos en la posición de adversario que en aquella de co-atletas que el aquí presente alcalde de Arles y yo, debemos aparecer ante todos los ojos. Me guardaré bien de pretender alte- rar en nada esta posición. Es demasiado ventajosa para mi subli- me causa. Doy gracias al destino que me secunda enviándome tal apoyo.

Cuando un hombre es bastante audaz para abordar las materias más extraordinariamente delicadas ..., para atreverse, a las barbas de la autoridad, y en el momento en que la fuerza la hace toda poderosa, cubrir de imprecaciones y de ignominia las épocas, los hombres y las cosas, que en un momento de organización políti- ca, esta misma autoridad tiene tanto interés en hacer reverenciar, cuanto que sabe, y así es en efecto, que esta organización no puede durar más que si sobre sus épocas, sus hombres y sus co- sas, se establece una especie de culto supersticioso ... Cuando el mismo hombre, casi solo, emprende la tarea de traspasar esta veneración hacia otras épocas, otros hombres y otras cosas, dis- minuidas por la influencia sin límites del poder que manda a la opinión misma ...; cuando este hombre va más allá; cuando los de su partido son o se creen débiles, se los aliena, considerando, contra su deseo que ha llegado el tiempo de estallar, mientras a ellos les parece más imprudente que oportuno hacerlo ...; cuando este temerario llega al colmo de su atrevimiento, enunciando en voz alta propuestas para un sistema que puede aparecer tanto más peligroso para unos, como atrayente para muchos otros, pero que intento, nada menos, que cambiar el orden establecido, y hasta las instituciones que parecen formar parte de todos los re- gímenes ...; cuando, digo, tal hombre aparece en el horizonte público, está sin duda alguna en la más crítica de las situaciones. ¿Cuántos intereses no hiere? ¿Cuántas pasiones no se sienten irri- tadas por un tal innovador? Fácil es calcular las diferentes especies de fermentaciones que excita. Tiene contra él a casi todos los partidos, pero cada uno de ellos se endurece de manera distinta. El partido en el poder debe estar furioso, sin embargo, disimula todo lo que siente, para no dar demasiada importancia a un solo hombre; preferirá fastidiarle en el anonimato y por vías poco lea- les, en lugar de perseguirle abiertamente y con franqueza. El par- tido de los amigos del orden y de las instituciones existentes, también debe temblar de rabia contra quien no deja a nadie tran- quilo en el puesto que ocupa, y en medio de las cosas de las que dispone en la sociedad. El partido de los rutinarios, que cree que lo que siempre ha existido debe existir siempre, califica de quimé- rico y de extravagante cuanto sobresale de la línea de sus cos- tumbres. El partido al que las circunstancias llevan a acercarse a las ideas y los deseos del hombre de quien hablo, también lo desaprueba porque no camina cómo y cuándo este último partido quisiera. Así, batido por todos los vientos a la vez, es bien difícil que el hombre de quien hablamos se sostenga.

Razonablemente ¿qué debe desear entonces? Que alguien fuerte y con una reputación que se imponga, vaya hacia él para ayudarle en su resistencia a tantos embates reunidos. Si la concepción y el deseo de cierta suma de cualidades morales e intelectuales fueran suficientes para realizarlo, sin duda quisiera que este alguien fuera de una probidad tan irreprochable, que las gentes de todas las opiniones se vieran obligadas a respetarle; que no fuera posible sospechar de su buena fe; que su excelencia de juicio y su elo- cuencia le hicieran comprender inmediatamente las cuestiones importantes para la felicidad del mundo, y darles solución clara e incontestable. ¡Pues bien! la suerte ha satisfecho mis deseos; por- que, sin buscarlo, he hallado todo eso.

¡Hombres investidos de potestad! me encontraréis menos rebelde quizá, cuando veáis que no soy yo solo quien somete a discusión si este poder es, en vuestras manos, bien legítimo ... ¡Hombres de rutina! veréis que no es del todo un sueño creer posible que los grandes abusos, que han existido durante largo tiempo, cesen de existir ... ¡Hombres de mi doctrina! ¡republicanos sinceros! veréis que no es un crimen, ni tan sólo un abuso, proclamar en estos momentos mismos grandes verdades, porque un hombre, al que no podéis rechazar vuestra confianza, no ha temido rendirles ho- menaje inmediatamente después de haberlo hecho yo ... ¡Hom- bres de la propiedad! no contaréis por mucho tiempo con la im- punidad de vuestras maniobras expoliadoras; porque estáis vien- do que la discusión se entabla para examinar hasta qué punto vuestra posesión es legítima ... Ya no estamos tan aislados para discutir este importante punto: la arena está abierta y a cada ins- tante veo nuevos combatientes valerosos que a ella se lanzan. Antonelle, tú me has rendido otro servicio; los más fieles guardia- nes de cada uno de los partidos me hubieran podido combatir uno tras otro con injurias. Tú acabas de acallarlos con razones tan fuertes que no les quedará más remedio que condenarse al silen- cio, aunque algunos probablemente estarán tan poco contentos de ti como de mí.

He considerado tu intervención en sus relaciones morales y sus efectos políticos. Debo examinarla ahora desde el punto de vista de los detalles y en su valor intrínseco.

Las materias de mi periódico, hasta el presente, se han reducido a seis puntos. Tú las has distinguido perfectamente. Hay más de la mitad con las cuales estás en perfecto acuerdo conmigo; en con- secuencia, casi, me ahorras toda discusión sobre ellas. Veamos de nuevo, juntos, estos seis artículos.

1°. Proceso al 9 Termidor; 2°. Constitución del 93; 3°. Constitución del 95; 4°.Opinión sobre la propiedad; 5°. Sobre la cuestión: ¿Es momento de hablar de todas estas cosas?; 6°. Mis debates con los publicistas.

Son sobre las tres primeras cuestiones que tus cuatro primeras páginas me dispensan de toda disertación. El 9 Termidor tiene en Antonelle un historiador mucho más fulminante, la constitución del 93 un defensor más atrevido, y la constitución del 95 un juez más inflexible que el Tribuno del Pueblo. Pasemos pues, en seguida, al cuarto punto.

Me das la razón en cuanto a los fundamentos de los principios sobre el famoso derecho de propiedad. Convienes conmigo en la ilegitimidad de este derecho. Afirmas que es una de las más de- plorables creaciones del error humano. Reconoces, también, que es de ahí de donde derivan todos nuestros vicios, nuestras pasio- nes, nuestros crímenes, nuestros males todos ...

¡Qué confesión! ¿Lo habéis oído, millón de ricos desalmados? banda de infames expoliadores de los veinticuatro millones de hombres útiles, cuyos brazos actúan para mantener vuestra holga- zanería y vuestra barbarie? Acudid, pues, aceptad nuestro reto y entrad en la palestra; ¡destruid con razonamientos aquéllos con los cuales nosotros pretendemos probar que todo lo que tenéis de excedente de vuestras necesidades personales, os viene por vías inicuas; y que todo lo que nos falta se encuentra en cuanto de superfluo habéis sabido sacar de nuestra justa parte, por las mis- mas vías inicuas! Acudid. ¿No decís nada? ¡Cómo! ¡propietarios! se os ataca de la forma más seria; los campeones se suceden y se multiplican, ¿y vosotros no respondéis nada? Adelante, la arena está ante vosotros. Si nadie de vuestro campo quiere entrar, es porque se reconoce que vuestra causa es insostenible. Nos apro- piamos el premio del vencedor.

¿Habéis oído igualmente esta preciosa confesión, vosotros, mayo- ría imponente de ciudadanos despojados? Es el derecho de pro- piedad la causa de todos vuestros sufrimientos, de todas vuestras desgracias. Este derecho no es natural, no tiene un origen puro y legítimo: no es más que una deplorable creación de nuestra fanta- sía, de nuestros errores; ha nacido de un vicio horrendo, de la avidez, y da nacimiento a todos los otros vicios, a todas las pasio- nes, a todos los crímenes, a todas las penas de la vida, a todo género de males y calamidades. ¡Y luego se os dice que el dere- cho de propiedad es de lo más respetable! ¡Que sobre todo hay que respetar las propiedades, cuando los depositarios de este derecho asesino, os lo ordenan!

Pero, ¿qué más veo? Tú estás convencido, Antonelle ..., que el estado de comunidad es el único justo, el único bueno, el único conforme a los sentimientos puros de la naturaleza ..., que fuera de ello no pueden existir sociedades apacibles y felices de veras? ¡Ah! pero ... ¿en qué nos dividimos entonces? Tú reconoces, y yo también, que la propiedad es odiosa en su principio y criminal en sus efectos. Tú estás convencido, y yo también, de que el estado de comunidad es el único justo, el único bueno ... fuera del cual, no pueden existir sociedades apacibles y verdaderamente felices. ¿Qué separa, pues, nuestras dos opiniones?

Creo que lo siguiente:

Hemos llegado un poco tarde, tanto el uno como el otro, si he- mos venido al mundo con la misión de desengañar a los hombres sobre el derecho de propiedad. Las raíces de esta institución fatal son demasiado profundas y dominan todo; son ya inextirpables en los grandes y viejos pueblos ...

La eventual posibilidad del retorno a este orden de cosas tan sim- ple y tan bueno (el estado de comunidad) quizá no es más que un sueño ... Todo lo más que se podría esperar, sería un grado soportable de desigualdad en las fortunas ... Impugno la opinión de que nos hubiera sido más ventajoso el haber venido menos tarde al mundo para cumplir la misión de desengañar a los hombres, en relación al pretendido derecho de propiedad. ¿Quién me desengañará, a mí, de que la época actual es precisamente la más favorable? ¿qué lo es infinitamente más que no lo hubiera sido la de hace mil años? Primero, ¿es que an- tes de que el mal se haga sentir, se piensa en destruirlo? Pues bien, los hombres siempre imprevisores, cuando dejaron introdu- cir el derecho de propiedad particular, no presintieron todos los inconvenientes que de él resultarían. Sus luces de entonces, su inexperiencia, no les permitía de modo alguno hacer tal cálculo. E incluso si se les hubiese gritado: Estáis perdidos si olvidáis que los frutos son de todos y que la tierra no es de nadie, dudo que hubie- ran querido escuchar, o bien no lo hubieran creído. Por otro lado, como los resultados funestos tardaron mucho en hacerse sentir suficientemente, no hubiéramos ganado nada, al cabo de algunos centenares de años, con venir a proponerles la reforma. Luego, cuando el mal se hizo sentir, habíase deslizado ya imperceptible- mente, se le juzgaba ya entonces como algo natural; no se sabía bien de dónde venía; era resultado de todas las circunstancias que se estaba acostumbrando a ver, que se tomaban como el orden inmutable y fatal: la ignorancia, la superstición y la autoridad se habían coaligado para impedir que se desenredara la verdadera causa, o que se la pudiera atacar con la fuerza.

Pero hoy, cuando la gangrena ha extendido sus estragos hasta tal punto que ya no le queda nada que devorar; cuando todo el pue- blo ha sido reducido, primero, a dos onzas de pan por día, luego a pagarlo a 60 francos la libra; cuando la masa, la mayoría, se ha visto forzada a vender sus últimos harapos para comprarlo, o a prescindir del pan cuando todo ha sido ya vendido; cuando este pueblo ha visto claro y es capaz de entender y se halla dispuesto por su posición a apoderarse con avidez de esta preciosa verdad: Los frutos son de todos, la tierra de nadie; y cuando Antonelle llega y les dice: El estado de la comunidad es el único justo, el único bueno, fuera de este estado no pueden existir sociedades apacibles y verdaderamente felices, yo no veo por qué este pue- blo, que quiere justamente su bien, que quiere, por consiguiente, todo lo que es justo y bueno, no puede llegar a proclamar solem- nemente su deseo de querer vivir en el único estado de sociedad apacible y verdaderamente feliz.

Lejos de decir, en la época en que el exceso del abuso del dere- cho de propiedad ha llegado hasta el último periodo, lejos de decir que esta fatal institución tiene raíces demasiado profundas, me parece, por el contrario, observar que pierde la mayoría de sus filamentos, que, no reuniendo en un conjunto los apoyos principales, expone al árbol a una mayor inestabilidad. Haced muchos no-propietarios, abandonadles a la codicia devoradora de un puñado que todo lo invade, y las raíces de la fatal institución de la propiedad ya no son inextirpables. Rápidamente los despo- jados comienzan a reflexionar y a reconocer, es verdad muy grande el que los frutos son de todos, y la tierra de nadie; que lo que nos ha perdido es haberlo olvidado; y que es desatino de- mencial, por parte de la mayoría de los ciudadanos, el permane- cer en situación de esclavos y víctimas de la opresión de la mino- ría; que es más ridículo no liberarse de tal yugo, y no entrar en un estado de asociación, único justo, único bueno, único conforme a los puros sentimientos de la naturaleza, el estado fuera del cual no pueden existir sociedades apacibles y verdaderamente felices.

La revolución francesa nos ha demostrado con pruebas que los abusos, por ser viejos, no eran en absoluto inextirpables; que, por el contrario, fue su exceso y el cansancio de su larga existencia, lo que requirió más imperativamente su destrucción. La revolución nos ha dado pruebas sobradas de que el pueblo francés, por ser un grande y viejo pueblo, no es por ello incapaz de adoptar los cambios más grandes en sus instituciones, de consentir los más grandes sacrificios para mejorarlas. ¿No ha cambiado todo, desde el año 89, excepto esta institución de la propiedad? ¿Por qué esta excepción única, si justamente se reconoce que constituye lo que hay de más abusivo, la más deplorable creación de nuestra fanta- sía? ¿La antigüedad del abuso puede conservar su existencia, cuando la misma circunstancia no ha servido para conservar todos los otros abusos que fueron derribados? ¿La gravedad, la impor- tancia de éste, son motivos para que sea más respetado? La obser- vación siguiente, que no parece haber llamado la atención a An- tonelle en una primera lectura, ¿dejará de impresionarle, si se la volvemos a reproducir? Hay épocas en las que los últimos resulta- dos de las mortíferas reglas sociales hacen que la universalidad de las riquezas se encuentre absorbida en manos de unos pocos. La paz, natural cuando todos son felices, se ve necesariamente per- turbada entonces. La masa no puede ya vivir, todo está fuera de su posesión, no encuentra más que corazones sin piedad en la casta que lo ha acaparado todo, y estos efectos determinan la época de estas grandes revoluciones, fijan estos periodos memo- rables, anunciados en los libros de los tiempos, en los que la re- vuelta de los pobres contra los ricos es una necesidad que nada puede vencer.

Si esto es así, si tal conmoción es realmente inevitable, yo no veo por qué la posibilidad eventual de un retorno al estado de comu- nidad, pueda ser sólo un sueño. Es verdad, Antonelle, que seme- jándote poco a esos hombres cortantes que no vacilan en pro- nunciar juicios definitivos; es verdad, digo, que no te permites pronunciarte de forma completamente afirmativa sobre esta opi- nión de sueño. La moderas con un quizá. Encuentro este quizá tanto más precioso y bien medido cuanto que me parece que para cambiar el sueño por algo efectivo, no se trataría más que de convencer al pueblo, del mismo modo que tú pareces estar con- vencido de que el estado de comunidad, es el único justo, el úni- co bueno, el único conforme a los puros sentimientos de la natu- raleza ... y aquel fuera del cual no pueden existir sociedades apa- cibles y verdaderamente felices. Reflexiona bien si de esta convic- ción sola no dependería la posibilidad.

Exhortándote a esta reflexión, estoy seguro de comprometerte en una cosa que te es agradable. Piensas tú que la realización del plan social del cual hablamos es el anhelo constante de las almas puras, puras, el pensamiento más natural de los espíritus justos ..., que sería una felicidad alcanzarle, etc.

¿Pero, por qué me apenas luego cayendo de nuevo en tus temo- res? ¿Cuál es este grado soportable de desigualdad en las fortunas con el que te contentas? ¿No crees que sería más difícil de esta- blecer y de mantener que la más rigurosa igualdad?

Que el gran día del pueblo llegue, que se le haga transigir con los infames, que pida sólo una media justicia; es casi seguro que el pueblo no la obtendrá; la casta taimada del millón regateará, tem- porizará y tratará, al fin, de no concluir nada. Por el contrario, si el pueblo exige entera justicia, se, verá obligado a expresar con majestad su voluntad soberana, a mostrar toda su fuerza; y por el tono con que se pronuncia, por las formas que emplea, todo ce- de, nada resiste, obtiene todo lo que quiere y todo lo que debe tener. Las leyes populares parciales, los arreglos regeneradores a medias, estos simples su avizadores a los que parecen limitarse tus deseos, nunca alcanzan solidez. La ley Licinia en Roma, la del maximum en Francia, poco duraron y fueron fácilmente eludidas.

Las leyes de Licurgo fueron más durables porque eran de mayor interés, un interés diario, continuo, para cada uno de los ciudada- nos, y todos estaban interesados en vigilar por su conservación. Si no encontraras tú mismo solución al problema: ¿es el momento de levantar la voz sobre cuestiones de tan alta importancia?; si, he dicho, no encontraras solución a este gran problema hablando tú mismo de estos grandes asuntos con tu mucha libertad, fuerza, elocuencia, persuasión y razonamiento, trataré yo de añadir aquí algunas otras buenas razones a todas las que creo he dado, para justificar la afirmación de la proposición. Volveré a hablar del pretendido secreto de los patriotas, de su política y de la del go- bierno. Haré resaltar otra vez la superioridad de la táctica de este último. Diré de nuevo que el mejor secreto de los patriotas, es no tener ninguno, y persuadirse de que no les hace falta, que incluso todo secreto, toda marcha tortuosa, todo maquiavelismo, no pue- den serIes más que perjudicial; que toda disimulación sobre los hombres y las cosas no pueden más que asesinar a la patria.

Repetiré que la verdadera táctica de los defensores de la libertad, de la igualdad, de todos los derechos del pueblo, es mirar de re- forzarse, poner a todo el mundo al corriente de lo que pasa y de lo que se debe hacer, de hablar a todos de los remedios, e intere- sar a cada uno en contribuir en la administración de lo dicho.

Me esforzaré en hacer comprender que nada es más detestable, me atrevo a añadir, más tonta y más visiblemente inepto, que el aislarse, el reducirse a un puñado de patriotas que actúan, el se- pararse del pueblo, abandonar su opinión y su fuerza, pretender hacer el bien sin él, sin esta opinión y esta fuerza, y con la única arma de la prudencia, de esta ridícula prudencia sugerida por el mismo gobierno, predicada por sus emisarios, que componen todavía la mayor parte del puñado de aparentes patriotas activos, los que le dan el tono, marcan el ritmo, y se manifiestan como los que gritan más alto en todas partes.

Terminaré demostrando que esta facción de prudentes, dirigidos así, no es más que un instrumento del que se sirve el despotismo para asegurar su fortalecimiento; ... desarrollaré cómo la masa del pueblo, el pueblo-soldado, por decirlo así, al hallarse aislado de aquellos que considera como sus oficiales y sus jefes, encargados de una parte más o menos grande de mando, y al ver a estos mandos separados de él, y que dirías e hayan abandonado la cau- sa, que parece incluso hayan transigido, incorporándose al go- bierno de la tiranía del cual han aceptado los empleos; desarrolla- ré he dicho, cómo por todas estas consideraciones, la parte del pueblo a la que llaman multitud, esta parte, en efecto, esencial- mente dependiente de una dirección, que no puede marchar sin ella y siente ella misma esta impotencia, viéndose sin guías, aban- donada, se ablandará infaliblemente, caerá en el abatimiento, en la despreocupación por la libertad, se resignará a cualquier suerte, descansará de sus fatigas, despertará con hambre, y no viendo más que el despotismo que pueda darle pan, para conseguirlo correrá por su propia iniciativa a arrojarse en sus brazos.

Trataré de convencer, una vez más, de que todo retraso es insen- sato o pérfido, cuando el mal, el peligro, son extremos, cuando sus estragos están en condiciones de devorarlo todo; que también se es cómplice del incendio, cuando se contemplan sus desastro- sos progresos sin conmoverse, y oponiéndose a que se recurra a la bomba de incendios para atenuar el torrente de llamas, antes de que su impetuosidad violenta haya reducido todo a ceniza.

Comenzaré de nuevo a explicar, cómo la verdad es siempre útil y la mentira dañina al hombre; de nuevo haré resaltar de este prin- cipio aplicado, el gran peligro que se corre dejando al pueblo de Francia en un error tan grosero como el que le haría idolatrar, tomar como objeto digno de su veneración, una monstruosidad enmascarada bajo el nombre de código; mientras que, a conse- cuencia del mismo prestigio funesto y de la misma profanación, se sacrificaría a los dioses incruentos, se abandonaría a la execra- ción general el decálogo político que la universalidad del pueblo, en un momento no lejano, y que no fue el de la ilusión, recibió con entusiasmo, sancionó solemnemente, con una unanimidad conmovedora y augusta; porque supo reconocer entonces que este gran contrato nacional había sido, como Antonelle lo ha di- cho muy bien, inspirado por el profundo sentimiento de los dere- chos del pueblo, la entrega completa a sus intereses, a su gloria, el sincero deseo de verle, en fin, realizar su alto y puro destino, y transformarse, como se lo ha merecido, en fuerte y grande. Pero, repito, no tengo necesidad de recomponer estos cuadros que he bosquejado; no es necesario cuando de hecho, la duda ha resultado en todas partes; cuando no tan sólo Antonelle, sino mu- chos otros, dicen, escriben, imprimen, y publican todo lo que yo he publicado, impreso, escrito, dicho. ¿Qué mejor elogio he hecho yo de la constitución del 93 que el que acabo de reproducir del escrito al que estoy contestado? Y qué otro homenaje más religio- so he podido rendir, que el del patriota que acaba de imprimir aquel que nos legó Goujón en su testamento: Que el Pueblo fran- cés conserve la Constitución de la Igualdad que ha aceptado en sus asambleas primarias. Yo había jurado defenderla y morir por ella, y muero contento por no haber traicionado mi juramento.

¿Qué anatema fulminante he lanzado yo sobre la carta del 95, que el de calificarla sin temor de Código de Anglas, por cuya presen- tación de la propuesta de sustituirle a la ley del Pueblo, y por la lectura de la diatriba sacrílega, de la sátira excesivamente injusta que le precedió, la tribuna nacional fue mancillada el 5 Mesidor del año 3, sin que ningún diputado fiel tuviera el coraje de levan- tarse con fuerza contra este acto inaudito de audacia, sin que se haya oído una sola voz para defender la carta popular, que los conjurados del Vendimiario no hubieran aceptado, que el gabine- te de Madrid no hubiera aprobado, que el senado británico no hubiera elogiado, que, ciertamente, no fue fruto de un pacto con el partido del extranjero?

Justificas, Antonelle, mi atrevimiento cuando tú lo tienes para im- primir que la ausencia de libertad, que el exceso de coacción, que el soberano grado de tiranía eran tales en el momento de presen- tación de la constitución de Anglas, que hubiera sido imposible, o al menos inútil, oponerse a su adopción y que el desgraciado mandatario del pueblo que hubiese querido hacerlo no hubiera conseguido más que cadenas.

No es impolítico hacer el proceso del 9 Termidor, según tú ya que veo tus dos primeras páginas del número 9 del Orador Plebeyo, consagradas a este cuadro vivo y de gran parecido que nos repre- senta el escándalo del empleo de casi todos los talentos oratorios, durante un año entero, al servicio de la impostura y las crueles pasiones ..., fondo principal al cual añades estos accesorios: Arena abierta de calumnias atroces, de furores de venganza atizados, del cultivo cotidiano del odio implacable. Predicaciones públicas de masacre y asesinato. Provocaciones, en términos formales, en estilo excesivo, al degüello de un millón de ciudadanos. Apela- ción diaria al uso contra ellos de todos los puñales; derramamien- to a todas horas de la execración y del oprobio. Delirio feroz que erige todo lo que precede en moda. Desmoralización que de todo ello resulta: asfixia de la piedad natural, venganza atroz, insaciable sed de sangre, permanencia del degüello; enrolamiento de hom- bres para las hecatombes, de excitadores o ejecutores de homici- dios, todo esto elevado al rango de virtud. Como complemento, aplicación de la mordaza, de las esposas, prohibición de hablar y de escribir a todos los amigos de la libertad; cuyo resultado es este estado de retraimiento inimaginable que ha dado como resul- tado el silencio universal en el instante en que se escarnecía ofi- cialmente, en pleno senado, la Constitución del Pueblo, y se pro- vocó formalmente su abrogación expresa. Seguramente, cuando Antonelle proporciona esta bella homilía sobre el triste y deplora- ble año termidoriano, no es él quien puede desaprobar las lamen- taciones del Tribuno del Pueblo sobre el mismo tema.

Sin duda, no es tampoco respecto a mis lamentos sobre la angus- tia que nos asesina perpetuamente, que el ciudadano Antonelle encontrará que pierdo mi tiempo. Sus principios de igualdad rigu- rosa, de humanidad, su sensibilidad que se caracteriza en todas sus frases, dicen sobradamente que no es en absoluto indiferente a los dolores del pueblo aunque su posición individual quizá le ponga fuera del caso de compartidos. Sin embargo, hubiera que- rido verle entrar en esas numerosas buhardillas que dieciséis me- ses de bandidismo han devastado. Hubiera querido verle visitar las moradas de las desgraciadas víctimas de la rapacidad de las gentes honestas; y hubiera querido que, de retorno de esta tan interesante inspección, hubiera venido a contarnos, con toda la fuerza de expresión, verdad y sentimientos de que él es capaz, cómo había contemplado a hombres y mujeres, niños y ancianos, agotados y cayéndose de inanición, en esos tristes cuchitriles de los que hasta el último pequeño mueble ha desaparecido ... ¡cuán- tos de esos seres ha visto, que sufren, que carecen de todo; de pan, leña, calzado, ropa, hasta de un lecho donde poder reposar sus huesos extenuados y sin fuerza! (se ha vendido hasta el más triste catre para comprar pan a 60 francos la libra) ... ¡cuántos ni- ños ha visto palpitantes de necesidad sobre el pecho desecado de sus madres! ... ¡cuántas mujeres afligidas porque sienten morir en sus entrañas, al mismo tiempo que ellas se sienten perecer, el fruto que han concebido! ... ¡cuántas sepulturas ha encontrado en su camino, de gentes que el hambre y la enfermedad se han lle- vado! ... ¡cuántos esqueletos, aún en vida, ha percibido por las calles, disputando a los animales la presa de las mondaduras, los viles despojos de las cocinas del rico, arrancados de las cloacas!!! ... No, Antonelle, nuestros clamores comunes sobre este último tema no hubieran podido ser juzgados, de forma equitativa, como más improcedentes que aquéllos sobre Termidor, sobre las consti- tuciones del 93 y del 95, sobre la propiedad y la igualdad. Y ya que compruebo que en todo tu trabajo sobre mi número 35, has dicho aproximadamente las mismas cosas que yo, al mismo tiempo que yo, tengo un cierto derecho a extrañarme de algunas palabras de reproche indirecto que me diriges, cuando hablas del derecho que no se debe perder a preparar la reforma o el mejo- ramiento de una constitución que tú has censurado. Dices no de- be hacerse más que a través de opiniones decentes y razonadas, ofrecidas a su tiempo. No creo que con ello quieras decir que, en mi discusión de los dos números que han obtenido el favor de ocuparte, hayas podido apreciar indecencia; no has tomado, sin duda, por tal, el tono vehemente, tribunicio, ardiente que me pa- rece conviene a todo arengador plebeyo, el tono que es natural y exclusivo de todo hombre penetrado hasta el fondo de su alma de una verdadera pasión por los derechos del pueblo; el tono, en fin, que Cayo-Graco tenía en la plaza pública, cuando, según in- forman los historiadores, parecía que de su boca salieran truenos y relámpagos.

En cuanto a la palabra razonado, me cuesta creer que se aplica desfavorablemente a mí, ya que, lejos de atacar mis razonamien- tos, confiesas, dos páginas antes, que tus principios se diferencian poco de los míos, y, una página más adelante, tienes a bien ha- cerme el cumplido de que por tener una causa tan bella, soy ca- paz de bien defenderla, y que la defiendo bien bajo más de un aspecto. Sin duda no se trata de una ironía. A tu carácter le re- pugna demasiado este género miserable.

Ofrecidas a su tiempo; he aquí de lo que menos deberé hablar. He mostrado suficientemente que lo que yo ofrezco, tú lo ofreces al mismo tiempo, y no creo nos equivoquemos los dos.

Te he anunciado, además, un artículo de respuesta: Opiniones sobre las personas. Tú no compartes el menosprecio que he ma- nifestado contra ciertas gentes en mi No. 35. Indudablemente no estás obligado a abrazar, en todos los casos, mis querellas, y a hacerte enemigos gratuitos. Pero, adentrándome en mi interior, creo reconocer que no es en absoluto por un despotismo de hu- mor que he expresado lo que tú llamas menosprecio. Los moti- vos, que no has podido apreciar, pensé sin embargo haberlos puesto al alcance de todos mis lectores. No busqué privar de es- tima a nadie. Se me ha atacado, provocado, públicamente; se ha buscado privarme de la confianza: yo he contestado, me he de- fendido, públicamente, y natural he debido demostrar que no merecía perder la confianza. Si he hablado de algunos con amar- go menosprecio, ha sido en respuesta a anteriores desprecios amargos, y además, maticé este desprecio.

No me queda más que hablar de la desgraciada palabra ahorcado, que Antonelle me acusa haberle imputado para servirse de ella contra un código al que no se refirió. Me contraría profundamente haberle causado mal con este error, ya que esto fue y no un ar- did. No quiero disimular que en la viveza de la redacción, no reflexioné suficientemente, o no puse suficiente atención para percibir que la cita, que me había chocado en la obra de Antone- lle, no pertenecía directamente a ella, sino que procedía de una cita que él mismo hacía. Debí decir y así lo digo ahora para co- rregirme (pues éste es el partido que en todo momento hubiera estado yo dispuesto a sacar de la desgraciada palabra): Nadie más afecto que yo al sublime trabajo de los once, y cuando se conoce el odioso argumento de que sus órganos se han servido para legi- timarlo, pero que el autor de las Observaciones sobre el derecho de ciudadanía, página 4, ha combatido tan bien con el arma de la indignación y el coraje, uno no puede por menos que replicar como sigue al detestable argumento de tan criminales autores: No nos sometemos a este pacto que nos ha sido impuesto, salvo para violarlo cuando podamos, y para ser ahorcados si nos dejamos atrapar en él.

(El Tribuno del Pueblo, No. 37).

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